Sin madurar – Capítulo 10: Cambios (2)

Traducido por Den

Editado por Lucy


Aquellos ojos redondos eran claros.

Ni Leandro ni yo podíamos ocultar nuestra confusión, provocada por diferentes razones.

Froté mi rostro porque pensé que me había equivocado, entrecerré mis ojos y retrocedí un paso, decidiendo comprobarlo bajo la luz del sol.

No podía creerlo, así que levanté a Leandro y lo senté junto a la ventana, mientras él agitaba sus brazos sin parar, para que lo bajara.

Estuve más convencida cuando lo vi en un lugar resplandeciente.

Los ojos borrosos volvieron a brillar de un color azul claro, como si estuvieran recubiertos completamente de esa sustancia.

—Joven maestro, sus ojos son…

No podía hablar.

¿Qué? ¿Qué es esto? ¿Esto sucedía en la novela?

Cuando no dije nada, Leandro frunció el ceño levemente.

—¿Mis ojos…? —preguntó sentado junto a la ventana, agitando un poco las piernas.

—¿Por qué son tan azules?

—¿No son originalmente azules…?

—Sí, pero normalmente son un poco más… hmm, son más oscuros, por así decirlo.

—¿Qué estás diciendo? Explícate bien.

—De repente sus ojos son de un azul claro —dije, señalando sus ojos.

Sacudí la cabeza.

¿No lo entiendes? ¿Me entenderás si te traigo un espejo? 

Me di la vuelta.

—¿A dónde vas?

Me detuve cuando de repente me agarró de la cuerda del delantal atada a mi cintura.

—¡El espejo…! ¡Lo entenderá si lo ve usted mismo! —Le expliqué, levantando la mano, aturdida.

—¿El espejo…?

—¡Sí!

Al parecer Leandro dijo algo después de eso, pero no lo escuché.

Me dirigí rápidamente hacia el  vestidor para buscar el espejo. Aunque lo único que había era un espejo de cuerpo entero, por lo que no me quedó más opción que moverlo.

La luz del sol que entraba por la ventana, se reflejaba en él e iluminaba toda la habitación.

—¿Joven maestro?

—No me apresures. Ahora mismo estoy un poco… quiero decir…

—¿Está enfermo?

Cuando me acerqué con el espejo inclinado, se cubrió los ojos con sus manos pálidas.

—N-No. No duele…

—¿Entonces qué…?

—Primero llévate el espejo.

Obedecí sus órdenes sin quejarme. Sólo entonces levantó la cabeza, que antes había mantenido agachada.

Sentí su mirada azul. Se estaba mordiendo los labios otra vez.

Cuando nuestros ojos se encontraron, bajó rápidamente la mirada. En ese momento, cesó el temblor en sus pestañas.

—No tienes que mirar. Sé a lo que te refieres…

—¿De verdad? Entonces… ¿puede verme bien?

Acerqué mi rostro hacia él. Se reclinó. Cuando me aproximé aún más, me empujó ligeramente el hombro.

—Tienes muchas pecas.

—Está exagerando… No tengo tantas pecas.

—Puedo ver eso muy bien.

—Pero… hmm… ¿qué está pasando?

—No lo sé. ¿No sucedió algo similar la última vez?

—Pero últimamente no ha estado tomando sus medicamentos. Esto es muy extraño.

—Ya te lo dije. Tomar unas cuantas pastillas no cambiará nada.

—Entonces… ¿De qué se trata esto?

—Yo… tampoco lo sé.

En lugar de hablar, Leandro sacudió violentamente la cabeza para luego mover de un lado a otro la mandíbula, también se limpió la cara con las mangas, como cuando un gato se lava la cara.

—Joven maestro está sangrando.

Cuando las mangas que tocaban su piel enrojecieron y noté sangre, tomé su mano y la bajé. Sin embargo, siguió frotándose la cara.

—Deténgase, joven maestro, solo empeorará más. Le aplicaré un poco de pomada.

—Ugh, solo un poco… Me pica mucho.

Aplique varias capas de ungüento en sus heridas. Por si acaso, también le quité el camisón y le extendí la medicina sobre las pequeñas cicatrices de su hombro. Solo entonces volvió en sí.

—Ah, pica…

—Naturalmente. Será mejor que se acueste en la cama.

—¿Eh?

Leandro puso su brazo alrededor de mi cuello y pude sentir el penetrante olor de la pomada en la punta de mi nariz. Sostuve su hombro y lo ayudé a bajar del alféizar de la ventana.

