Sin madurar – Capítulo 13: Cambios (5)

Traducido por Den

Editado por Lucy


—De verdad que no se puede decir nada contigo… —ladeó la cabeza, desanimado pero al mismo tiempo asombrado.

Desabroche la camisa que cubría su pálido cuello. Lo ayudé con tranquilidad a cambiarse de ropa, pero cuando también traté de desabotonar su pantalón, de repente levantó la parte superior de su cuerpo y retrocedió.

—¡¿D-Dónde estás tocando?!

—¿Qué está haciendo tan de repente, joven maestro?

—¿Eres una pervertida? ¡¿Por qué trataste de tocarme ahí?!

—Oh… No fue a propósito, sólo estaba intentando cambiarle de ropa —me rasqué la mejilla, mientras me encogía de hombros. Estaba tan concentrada en ayudarle a cambiarse que no me di cuenta del lugar donde estaba tocando.

Leandro se encogió y me tendió la mano.

—Lo haré yo mismo, así que dame la ropa… —dijo, sorprendido y con torpeza, mientras me empujaba con sus pies.

No podía creer que estuviera sonrojado hasta las orejas por esto, cuando ya he visto su ropa interior antes.

Sonreí, frunciendo el ceño.

—Está bien. Me daré la vuelta, así que cámbiese.

—De todos modos, ya me voy a dormir, así que vete.

—¿De verdad? ¿Incluso cuando anoche me dijo que no podía irme de su lado?

—Eres atrevida hasta el final…

Me eché a reír de nuevo. Entonces Leandro gritó que no era un cumplido y volvió a sonrojarse, pero enterró su rostro en la almohada como si no quisiera que lo viera.

—Entonces me iré. Qué descanse.

No me respondió.

—Buenas noches.

—Igual… —murmuró en voz baja como si en el fondo no quisiera que me fuera.

Agradecí que al final pudiera acostarme de forma cómoda en mi cama y descansar, en lugar de sentarme y quedarme dormida junto a la suya.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente, después de mucho tiempo visité la cocina del edificio principal y recogí el desayuno de Leandro. La chef me recibió con una alegre sonrisa al verme.

Me dio un pudín deformado diciendo que no lo sirvieron en la comida de la duquesa porque no tenía buena forma.

Como salí temprano, podía relajarme, así que me senté a la mesa y comí con tranquilidad el dulce.

Con una cuchara pequeña en mi boca, miré alrededor de la ruidosa cocina. Era una escena que nunca había visto hasta ahora porque he estado cuidando a Leandro todo este tiempo y siempre me iba de inmediato después de tomar la bandeja.

A diferencia de la triste y rota relación entre los duques y su hijo, los empleados parecían llevarse bien.

—Lorenzo, pon el saco de patatas en la esquina —le dijo la chef, que estaba haciendo nata montada a mi lado al sirviente alto que entró en la cocina con un gran costal en el hombro. Él sonrió, secándose el sudor que se deslizaba por un lado de su sien.

Era un joven de rostro bronceado —poco característico de la gente blanca del norte— con pecas acentuadas y cálidos ojos color ámbar.

—No hay forma de que no sepa dónde ponerlo cuando lo hago todos los días.

—Lo digo por si acaso…

Ante las palabras de la chef, el sirviente llamado Lorenzo se rió con felicidad.

Después de mostrarle orgullosa a la chef el plato vacío y limpio, salté de la silla alta donde estaba sentada.

—¡Oh, ten cuidado!

Pero perdí el equilibrio al aterrizar y casi me caigo hacia delante. Por fortuna, Lorenzo, que estaba cerca, me atrapó de inmediato, así que no me lastimé.

Lo miré con los ojos bien abiertos de la sorpresa.

—G-Gracias… Casi me fracturo el tobillo.

—No te lo habrías roto por caerte desde allí.

—Solo lo estaba exagerando un poco.

—Ah… ¿cómo te llamas?

—¿Yo…?

—Oh, te… ¿te sorprendí?

