¡Cuidado con esos hermanos! – Capítulo 21.5: Eugene

Traducido por Sweet Fox

Editado por Herijo


Había momentos en los que, de repente, sentía a Hari como a una extraña. Era algo que le ocurría de vez en cuando desde aquel día en que se encontró con ella por casualidad, con un ramo de flores en brazos. Aquella sensación afloraba sin previo aviso en las situaciones más inesperadas, desconcertandolo. Sin embargo, él se convenció de que era algo que mejoraría con el tiempo. Se dijo que era solo por el largo tiempo que habían pasado separados. Recordándolo ahora, no era más que un pensamiento ingenuo.

—Eso es todo lo que tengo que informar.

No hubo un detonante concreto para que se diera cuenta.

Aquel día, Eugene estaba en su despacho recibiendo informes como de costumbre. La única diferencia era que no era de noche, al final de la jornada. A pesar de que era pleno mediodía, él se encontraba en la mansión Ernst.

—Bien. Puedes retirarte.

A petición de Hari, Ethan se tomaría el día libre. Eugene lo había permitido porque él también planeaba quedarse en la mansión y Hari no tenía intención de salir. Se levantó de su asiento después de que Ethan abandonara la habitación.

Aunque era uno de los pocos días que podía pasarlo en casa, se sentía terriblemente cansado, como si no hubiera podido descansar adecuadamente. La noche anterior se la había pasado en vela, trabajando sin parar. Al parecer, él también necesitaba un descanso.

Cuando salió del despacho por primera vez desde la tarde anterior, el mayordomo, Hubert, lo saludó.

—Por fin sale, duque. La señorita Hari estaba preocupada.

Eugene chasqueó la lengua para sí. Siempre se esforzaba por estar presente en las comidas sabiendo que Hari odiaba comer sola. Pero esa mañana había estado tan absorto en el trabajo que perdió la noción del tiempo. Para cuando se dio cuenta, el sol ya estaba en lo alto del cielo.

—¿Desea que prepare la comida?

—No. ¿Dónde está Hari ahora mismo?

—Se encuentra en el jardín.

Aunque se había saltado el desayuno, no sentía mucho apetito. Por lo que decidió ir a ver a Hari primero, cambiando de dirección.

Al salir del edificio, la intensa luz del sol cayó sobre su cabeza. Las estaciones habían pasado una tras otra, dando paso a los primeros días de verano. Mientras caminaba hacia el jardín, Eugene recordó algo que había llegado a sus oídos con frecuencia últimamente. Se decía que el príncipe Dice se había encaprichado de Hari y que planeaba convertirla en su futura consorte.

Sabiendo que era un simple rumor, a Eugene solo le causó una risa amarga. Aun así, pensó que ya era hora de ponerle un alto al comportamiento desmedido de Dice. Desde que Hari, que rara vez se mostraba en público, había comenzado sus actividades sociales, se había convertido rápidamente en el centro de todas las miradas. No solo por el nombre de los Ernst; había un sinfín de personas que, fascinadas por ella, ansiaban forjar una amistad.

Eugene era muy consciente de ello. Incluso para él, el crecimiento de Hari había sido asombroso. Era como una mariposa que por fin se había despojado del duro caparazón que la envolvía para desplegar sus espléndidas alas. A veces, Eugene sentía una extraña distancia entre la Hari de sus recuerdos de infancia y la mujer en la que se había convertido, una sensación desconcertante cuyo origen no lograba comprender.

Trino, trino

Eugene parpadeó lentamente, sintiendo los ojos cansados. El día era tan claro y radiante que sus preocupaciones parecían insignificantes. Las hojas de los árboles, vestidas de un verde intenso, proyectaban ya una densa sombra sobre él.

Por cierto, Hari quería poner un banco en el jardín. ¿Debería pedírselo a Hubert?

