Traducido por Den
Editado por Meli
Innumerables mástiles, de madera antigua, se erguían en el río Támesis. En el puerto del imperio británico, se congregaron barcos y buques de todo el mundo, llenos de gente buena y mala. Entre ellos, uno avanzaba a contracorriente.
A lo largo de las riberas del caudaloso canal, las dársenas estaban alineadas junto a los almacenes. El barco de renombre mundial, navegaba con un elegante y veloz movimiento hacia la torre de Londres. Al cabo de poco, llegó a su destino en un astillero situado frente al puente de Londres.
—Nada ha cambiado. Las calles viejas, oscuras y concurridas siguen siendo las mismas —refunfuñó una chica en la cubierta.
Era la capitana del barco y la nieta del exiliado archiduque de Cremona. Habían pasado tres meses desde la última vez que estuvo allí.
—En Londres, el cielo siempre se cubre de nubes. Como si el sol odiara la ciudad —comentó la noble dama mientras fumaba un cigarrillo, llevaba un vestido y el pelo recogido en una coleta.
De niña fue adoptada por unos piratas y se crió en los suburbios. Desconocía que era una princesa hasta que, durante una patrulla en un crucero, su abuelo la reconoció.
—Señorita, permítame bajar del barco primero y echar un vistazo. ¡El muelle parece estar muy congestionado! —dijo un sirviente.
—De verdad, ¡qué lentos son! —se quejó ella.
Miró más allá de la cubierta. Había una barca pequeña que maniobraba sin problemas entre los grandes buques. A bordo iban los maleteros y los miembros de la tripulación.
—¡Oye! ¡Dejadme ir también! —gritó tras meditarlo un momento.
—¡Señorita!
Nervioso, el sirviente se apresuró a detenerla. Sin embargo, Lota hizo un gesto enérgico y, tras confirmar que la barca se había detenido, bajó las escalerillas de cuerda que se amontonaban en la cubierta. Cruzó sin dudar las barandillas, con ágil precisión. Y ante la mirada de sorpresa de todos los presente, saltó a la barca.
—Lo siento, ¿podemos irnos?
Los hombres de la barca sonrieron y empezaron a remar.
—Jovencita, su barco es magnífico —dijo un anciano tuerto—. ¿El hombre que compró el barco militar es parte del gobierno?
—Sí, es muy conocedor al respecto —repuso ella.
—Este anciano sabe reconocer un barco militar de un vistazo —habló otro hombre.
—Ah, entonces, ¿es exmilitar? —preguntó Lota.
—No, los barcos militares lo perseguían —se burlaron entre risas, los otros hombres.
—Piratas —contestó Lota y rio con ellos sin pudor.
—¿A la señorita también le interesan los piratas?
—Ah, es que también soy pirata.
—Qué interesante.
—Gracias.
Lota estaba inmersa en el ambiente jubiloso. Entonces, sus ojos se fijaron en el extraño cartel de un barco que flotaba en medio del río.
—¿Qué es eso?
—Se hace llamar Arca de Noé. Le interesa en especial a los ricos —le respondió de forma cordial el anciano. Al parecer sentía que Lota era uno de ellos.
Ya veo.
En el cartel del Arca de Noé, había una cita del Antiguo Testamento de la Biblia pintada a color.
El barco no era cuadrado como otros, más bien parecía un velero. Las ventanas estaban tapiadas, por lo que no podía ver el interior y daba la impresión de que ocultaba algo.
—¿Es resistente a grandes inundaciones?
—Quién sabe. Se rumorea que se acerca el fin del mundo… Que para salvarnos, debemos trabajar juntos. Ah~
—¿En serio existe tal rumor? —preguntó Lota, viéndose obligada a mirar a los hombres que se echaron a reír a carcajadas.
—Ese tipo está mal de la cabeza. «Pronto, el martillo de Dios caerá sobre las calles putrefactas de Londres». Ese chiflado cree en esas palabras y las predica donde y cuando quiere.
El Arca de Noé, la embarcación trataba de imitar la historia: Noé acató la voz del Señor, quien, colérico, desató el diluvio universal, no sin antes advertirle que se refugiara en el arca.
Lota tenía un mal presentimiento, pero se olvidó de ello en cuanto la barca llegó a tierra.
Bajo el nebuloso cielo, se alzaban edificios grises rodeados de calles decadentes. Sin embargo, en la capital del imperio británico, su gente rebosaba vida.
♦ ♦ ♦
A unos noventa y cinco kilómetros al norte de Londres, junto a la Universidad de Cambridge, había un pueblo cerca del nacimiento del río.
Allí, Edgar buscó al minerólogo Carlton. El pueblo contaba con varias universidades independientes juntas.
Habiéndose licenciado a temprana edad, el profesor Carlton enseñaba en la Universidad de Londres, pero debido a su participación en una reunión de autoridades de historia natural, viajó allí.