Pero entonces, mientras estaba inmóvil, hizo un ruido extraño.

—Huh…

Enderecé la espalda y lo observé sin comprender. Él se negó a moverse de su lugar como si se hubiera quedado congelado. Cuando giré la cabeza hacia el lugar donde estaba clavada su mirada, vi un espejo de cuerpo entero inclinado junto al sofá.

La mitad de su cara en el espejo era una mezcla confusa de oscuras y densas letras grabadas en ella; de una pomada opaca y costras.

La otra mitad de su cara, que todavía estaba sana, estaba tan esquelética que le sobresalían los pómulos.

—Ugh…

Leandro retrocedió. Se golpeó la espalda contra la pared y un ruido sordo resonó en la habitación.

Se encogió y me miró. Tan pronto como nuestras miradas se encontraron, agachó la cabeza y se quedó de pie en su lugar. Rechazó mi ayuda y volvió a la cama por sí solo.

Levanté el espejo y lo llevé de vuelta al vestidor.

No debería haberlo hecho. En ese momento, él recuperó el hermoso color de sus ojos… Parecía emocionado. 

Cuando regresé a la habitación, estaba cubierto con el edredón hasta la cabeza.

—Joven maestro —llamé, tocando el bulto que se formaba en el edredón grueso.

Luego se hizo el silencio.

Solté un suspiro profundo. Cerré las cortinas y la ventana y me dejé caer a los pies de su cama. En cambio, él se hundió más en su edredón.

—Joven maestro va a manchar la sábana de pomada.

No respondió.

—¿Permanecerá metido allí?

Volvió a ignorar mi pregunta.

—¿Debería irme?

Se estremeció. Pinché haciendo un poco de fuerza donde supuse que era su espalda. Entonces se hizo a un lado, arrastrándose, para alejarse de mí.

—Joven maestro, por favor, salga.

Una vez más, no obtuve ninguna respuesta.

—Joven maestro… ¿por qué hace esto?

Lo volví a intentar, pero no me contestó.

—Joven mae…

—Finge que no sabes nada.

—¿Qué?

—Estoy haciendo esto… porque soy repugnante. Realmente soy un monstruo. No se equivocaban.

La sábana impidió que pudiera escuchar su voz, la cual terminó desvaneciéndose.

El edredón subía y bajaba.

Cuando no le respondí, se hizo un ovillo.

—Joven maestro —lo llamé dos veces.

—No me llames…

—¿Por qué?

—Tú no eres… repugnante como yo.

—No es así…

—Soy repugnante. Soy feo. ¿Cómo diablos has aguantado hasta ahora? —Pausó por un momento—. Incluso yo me sorprendí. No esperaba que fuera tan feo.

Solo pude permanecer en silencio.

—Cuando era niño, también había criadas que me cuidaban como tú. Pero al final todas se fueron.

—No tengo la intención de irme.

—Ya es suficiente.

—Lo que pasó antes…

—Ya está hecho.

—¡No, eso no es así! ¡¿Por qué no me deja hablar hasta el final?!

Le quité la sábana. Pude ver una parte de su cabello negro.

Se sorprendió cuando tiré de ella, pero no fue suficiente.

Cuando le quité la mitad de la sábana y la parte superior de su cuerpo quedó al descubierto, me dió la espalda y enterró la cabeza entre las rodillas.

—Oh, ¿en serio? ¡¿Seguirá actuando así hasta el final?!

—Devuélveme mi sábana.

—No quiero. Está siendo muy infantil.

—No tengo nada más que decir.

—Míreme, joven maestro.

—No…

—Para mí no es alguien repugnante ni feo.

—Mentira… ¡Eso es mentira!

—Es verdad. Si no ¿por qué estaría con usted, joven maestro? ¿Me está echando solo porque se miró en el espejo? Nos hemos vuelto un poco más cercanos ahora.

Tuve que soportar un momento de silencio. En estas situaciones tienes que hacer todo lo que puedas.

—¿Por qué estás haciendo esto por mí? —preguntó después de un momento de silencio con una voz muy brusca.

—¿Qué he hecho?

Me senté de rodillas junto a él. Me miró fijamente con los dedos entrecruzados y la barbilla apoyada en los brazos.

Cuando se hizo a un lado, me acerqué a él. Y así sucesivamente tres o cuatro veces más.  Cuanto más se alejaba, más me acercaba.