Con ese pensamiento ocioso, Eugene entró en el jardín. Las rosas rojas estaban en plena floración, cultivadas con esmero por el jardinero para Hari. Ella era tan afectuosa con los sirvientes que todos en la mansión la adoraban. A Eugene no le agradaba que fuera tan cercana con ellos, pero no era tan tonto como para mostrar su descontento frente a ella.

Tras caminar un poco más, la persona que buscaba apareció finalmente ante sus ojos.

La falda blanca de su vestido se mecía entre los rosales, dejando una pálida estela. Su cabello plateado brillaba intensamente a la altura de su cintura. Bajo la luz del sol, sus ojos violetas destacaban con una belleza sobrecogedora incluso entre las flores rojas.

En ese instante, se detuvo en seco. No supo por qué, pero sintió como si algo le oprimiera la garganta. Al inspirar, un profundo aroma a rosas impregnó sus sentidos. Extrañamente, se sintió un poco mareado, como si se hubiera embriagado con aquella fragancia.

Creo que voy a quedarme ciego, pensó.

Era la misma persona, la misma escena que veía todos los días, y sin embargo, resultaba extrañamente deslumbrante. Sintió una punzada en el pecho, como si una afilada espina de rosa se le hubiera clavado en el corazón. Sin poder apenas respirar, Eugene la observó con una sensación de absoluto desconcierto.

Quizás se habría quedado allí para siempre si, en el instante siguiente, Hari no hubiera girado la cabeza. Aquel estado de trance se rompió en cuanto ella lo vio.

—Eugene.

No… La agitación que sintió entonces fue incluso mayor que la de antes.

Hari sonrió radiante mientras pronunciaba su nombre, como si lo hubiera estado esperando. Y fue en ese preciso instante cuando una estridente alarma resonó en su cabeza.

No te acerques. No debes acercarte.

Eugene retrocedió un paso, sin ser consciente de ello.

—¿Hermano?

Una expresión de duda se dibujó en el rostro de ella ante su extraño comportamiento, pero él no tenía fuerzas para responder ni margen para inventar una excusa. Una emoción distinta a la que había sentido al verla momentos antes le subió por la garganta. Un calor que reprimía a la fuerza le quemaba por dentro.

Ya no podía permanecer frente a Hari.

Casi huyendo, Eugene se alejó de allí a toda prisa. El resplandor rojo que se distorsionaba en su campo de visión parecía perseguirlo, burlándose de él. En ese momento, lo que se apoderó de él fue el miedo. El miedo de quien ha espiado dentro de una caja que jamás debió ser abierta.

♦ ♦ ♦

Después de aquello, Eugene actuó con total naturalidad, como si nada hubiera ocurrido. Reconocer que aquello había pasado sería como admitir la agitación que sintió. Pero  su determinación no duró mucho. Cuando sujetó a Hari para que no cayera en el palacio imperial, en el instante en que la calidez de su cuerpo se encontró con sus brazos, sintió cómo el cerrojo que había cerrado con tanta firmeza volvía a crujir.

En ese momento, la apartó como si el contacto le quemara.

—Ten más cuidado. Casi te caes.

Aunque se esforzó por actuar como si nada, por dentro era una historia muy diferente. No entendía por qué se sentía así. No quería que nadie, y mucho menos Hari, se diera cuenta de su confusión.

Quizás si dejo de ver su rostro, esta sensación desaparecerá. Y así, Eugene comenzó a distanciarse de Hari.

—Hermano, ¿he hecho algo malo?

Pero jamás imaginó que eso la llenaría de angustia. Al ver sus ojos claros mirándolo fijamente bajo la luz del sol, Eugene se recriminó a sí mismo. Había sido un idiota. Fuera cual fuera la razón, era evidente que había cometido un error al perder el control y mostrarse tan inestable.

—No te preocupes. No es nada de lo que piensas.

Eugene no quería que Hari tuviera esa expresión.

—Jamás te evitaría.

Por eso, podía mentirle una y otra vez. Para tranquilizarla. Para hacerla sonreír de nuevo.