Edgar lo había esperado en el pueblo durante una semana. Sin embargo, el profesor huyó a Londres antes de que tuviera la oportunidad de verlo, al parecer, intuía que pretendía solicitar la licencia de matrimonio de su única hija.
Tras ese incidente, Edgar volvió a visitarlo. Estaba decidido a no dejar escapar de nuevo al profesor.
—¿Qué pensará el profesor sobre este asunto? —murmuró Edgar, para sí mismo, ignorando el paisaje pastoral.
Iba en su carruaje hacia la estación, con destino a la universidad. A su lado, su joven ayudante tenía una expresión pensativa.
—Es muy probable que el profesor crea que algunos nobles no son hombres dignos —respondió, después de un momento.
—¿Los nobles no son dignos?
—Esa permisividad con las mujeres, la falta de duda en matar a otros por el bien de su reputación, los actos viles fuera del alcance de la ley… Muchos nobles piensan que eso está bien, ¿no? —respondió de mala gana el ayudante, siempre corto de palabras.
El profesor Carlton era un famoso erudito que tenía conexiones con muchos aristócratas. Nunca tuvo prejuicios contra estos, pero eso no significaba que los considerara dignos de confianza. Por lo tanto, nadie en su sano juicio permitiría que su hija se casara con un noble.
—Pero Raven, yo no haría eso, ¿cierto?
El conde Edgar Ashenbert, de apariencia impecable y modales elocuentes, era conocido por ser un hombre rodeado de muchas amantes, que siempre coqueteaba; alguien que mataba a sangre fría a cualquiera que se interpusiera en su camino. Quizás no era consciente de la mayoría de las personas, incluidos el profesor y sus propios ayudantes, pensaban de él, por eso, declaró con confianza:
—Si Lydia se casa conmigo, estoy dispuesto a cambiar aún más.
Por fin había logrado convencer a Lydia, que siempre huía de él, así que ¿ahora cómo iba a convencer a su padre?
Para reunirse con el profesor, contactó con el Consejo de Investigación de Historia Natural del Trinity College [1] e ingresó en una conferencia especial.
Casi al final del discurso, el profesor Carlton se paró en el podio de la gran sala de conferencias llena de estudiantes.
—¿Alguna pregunta?
Edgar, que esperaba esas palabras, se levantó al instante. El profesor se quedó boquiabierto, se puso rígido.
—Profesor Carlton, le ruego que acepte mis saludos cordiales…
—Ah, espere un momento, estoy dando una conferencia…
—Por favor, entrégueme la mano de su hija en matrimonio.
—Ah, ah, ya sé, ¡ya sé! Debe esperar un poco más para tratar ese asunto. Haré tiempo para discutirlo con usted. Se lo prometo…
—Muchas gracias.
Edgar sonrió contento mientras volvía a sentarse. En cambio, el profesor sudaba frío. Las gafas se le deslizaron por el puente de la nariz y sus hombros cayeron cansados.
Así, Edgar por fin tuvo la oportunidad de hablar cara a cara y con tranquilidad con el padre de Lydia aquella tarde.
El profesor lo recibió en su dormitorio. Como normalmente no se daba cuenta de cuándo se dormía, estaba despeinado. Con los dedos, se rascaba el cabello como para hacer evidente sus preocupaciones por su única hija, a la que trataba como un tesoro. Era comprensible. Sin embargo, también era uno de los tesoros irremplazables de Edgar.
Edgar le dedicó una sonrisa amable, la que por lo general mostraba a los demás, estaba decidido a convencer al al padre de Lydia.
—Profesor, ha sido una conferencia maravillosa. Espero oír muchos detalles al respecto, ¿hay más?
—Me halaga, conde.
El profesor parecía querer terminar rápido con la conversación.
—Si en el futuro se presenta la oportunidad de que…
—Ah, no. Perderá interés sobre este asunto en el futuro.
—¡Por favor, permítame casarme con Lydia! —confesó Edgar desesperado, mientras el profesor se reclinaba en el asiento—. Ella ya ha aceptado casarse. Sé que debía preguntarle a usted primero, como su padre. Es la etiqueta básica. Sin embargo, no podía esperar a confirmar su respuesta. Me disculpo por invertir el orden.
—Jaa —suspiró el profesor.
La mejor estrategia era no darle tiempo a considerarlo, por lo que Edgar anunció una cosa tras otra sin cesar.
—Lydia está en su casa, en Escocia. Se vio obligada a regresar con Kelpie… Se trata de una historia demasiado larga de explicar. ¿Sabía que fue Kelpie quien la llevó al reino de las hadas?
El profesor asintió, asustado.