Cuando llegó a la cabecera de la cama y ya no pudo moverse más, soltó un gruñido.

—N-No te acerques.

—Ya estoy aquí.

—Escúchame cuando te hablo.

—No, va a decirme que me vaya y ya no podré verlo más. Antes me empujó con tanta fuerza que lastimó mis sentimientos, joven maestro.

Me derrumbé y fingí llorar. Solo entonces Leandro levantó la cabeza, la cual hace un momento miraba fijamente el suelo. Sin darme cuenta, sus ojos azules, que eran tan claros como el mar, volvían a estar cubiertos de una fina tela opaca.

Caminó a tientas hasta mi lado, desconcertado.

—¿Te lastimaste…? —dijo, agarrando el dobladillo de mi falda desarreglada.

No le respondí.

—Oye… —Me llamó dos veces, pero no le di una respuesta—. ¿Ibellina?

—No puedo hablar ahora porque estoy deprimida.

—¿Es así…?

Se revolvió el pelo. Lo miré a través de los dedos que me cubrían la cara. Leandro se estaba mordiendo los labios con lágrimas en los ojos.

Me enderecé, luego agarré su barbilla y la acerqué a mí.

—Tu atrevimiento es impresionante…

Mientras se dejaba llevar por la impotencia, Leandro apretó los dientes y se puso nervioso. Presioné sus labios con mi dedo.

—¡Joven maestro!

Cuando levanté la voz repentinamente, sus ojos se abrieron de par en par.

Presioné fuerte mi dedo.

—¡Me prometió que no se mordería los labios!

—¿Por qué estás gritando…?

—¡Joven maestro!

—No te escucho.

—¿Puede dejar de hacerlo o no?

No me respondió así que se lo volví a preguntar.

—¿Puede dejar de hacerlo o no?

—N-No…

Miré a Leandro en silencio. Entrecerró los ojos y examinó mi expresión.

Estaba muy cerca de mí, por lo que mi visión era borrosa.

Movió el cuello y tragó grueso. Sin embargo, cuando no respondí, respiró hondo y murmuró en voz baja:

—S-Sí… Lo siento. Me equivoqué.

Evitó mi mirada. Moví la cabeza de un lado a otro en la dirección de sus ojos.

Poco después, chasqueó la lengua.

—Trabaja un poco.

—No.

Me reí disimuladamente y lo solté. Cuando me reí, se cruzó de brazos y giró la cabeza.

—Si lo vuelve a hacer, le pondré miel en los labios.

—Vas a hacer lo que quieras de todos modos.

—Así es. Haré todo lo que quiera. Por lo que deje de quejarse, joven maestro. No me iré de su lado.

—¿Quejarme…? ¿Cuándo me he quejado?

—Hace un momento. Ah, pero me llamó por mi nombre por primera vez. Estoy muy feliz.

—Yo… te llamé por tu nombre una vez. ¿Estás feliz solo por eso…?

Por supuesto. Normalmente me dices: “Vete, sal, no comeré, lo odio, suéltame”. ¿Así que cómo no podría estar feliz cuando me llamaste por mi nombre y te preocupaste por mí?

—Uh… entonces… —dijo Leandro pensativo. Parpadeó lentamente con una expresión hosca.

—Voy a tener que volver a aplicar la pomada. La manta le quitó toda.

—No… La pomada no es un problema en este momento…

—Entonces ¿cuál es el problema?

—No, no hay ningún problema… Dijiste que no soy repugnante… ni feo… ¿verdad? Dijiste que te quedarías a mi lado… ¿verdad? —Preguntó tartamudeando.

Cuando bajó la mirada, pude ver que le temblaban las pestañas.

—¡Sí!

Por supuesto, no por el resto de tu vida, sino solo hasta que conozcas a Eleonora.

Cuando Eleonora rompa la maldición, Leandro se aferrara a ella y la seguirá como un cachorro, incluso si yo me marcho.

Sin conocer mis sentimientos, él sonrió inseguro. Estaba sonriendo a pesar de la frustración que sentía al no poder ver nada a través de su visión borrosa.

—¿Siempre estaremos juntos…?

—Siempre que el joven maestro quiera.

—Tú lo dijiste primero —respondió inmediatamente—. Dijiste que te quedarías conmigo… —declaró una vez más, apresuradamente.

Al mismo tiempo, trató de memorizar mi figura con sus ojos borrosos bien abiertos.

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