—Sí, un poco —respondí con franqueza. Entonces Lorenzo se sonrojó hasta las orejas y se rascó la cabeza.

La chef, que nos observaba desde un lado, se echó a reír.

—Ibellina, no puedes hacer eso. No te limites solo al joven maestro, y llévate bien con las personas que te rodean.

—Está bien. Pero ya es hora… de que me vaya. O el joven maestro volverá a tocar la campana e ignorará a las doncellas del anexo.

El suceso en el que Leandro dejó a la sirvienta fuera de la puerta y tocó la campana sin cesar ya era muy conocido entre los empleados. Pensé que la gente lo odiaría más debido a ese incidente. Pero un día, gracias a una mucama que vio a Leandro sonriendo alegre cuando se dirigía al baño con mi ayuda, su imagen cambió un poco.

Aunque seguía teniendo el mismo mal humor, estos días con seguridad podía decir que se estaba volviendo más dócil. Tal vez porque todavía era un niño y se llevaba muy bien conmigo, su impresión entre los empleados estaba mejorando poco a poco.

—Eres Ibellina… Yo soy Lorenzo.

—Lo sé.

—¿Eh? Cómo…

—La chef te acaba de llamar “Lorenzo” —dije con tranquilidad, tomando la bandeja del desayuno de Leandro.

Lorenzo me dejó pasar y me siguió.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete…

Al principio no sabía con certeza la edad de este cuerpo. A través de las sirvientas que me rodeaban, supuse con vaguedad que tenía diecisiete años. Las doncellas que parecían ser más jóvenes usaban honoríficos cuando hablaban conmigo, y las mayores de dieciocho años, que eran adultas, me tuteaban.

—Yo tengo diecinueve.

—Ya veo.

—Sí. Ah, hmm… ¿No debería hablarte?

Tenía prisa porque tenía el deber de llevarle la comida a Leandro, pero Lorenzo al parecer pensó que no quería que me hablara, por lo que se encogió de hombros.

No, es solo que la tortilla se va a enfriar. Además, cuando el hielo se derrite, la bebida pierde sabor. 

Una vez afuera de la cocina, me puse de puntillas y le di unas palmaditas en la mejilla.

—No te odio, así que no estés tan deprimido.

En ese momento, sus ojos color ámbar brillaron de forma intensa.

—¿Trabajas en el anexo? —me preguntó gritando cuando me iba.

Agité mi brazo hacia él como diciendo que sí. Al momento siguiente, escuché un silbido de felicidad detrás de mí, pero no le presté atención y regresé al anexo sin más dilación. Cuando llegué al dormitorio de Leandro y miré la hora, me di cuenta que era diez minutos más tarde de lo habitual.

Bueno, Leandro estaba durmiendo, así que de verdad no importaba.

Coloqué la bandeja en la mesa caoba frente al sofá. Luego, abrí las cortinas y dejé que la luz del sol iluminara la habitación. Entonces, se estremeció.

—Ya es de día, joven maestro.

—¿Por qué llegas tan tarde?

Ya está siendo arisco desde la mañana. Leandro se levantó de la cama, aún frotando sus hermosos ojos azules. Anoche no se había cambiado la camisa para salir ni los pantalones, que estaban tirados bajo la cama. Se acercó al sofá, apartándolos con disimulo con los pies.

—¿Estaba despierto? Debe tener mucha hambre.

—La verdad es que no.

—¿Cómo se siente?

—No estoy de buen humor y tampoco me siento bien.

—¿Por qué no, otra vez?

—Porque llegas tarde.

—Estaba comiendo unos tentempiés en la cocina.

—Así que era eso… Estaban deliciosos, ¿verdad? Lo sé con solo verte reír de esa forma.

—Sí, era pudín. Hace mucho tiempo que no comía.

—¿Pudín?

Leandro se sentó en el borde del sofá y miró fijo la comida en la bandeja. Un omelette con champiñones y jamón, bacon crujiente, limonada con hielo derretido y el pudín, que comí antes, estaba en una esquina y tenía una linda forma abultada.