—No permitiré que se convierta en la novia de Kelpie. Por favor, déme su consentimiento para traerla de vuelta en nombre de su matrimonio. Si lo acepta, nos convertiremos en una pareja oficial y la magia del hada se debilitará y se desvanecerá.
—Me temo que no podemos hacer nada cuando se trata de hadas —afirmó el profesor, tratando de mantener la compostura—. Lydia puede arreglárselas sola. Por tanto, conde, le pido que reconsidere su petición.
Era un hueso duro de roer, a pesar de que usó el peor escenario, el profesor estaba acostumbrado a ello. Al parecer, no fue el método adecuado para conseguir su objetivo.
El profesor colocó las manos en la rodilla y se mostró decidido.
—Para ser sincero, creo que aún es muy pronto para que Lydia se case. No obstante, si ella de verdad lo desea, no puedo impedírselo… Es solo que… Lo que diga a continuación puede sonar grosero, pero… no confío en usted.
—Quiere decir que, aunque ella piense casarse conmigo, ¿sigue siendo un no?
—No, en absoluto… Es mi hija. Me he percatado de que ella le gusta mucho. Sin embargo, no puedo confiar en si usted, conde, es sincero.
Estaba siendo obstinado. Lydia lo describió como un hombre sin estilo para vestir y despreocupado de todo aquello que no estuviera relacionado con sus piedras preciosas. Pero Edgar creía que era más perspicaz de lo que aparentaba. Podía ver las cosas tal y como eran; además, era una persona amable, como su hija.
—¿Desconfía de mí por los rumores sobre las mujeres que me rodean?
—No, ah, eso… puedo entender un poco que un hombre soltero tontee. Eso es otra historia. Sin embargo, es sentido común elegir como pareja a alguien de su misma clase. Puede que tenga una impresión favorable de Lydia, pero como conde, debería considerarlo. Solo después del matrimonio llegarán a conocer la verdadera naturaleza del otro. Además, ella es terca y le encanta discutir. De solo imaginarlo creo que es bastante desafortunado.
—La terquedad no es un problema. Casarse con alguien de clase diferente tampoco es raro.
—Sí, siempre que el compromiso les garantice obtener más prestigio o aumentar sus bienes; caso contrario, el noble solo se empobrece. Aunque la familia Carlton pertenece a la clase alta, no tenemos bienes ni somos de linaje noble; no poseemos algo para aportar a la familia de un conde.
—La familia Ashenbert lleva siendo una familia de condes desde hace mucho tiempo. No es lo mismo una aristocracia de un año de historia que una de doscientos años. Quienquiera que la calumnie, no puede cambiar este hecho. Aunque, ciertamente, tampoco tengo la intención de permitir que nadie lo haga.
Al parecer, Edgar había considerado todo. El profesor Carlton se ponía cada vez más nervioso y se paseaba de un lado a otro para reprimir sus emociones.
—Profesor, lo que en verdad le preocupa es que conseguí un título que no me pertenece y que no conoce mis intenciones, ¿cierto?
El profesor ya sabía cómo Edgar ganó el título de Conde de las Hadas. De todos modos, este no pretendía ocultarlo.
—No puedo renunciar a ella. Es por esa razón que he venido hasta aquí a resolver todas sus dudas.
El profesor fijó la mirada en la ventana. El atardecer bañaba con un brillo deslumbrante la cebada. Entrecerró los ojos y volvió a dirigirse a Edgar:
—Conde, ¿le gustaría salir a dar un paseo? —le preguntó en un tono suave.
El atardecer tiñó el nacimiento del río de un color dorado. Los estudiantes practicaban la vela, sus sombras se movían bajo la luz.
El profesor Carlton atravesó el patio interior del colegio, se movía por los edificios con familiaridad y rapidez. Cruzaron un puente pequeño y caminaron a lo largo de la ribera.
—Lydia nació en este pueblo. Yo vivía aquí con mi esposa en el Trinity College.
Edgar, que se preparó para que lo bombardeara con preguntas, se sorprendió por sus palabras. Contempló un momento el rostro del profesor, que sonreía.
—Lydia ya se ha olvidado de este lugar. Solo era una niña. Luego, la Universidad de Edimburgo me contrató y regresamos a nuestro antiguo hogar en Escocia.
Allí fue donde el profesor pasó sus días de colegio con su mujer, que esperaba un hijo. El lugar estaba lleno de recuerdos. En esa época, paseaba con su familia a lo largo de la ribera.
—Nada más ver a Lydia, supe que había crecido bañada en el amor de sus padres —Edgar sonrió, nostálgico.
—Conde, usted también debe haber crecido bañado en amor.
¿Es así…?
Vivió en una enorme mansión, bordeada de árboles y lagos. Salvo los días en que se celebraba una fiesta, el lugar era tranquilo.
Edgar solía estar rodeado de niñeras, tutores y sirvientes. Sus padres a veces también se ocupaban de él, ya fueran estrictos o amables.
