Traducido por Herijo
Editado por Sakuya
La curiosidad humana sobre los pensamientos ajenos es insaciable, pero a menudo es mejor permanecer en la ignorancia.
Sentir el ardiente sol de verano sobre mi piel era insoportablemente incómodo. Sin embargo, debía preservar las apariencias y no permitir que otros percibieran mi malestar.
El primer día en la academia marcó el inicio de una nueva etapa. Las miradas curiosas y evaluadoras de los demás se clavaban en mí, tan punzantes como una corona de espinas, mientras cruzaba el umbral hacia la fiesta de bienvenida para los nuevos estudiantes.
Poseer la extraña habilidad de leer mentes convertía esta experiencia en algo particularmente agobiante para alguien como yo.
—Disculpa la espera, Sieg.
Mantuve mi vista fijamente en las puntas de mis zapatos blancos, esforzándome por evitar su mirada.
—Llegaste tarde, Amadea.
Mi queja, nacida de la frustración, se disipó en cuanto levanté la vista hacia la persona que esperaba. Inmediatamente me arrepentí.
Maldición. Leí sus pensamientos sin querer.
—Jeje, no te enojes tanto solo porque llegué un poco tarde. Al fin y al cabo, estamos en una fiesta, ¿verdad?
¡No, no, no! Ella sabía perfectamente que mi molestia no era por su tardanza.
Olvidando mi frustración previa, cubrí mi rostro, ahora teñido de rojo por la vergüenza, con la palma de mi mano.
Maldición. Jamás había visto a alguien tan deslumbrante.
Luciendo un vestido de noche por primera vez, su belleza era comparable a la de una joya forjada con el rocío cristalino de los lirios blancos. Pero descubrir sus pensamientos, después de años tratándonos como amigos y compartiendo bromas, era insoportablemente embarazoso.
—No es eso… Este traje es extremadamente incómodo…
Intenté hablar de manera que desviara la atención de los curiosos que nos rodeaban.
La atmósfera opresiva se aligeró ligeramente con su presencia a mi lado. La curiosidad indiscreta persistía, pero el desdén y el escrutinio parecían haberse atenuado.
Sin embargo, la sombra de los rumores sobre mí, acusándome de haber “robado” la prometida de mi hermano, seguía ensombreciéndome, dejando un profundo pesar.
—Vamos. Dame tu mano, Amadea.
Sacudí la cabeza, intentando aligerar el ambiente. Aún no era momento de retirarnos; había alguien a quien debíamos saludar primero.
Mi amiga de la infancia, ahora mi prometida desde esta primavera, tomó mi mano con entusiasmo y se dejó guiar por mí.
Era un gesto audaz, aunque hubiese sido prudente evitar cualquier acción que avivara la curiosidad ajena.
Tras tomar mi mano, Amadea sonrió con alegría y se inclinó hacia mí para susurrar dulcemente en mi oído.
—No les des importancia. Sabemos la verdad, así que los rumores acabarán disipándose.
—Lo sé, —respondí, con una mezcla de resignación y esperanza.
Después de expresarle que, aunque era doloroso, eso no implicaba que su presencia me resultara desagradable, entramos juntos al recinto.
Ya ha transcurrido un año desde que Amadea se convirtió en mi prometida oficial.
Era el día marcado por el regreso de mi hermano de la academia, un momento en el que toda la mansión se sumergía en un frenesí de preparativos para recibir al futuro líder de la familia después de un largo año.
Aquel día, al mismo tiempo que se anunciaba el retorno de mi hermano, fui convocado al salón principal por mi padre. Ahí me esperaban, en compañía de mi hermano y Amadea. La escena de mi padre anunciando el compromiso, en un silencio casi sepulcral, permanece grabada en mi memoria.
Mi hermano permaneció callado, y Amadea, por su parte, ofreció una sonrisa serena, evitando mi mirada. Había asumido que el cambio en los planes originales se debía a mi habilidad para leer mentes. No obstante, mi padre justificó la decisión aludiendo a ciertas circunstancias relacionadas con Amadea y conmigo.
Aunque se mencionó que él creía que yo era el compañero más adecuado para ella, en el fondo, me aferré a mi propia interpretación de los hechos. La voz de mi padre era calma, pero los pensamientos de mi hermano eran inaccesibles para mí, una maraña de emociones oscuras, como si intentara leer las páginas manchadas de un libro. Y en cuanto a Amadea, su mente era un enigma que nunca logré descifrar.
A menudo pensé que estaría mejor sin la capacidad de leer mentes, convencido de que, de no ser por este don, el cambio de compromiso nunca habría tenido lugar.
Recuerdo haberme quedado mudo en aquel salón, mientras Amadea, con una voz suave y casi mecánica, me pedía que la cuidara. En ocasiones, irónicamente, sentía que era ella quien podía ver a través de mí, y no al revés. Pero fue en ese momento cuando esa sensación se intensificó más que nunca.