Entonces, tengo que ocultarlo mejor. Para que no se dé cuenta de que este corazón se agita sin control, como si lo azotara una tormenta, cada vez que sus miradas se cruzaban o sus dedos se rozaban. Para que no lo descubra, ni siquiera cuando esten tan cerca que su piel se toque.

Después de eso, Eugene volvió a ser el de siempre. Una vez que se mentalizó, no fue tan difícil. Sin embargo, de vez en cuando sentía una punzada aguda, como si hubiera tragado fragmentos de un cristal roto. La sed que no lograba saciar lo volvía cada día un poco más ansioso.

Aun así, reprimió todo aquello y se presentó ante Hari. No quería volver a preocuparla por una razón tan estúpida.

♦ ♦ ♦

—¿Qué acaba de decir?

Y entonces, un día, Eugene le repitió la pregunta a Dice con una voz gélida. Su mirada, que se deslizaba con calma, parecía indiferente en la superficie, pero si se miraba más allá, era increíblemente fría y afilada.

Dice, que había sacado el tema medio en broma para probar la reacción de Eugene, se quedó perplejo. Esperaba que se burlara o lo ignorara, pero aquella frialdad era completamente inesperada.

Se excusó con una voz que delataba su nerviosismo. La verdad era que él, como tantos otros, le tenía un poco de miedo a aquel duque de hierro.

—¡Oh, no! No fue nada formal… Aunque lo llamara proposición, era más que nada una broma, y ella ya me rechazó…

Dice siguió hablando, pero sus palabras no llegaban a los oídos de Eugene.

¿Una proposición de matrimonio?

¿A quién?

¿A Hari?

En realidad, el hecho en sí no suponía un problema. Así como Eugene estaba comprometido, sus hermanos también podían encontrar una buena pareja en cualquier momento. Si la proposición de Dice no era un intento de forzar la elección de Hari aprovechándose de su condición de príncipe, y si respetaba su voluntad, entonces no había nada de malo.

Eugene mismo tenía a Rosabella Velontia, con quien se había comprometido hacía dos años. Sin embargo, ambos eran los candidatos perfectos para un matrimonio concertado, sin ningún tipo de sentimiento entre ellos. Y eso no había cambiado con el tiempo. De hecho, Eugene sabía cuán desesperado estaba Dice por Rosabella. Pero no le importaba. Para él, solo su familia era importante, hasta el punto de que los sentimientos o la felicidad de los demás le traían sin cuidado. Si para garantizar una vida pacífica a su familia tuviera que pisotear a cientos, miles de personas más, Eugene lo haría sin dudarlo.

Él mismo era consciente de que su obsesión rayaba en lo anormal. De niño, no era una persona tan cruel y despiadada. Pero su corazón se había cerrado y congelado hasta la médula hacía mucho tiempo. Desde aquella época en que fue consumido por la humillación y la desesperación, cuando sintió su propia impotencia hasta los huesos. Cuando manchó sus manos con la sangre de su propia familia y decidió no volver a mirar atrás.

Desde entonces, nadie había conseguido entrar en su corazón sellado. Aunque el frío se apoderara de su alma helada como un iceberg, no sentía el dolor, como si ese fuera su estado natural. Como no era una persona cruel por naturaleza, cada vez que su corazón flaqueaba, apretaba los dientes con más fuerza. Lo único que lo mantenía en pie era el anhelo de volver a aquellos días felices del pasado, libres de peligros e infortunios.

Quizás por eso se aferraba tanto a su familia.

Eugene era capaz de hacer cualquier cosa por sus hermanos; ellos eran la razón por la que había vivido hasta ahora. Al fin y al cabo, una persona al borde del abismo, con solo una brizna de paja en la mano, puede volverse increíblemente despiadada para protegerla.

Por eso, si ellos encontraban a alguien a quien amaran de verdad, él estaba dispuesto a aceptarlo con gusto, sin importar quién fuera. Ese sentimiento no había cambiado.