—¿Estaba delicioso?

—Sí.

—Entonces, también puedes comerte este.

—Oh, no importa. Coma un poco, joven maestro.

—Siéntate y deja de negarte.

—Sí.

Cuando un niño habla rechinando los dientes, debes obedecer con tranquilidad porque es como una señal de que está a punto de enfadarse.

Me senté bajo el sofá en el que estaba él. Entonces, arrugó sus cejas bien proporcionadas.

—¿Por qué te sientas en el suelo cuando el sofá es tan grande?

—¿Cómo podría comer junto al joven maestro?

—Tú sigues…

—¿Yo sigo…?

—Siéntate a mi lado. No importa porque de todos modos no hay nadie en la habitación.

—No debería tratarme así cuando siempre me estoy rebelando.

—Esa es mi decisión.

Refunfuñé pero Leandro se cubrió las orejas y fingió estar sordo. Hizo mi cabello hacia un lado y se sentó a mi lado. Luego me ofreció un pudín dulce con un fuerte sabor a leche.

Seguí sacudiendo mis manos diciendo que no importaba, pero mi boca babeaba. Le repetí que no debía hacerlo… pero, al final, me llevé el pudín a la boca.

—Engordaré.

—Has ganado algo de peso.

—Joven maestro.

—Yo no subiré incluso si como.

—No creo que debería estar orgulloso de ello, joven maestro.

—Lo sé… No quiero hablar de eso, de todos modos.

—Ese es mi encanto.

—Así es.

—¿Qué?

—Finge que no escuchaste nada.

Lo miré vacilando, mientras dejaba de comer el pudín por un momento. Leandro estaba escogiendo con tranquilidad los champiñones y las cebollas del omelette. Luego se dio cuenta de que la cebolla había sido picada muy fina y murmuró un insulto.

—Dile a la chef que corte más grande la cebolla.

—¿No cree que es mejor decirle que no ponga?

—Sí.

—Pero yo no le diré nada. El joven maestro también debería comer verduras.

—¿Estás desobedeciendo una orden?

—Si dice que es una orden, entonces se lo diré.

—Está bien. Haz lo que quieras.

Rectificó sus palabras tan pronto como se sintió un poco intimidado por mi constante protesta. Los juegos de palabras que iban y venían de esta manera eran muy divertidos.

—Me siento muy bien… ¿Damos un paseo por la tarde?

—Me encantaría. A cambio, tome su medicina debidamente. La última vez que trató de saltársela varias veces, se terminó enfermando.

—La medicina no tiene mucho efecto.

—Pero no lo empeora…

Me metí una cucharada del pudín regordete y redondo en la boca. Se enfadó un poco cuando le dije que no podía dejarla de tomar por más que se hubiera recuperado. Estaba claro que aunque estuviera sano durante unos días, volvería a colapsar.

Devoró la tortilla, se bebió la limonada de un trago y luego presionó con fuerza mis labios con sus largos dedos, y sonrió con los ojos entrecerrados.

—Está bien, no te enfades.

—No estaba enfadada.

—¿Qué? Entonces ¿por qué pones esa cara?

—Porque estoy preocupada por usted, joven maestro.

Ante mis palabras, no dijo nada.

El ambiente se volvió incómodo y se hizo el silencio de nuevo.

No, ¿por qué? Sin saber el por qué solo se me podía escuchar a mí comiendo el pudín en la habitación de Leandro. Después de un tiempo y de que acabara de comerme el dulce con una cuchara muy pequeña, un rubor se extendió por su rostro blanco y fino. Luego, volvió la cabeza con velocidad y dijo con voz entrecortada y sin hacer contacto visual:

—La única que se preocupa por mí… eres tú. G-Gracias.

—Aunque está expresándome su gratitud, ¿por qué tartamudea así?

—Eres ruidosa.


Den
Ay, Ibellina, no le digas eso que arruinas el ambiente :v Ya se enfadó Leandro

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