Desde que mi hermano se graduó y tanto Amadea como yo iniciamos nuestro primer año en la academia, los rumores y la atención indeseada finalmente comenzaron a disiparse, tal como Amadea había predicho. Curiosamente, con el tiempo, empecé a aceptar y a sentirme cómodo con el hecho de estar comprometido con ella, algo que inicialmente me resultaba insoportable. Al reflexionar sobre el porqué, me di cuenta de lo superficial de mis pensamientos y decidí no darle más vueltas. Me avergonzaba admitir que, en realidad, estaba contento con cómo habían resultado las cosas, pues había sentido atracción por Amadea incluso antes de que se convirtiera en la prometida de mi hermano.
—Parece que alguien está de muy buen humor hoy.
Esa frase me sonaba familiar, y luego recordé que Amadea la había utilizado en varias ocasiones similares, lo cual me hizo sentir algo tonto. Aunque era temprano, Amadea ya disfrutaba de una taza de té en el jardín, justo fuera de mi dormitorio. La imagen de ella relajándose ahí, como si fuera la dueña del lugar, me hizo suspirar de admiración.
—No estés tan tenso. ¿Por qué no te sientas conmigo? Tengo entendido que aún no has desayunado.
—Usualmente comemos juntos en días festivos. Pero, ¿y tú? Corrígeme si me equivoco, pero eso sobre la mesa es tu desayuno, ¿verdad?
—No, ya terminé mi desayuno. Siempre procuro comer a tiempo. —Amadea soltó una risa tras decir esto, pero sobre la mesa del jardín había bocadillos que parecían excesivos para ser solo acompañamientos del té post-desayuno.
Los empleados se habían esmerado más de lo habitual para atenderla adecuadamente. Naturalmente, no podían permitirse brindar una hospitalidad menor a mi prometida, después de todo, ella era la hija de un duque.
Reflexioné que debería haber salido antes de mi habitación en lugar de sumergirme en la lectura toda la mañana. Si hubiera actuado de ese modo, habría tenido la oportunidad de especificar cómo servir el té de manera adecuada para Amadea.
Con cierta renuencia, me senté frente a ella y acerqué hacia mí la mayoría de los bocadillos. Me convencía a mí mismo de que, lejos de agradar a esta dama, tal exceso de dulces sólo conseguiría indigestarla.
—Deberías haberme avisado de tu visita. Al menos, habría preferido estar preparado.
Seleccioné una tarta recubierta de una gruesa capa de crema frente a mí y, tras un instante de vacilación, decidí partirla a la mitad. Era evidente que sería demasiado empalagosa para una sola persona. Así que, asumiendo la cortesía debida a mi invitada, opté por compartir la mitad con Amadea.
Sin embargo, al levantar la vista para ofrecerle su porción, me encontré con su mirada, notablemente impasible.
—¿Qué sucede?
Al inquirir, ella me observó con una curiosidad palpable. Luego murmuró: —Sigmund—, lo que me hizo inclinarme hacia adelante, atento a cualquier palabra que estuviera por pronunciar.
Mientras divagaba sobre lo que podría estar pensando, Amadea, de forma inesperada, depositó un beso en mi mejilla.
—¡¿Qué…?!
Por un momento, sentí que el mundo se invertía.
Parecía como si toda la sangre de mi cuerpo fluyera a mis mejillas.
De manera instintiva, me recliné hacia atrás, distanciándome de ella. Los utensilios en la mesa vibraron ante mi súbito movimiento.
Amadea, por su parte, se regocijaba, satisfecha consigo misma, su risa era casi un ronroneo.
—¡Amadea!
—No te irrites tanto. Simplemente estoy… contenta, eso es todo.
Ahora era yo quien enfrentaba su sonrisa tímida con una expresión atónita.
Me preguntaba, ¿qué la había hecho tan feliz? Sentía cierta confusión, incapaz de recordar haber hecho algo particularmente especial.
Sin embargo, esa fue la primera ocasión en que presencié esa expresión en su rostro. Distinta a su acostumbrada sonrisa enigmática, serena y controlada, esta era una sonrisa genuina, propia de su juventud.
—No volverá a ocurrir. Vamos, comamos.
Mientras yo permanecía pasmado, sin saber cómo reaccionar, Amadea suavemente nos recondujo hacia una normalidad.
Parecía consciente de que la situación había escalado un tanto más de lo previsto.
Me animó a comer mi parte de la tarta, pero aún me encontraba atónito por su repentina manifestación de alegría.
Continuaba preguntándome qué la había hecho tan feliz, cuando noté que me observaba y reía, como si pudiera ver a través de mí, a lo que solo pude responder con un exasperado —¡Amadea!—
En ese instante, a pesar de mi confusión, comprendí que tales días continuarán de aquí en adelante.
Y albergaba la esperanza de que, llegado el momento en que finalmente supere mi superficialidad y me enfrentara a ella de verdad, sería capaz de reconocer que estos días estaban repletos de memorias felices.