—Disculpe, Duque, ¿me está escuchando? Eso fue el verano pasado, es un asunto zanjado entre la señorita y yo, así que no lo malinterprete…

Entonces, ¿por qué siento como si hubiera tragado espinas? ¿Por qué ahora?

Era una contradicción que no debería existir. Pero ya no debía intentar averiguar el origen de esta confusión.

Eugene apretó el puño que llevaba cerrado desde hacía un rato y se esforzó por alejar aquellos pensamientos complejos. Para que nadie, nunca, se diera cuenta.

♦ ♦ ♦

Mientras Eugene cruzaba el ostentoso salón de baile, las miradas furtivas lo seguían desde todas partes. A pesar de que ya tenía prometida, muchas damas aspiraban a conquistar al duque de Ernst. Como aún no estaba casado y su relación con su prometida parecía puramente política y poco profunda, creían que tendrían una oportunidad si lograban cautivar su corazón. Por eso, no faltaba quien, como en ese momento, se lanzaba a una ofensiva sin pensarlo.

Justo cuando estaba a punto de salir del salón, una joven con un vestido amarillo fingió torcerse un tobillo y cayó en dirección a Eugene.

—¡Oh!

Su intención era apoyarse en él disimuladamente, pero su actuación era tan poco natural que apenas engañó a nadie. Lo normal para un caballero en esa situación habría sido, como mínimo, sujetarla del brazo.

Sin embargo, Eugene se limitó a desviar la mirada, sin hacer el menor ademán de sujetar a la mujer que se arrojaba sobre él.

¡Zas!

Al final, la joven no logró su objetivo y cayó estrepitosamente al suelo. El ruido fue considerable, ya que se había lanzado sin piedad y con todo su peso, esperando forzarlo a ayudarla.

El rostro de la mujer, que había quedado en una posición tan humillante, se tiñó de un rojo intenso. Estaba tan desconcertada que se quedó sin palabras; nunca imaginó que él no movería ni un dedo para ayudarla en una situación así. Sabía que el duque de Ernst tenía fama de ser tan frío como el hielo, pero no hasta ese punto.

—¿Se encuentra bien, señorita?

Rowengreen, que estaba detrás de Eugene, se acercó a la mujer en el suelo, chasqueando la lengua como de costumbre. Mientras tanto, Eugene se alejaba, como si lo ocurrido no tuviera nada que ver con él.

La joven que acababa de protagonizar aquella escena tan indecorosa se levantó torpemente con la ayuda de Rowengreen, quien la miró con cierta lástima.

—La próxima vez, caiga hacia mí, por favor. A diferencia del Duque, yo sí tengo algo de compasión y no puedo ignorar a una dama en apuros.

—¿Qué? ¿Se está compadeciendo de mí? —replicó ella, ofendida.

Parece que su amabilidad sólo había conseguido enfadarla.

Preguntándose por qué su gentileza siempre provocaba la ira de las mujeres, corrió para alcanzar a Eugene.

—¿No cree que es demasiado cruel? Ya tiene fama de ser un duque despiadado. ¿No siente ni una pizca de lástima al ver la vergüenza que pasan estas pobres muchachas?

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Rowengreen suspiró con resignación. Como siempre, Eugene respondió con indiferencia, sin mostrar ni una sola fisura. Al verlo, volvió a chasquear la lengua.

—Si mostrara la mitad de la mitad, no, la milésima parte de la amabilidad que le dedica a la señorita Hari, no habría ni una sola dama llorando por su culpa.

Es capaz de comerse a la fuerza ese espantoso pastel de fresa solo por complacerla, pensó para sus adentros, pero se guardó el comentario. Sabía perfectamente que Eugene mentiría como siempre, diciendo que “en realidad, le gusta ese pastel”. Aunque no era mentira, se negaba a creerlo. ¿Cómo iba a ser remotamente posible que a ese hombre de hielo le gustara un pastelito de fresa tan adorable? No le quedaba en absoluto.

—Deja de decir tonterías y vete a casa.

—Un momento. ¿No piensa llevarme en su carruaje?

—Yo voy directo a la mansión. Resuelvelo tu mismo.

Dejando atrás a Rowengreen con una expresión de traición en el rostro, Eugene subió al carruaje y cerró la puerta sin miramientos.

La luz del exterior se reflejaba tenuemente en sus ojos oscuros mientras miraba por la ventana. El carruaje avanzaba en silencio. A medida que la mansión Ernst se acercaba, una sombra de vacilación aparecía en su rostro. Por un instante, debatió si dar media vuelta y alejarse. Pero no fue más que un pensamiento fugaz.

Pronto, el carruaje cruzó la puerta principal y llegó a la mansión. Eugene inspiró profundamente, exhaló y bajó. Era muy tarde, y todo estaba en silencio. El aire nocturno, cada vez más frío a medida que avanzaba el otoño, le rozó las mejillas.

Abrió la puerta sigilosamente y entró. A pesar de haber necesitado armarse de valor para hacerlo, hoy no había nadie esperándolo, lo que restó importancia a su esfuerzo. Un ligero suspiro escapó de sus labios.

Parece que hoy se ha dormido temprano. Hari solía esperarlo despierta, pero muy de vez en cuando, el sueño la vencía. Cuando eso ocurría, a la mañana siguiente la encontraba con el ceño ligeramente fruncido, como si algo le molestara.

Sus pasos se dirigieron hacia las escaleras. No sabía cuánto tiempo más tendría que enfrentarse a ella con este sentimiento. Aunque una parte de él se sentía aliviada por no tener que verla en ese momento, otra no podía evitar sentir una extraña decepción.

Sin embargo, sus pasos se detuvieron al subir las escaleras.

En el sofá del área de descanso del pasillo, vio una melena plateada desparramada. El espacio estaba justo frente a las escaleras, por lo que fue lo primero que vio al subir. Se quedó inmóvil por un momento antes de acercarse lentamente.

Hari dormía en una postura incómoda, acurrucada en el sofá. Debía de haberse quedado dormida hacía poco; ni el mayordomo ni los otros sirvientes la habrían dejado dormir en un lugar así.

Su rostro, bañado por una luz tenue, parecía pálido. Sus largas y pobladas pestañas proyectaban una sombra sobre sus mejillas. Sus labios, entreabiertos al compás de su respiración suave y acompasada, eran de un rojo intenso.

Eugene se quedó de pie, observando su rostro dormido con una sensación de aturdimiento. Ignorando la sed abrasadora que sentía, se frotó la cara con las manos. Cuando las bajó, el rostro que mostraba era de nuevo el del hermano mayor afectuoso de siempre.

Un suave susurro salió de sus labios.

—Hari.

En el pasado, la habría tomado en brazos para llevarla a su habitación. Pero ahora, no podía. Desde hacía un tiempo, Eugene era incapaz de tocar a la persona que tenía delante con facilidad. Fue después de que los sutiles sentimientos que había estado experimentando crecieran como una bola de nieve, hasta que finalmente, la alarma de peligro comenzó a sonar en su cabeza.

—Hari.

Pero ella parecía estar muy cansada y no abrió los ojos a pesar de sus repetidas llamadas.

La mano de Eugene, que colgaba a un costado de su cuerpo, tembló. Nadie en el mundo podría adivinar cuántas capas de duda y conflicto se escondían en ese simple gesto.

Al final, Eugene perdió la batalla contra sí mismo.

Su mano fría se extendió muy lentamente. La alarma en su cabeza sonó más fuerte que nunca, pero esta vez la ignoró, fingiendo no oírla.

Finalmente, la punta de sus dedos rozó una piel cálida. Sobresaltado, se retiró por un instante, pero volvió a acercarse. Sus dedos rígidos se deslizaron por la suave mejilla de ella.

Y en ese momento, por fin, lo comprendió. Comprendió qué era esta terrible emoción que lo había estado atormentando.

—Mmm, ¿hermano…?

Fue una revelación tan nítida y afilada como si le desgarrara el alma.

Retiró la mano tan lentamente como la había acercado, y esta cayó a su costado. Algo tan caliente como la lava hirvió en lo más profundo de su pecho, anudándole la garganta. Pero, al mismo tiempo, era como una llama fría que le helaba por dentro.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó Hari con el rostro aún somnoliento, tomando su mano con suavidad.

Pero Eugene fue incapaz de devolver el gesto. Sabía que, si le sostenía la mano en ese momento, tomaría un camino sin retorno.

—Justo ahora. ¿Qué haces aquí?

La voz que salió de su boca le sonó más extraña que nunca. A duras penas lograba controlar su corazón, que se agitaba sin tregua como si lo azotara un tifón. Pero en ese instante, más que nunca, debía ocultar lo que sentía.

—La habitación me agobiaba, así que salí un rato y debí de quedarme dormida. Si no me hubieras despertado, me habría pasado aquí toda la noche.

—Por la noche refresca, podrías resfriarte. Ve a tu habitación y descansa.

—Tú también debes de estar cansado. Deberías ir a tu habitación pronto.

No recordaba qué rostro puso al darse la vuelta ni cómo llegó a su habitación. Solo sabía que estaba desesperado, que le costaba un mundo reprimir a la fuerza lo que pugnaba por salir de su garganta.

Y finalmente, cuando estuvo completamente solo, Eugene se derrumbó. De sus labios contraídos escapó una respiración entrecortada, como si se la estuvieran arrancando.

Hacía mucho tiempo, cuando decidió aceptar a Hari como su hermana… Desde entonces, se hizo una firme promesa. Que nunca más soltaría su mano. Que, después de haberla abandonado una vez en aquellas calles frías, jamás volvería a soltar la mano que ahora sostenía.

Pero ahora…

Y ahora, ¿qué es esto?

Eugene se cubrió los ojos ardientes con la mano. Había albergado sentimientos que jamás debió tener, y hacia la persona menos indicada. La cruda realidad, que por primera vez reconocía con claridad, le arañaba el alma con un dolor insoportable. Se sintió tan estúpido y patético que una terrible oleada de autodesprecio lo invadió.

Cuando ella sonreía, él era feliz. El simple hecho de tenerla a su lado hacía que el mundo brillara. Pero, ¿resulta que esos no eran los sentimientos que tenía por ella como hermana?

¿Yo también soy de la familia?

Como si lo estuviera esperando, un recuerdo de la infancia lo hirió dolorosamente.

Por supuesto.

Y la respuesta que él le había dado a Hari sin dudar.

Eres nuestra hermana.

En ese instante, una risa ahogada y rota se escapó de sus labios.

No… No podía ser. No debía albergar esos sentimientos, y menos hacia Hari. Era obvio.

Decirte ahora que ya no te veo como a una hermana…

Era imposible que pudiera decirle algo así. Sabiendo que la familia era lo que Hari más atesoraba en su vida, no podía destruir su mundo con sus propias manos. Si lo hiciera, si la hiciera sufrir, probablemente no se lo perdonaría a sí mismo ni en el lecho de muerte.

Eugene quería ser quien la protegiera, no quien la hiriera. Desde que tomó su mano en la infancia, nunca había contemplado esa posibilidad.

Así que no.

Jamás debía permitir que Hari descubriera estos sentimientos, que eran como un veneno. Aunque tuviera que guardarlos en su interior hasta el día de su muerte, aunque este terrible sentimiento lo consumiera por dentro, nunca lo haría.

Eugene tomó su decisión y apretó los dientes. Las uñas se le clavaron en las palmas, pero el dolor no era tan atroz como el de su propio corazón, aplastado por sus propias manos.

Era una fría noche de otoño. Un día en que el viento desolador se colaba por las grietas de su corazón.

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