—Mi padre era un hombre serio y de pocas palabras. Nadie podía descifrar qué pensaba. Creo que le di muchos problemas. Mi carácter inocente e ingenuo se parecía al de mi abuelo. En definitiva, fui un hijo difícil de disciplinar.
En esos días ordinarios, no tenía preocupaciones ni era infeliz.
—Mi madre poseía una sonrisa preciosa y amable. La recuerdo siempre así. Mis padres me dieron la mejor vida. Eso también era amor —explicó con naturalidad.
Ese era su verdadero yo.
No había nacido en una familia corriente. Lo educaron como el primogénito del duque. A temprana edad, se le concedió un título y comenzó a relacionarse con aristócratas viejos, astutos y escurridizos. En tales intercambios, él no podía ser descuidado ni bajar la guardia.
Luego, tras la tragedia, aprendió a vivir desde lo más bajo, a no perder su orgullo de noble, a comprender que necesitaba guiar a sus compañeros para resistir contra Príncipe.
Durante la conversación, él y el profesor se despojaron de sus posiciones, la pesada armadura de sus creencias e identidades. Estaba un paso más cerca de su verdadero yo.
Al socializar y estar en contacto con estudiantes tan jóvenes como Edgar, el profesor gozaba de una experiencia enriquecedora que le ayudaba a conversar con comodidad.
Edgar se sentía increíblemente feliz.
—Sus padres fallecieron muy pronto.
—Sí, cuando tenía trece años.
—Es noble de nacimiento. Lydia también lo sabe, ¿cierto?
Edgar asintió.
—En esa época, me llamaba Edgar Leeland, marqués de Mordang. Mi padre era el duque de Sylvainford.
—El duque de… —El profesor intentó encontrarle sentido a toda aquella situación—. Entonces, ¿no debería ser el duque de Sylvainford?
—La mansión se incendió. Mis padres, parientes, compañeros cercanos y los sirvientes estaban allí. Todos sufrieron una trágica muerte. También me dieron por muerto. El título de duque de Sylvainford, el puesto sigue vacante.
—Pero está vivo.
—No tengo pruebas. El fuego fue una conspiración. El enemigo me sacó a tiempo del incendio, en un intento de hacerse con mi título. Pero logré escapar de sus manos y ahora sigo luchando contra él. Incluso cuando lo descubrió, Lydia dijo que siempre me apoyaría.
El profesor soltó un largo y fuerte suspiro. Lydia estaba muy implicada en esa guerra.
—Así que esa es la razón por la que Lydia hace esto… Creo que ya lo entiendo un poco más. Usted atrae a muchas mujeres, sin embargo, no es fácil entenderle.
Una barca navegaba por el río, creando ondas en la superficie del agua. El profesor se detuvo y observó el horizonte.
—Conde, no importa quién sea, solo tengo una petición para permitir que se case con Lydia. ¿Puede dar un paseo con ella y contemplar el atardecer? Mientras pasean uno al lado del otro, ¿puede hacerla sonreír?
Al atardecer, el cielo se enrojeció. Edgar imaginó a Lydia sonreír y su pecho comenzó a arder. Sus ojos brillaron con anhelo. Hace tiempo, ese era un sueño inalcanzable. No obstante, ahora, confiaba en que podía lograrlo.
Desde que conoció a Lydia, no supo cuándo empezó a creer que, mientras ella estuviera con él, podía ser una persona corriente y ser feliz.
Así era Lydia. Pasara lo que pasara, era amable y compasiva. Con su amor por las hadas y la naturaleza, encontraba la felicidad en las cosas pequeñas y sutiles del día a día. Tenía la amabilidad de su padre, el profesor Carlton, y había heredado el título de doctora de hadas de su difunta madre. Creció bajo su amor y cuidado.
Ella no esperaba ser infeliz en la vida. Si Edgar no podía darle más de lo que el profesor podía, no era apto para pedirle matrimonio. Aunque comprendía esa verdad, no podía controlar la desbordante esperanza que sentía en su interior.
—Me gustaría agradecerle a Dios y a ustedes por haberme concedido el honor de conocer a Lydia. Aunque considere imprudente casarse en este momento, ella sigue siendo indispensable para mí. Me he dado cuenta de que ya no puedo luchar solo.
Callado, el profesor se volvió despacio hacia Edgar.
—Ya sé lo que quiere decir —habló con cautela, mirándolo con calma—. Aun así, si me permite, déjeme pensarlo un poco más.
—¿Cuándo recibiré una respuesta?
El profesor sacó un papel doblado.
—Lydia me pidió que investigara una fluorita especial llamada Freya, que usted le entregó hace unos días. ¿Eso era lo que quería saber?
—Lydia… ella… ¿por mí…?
—Circulan rumores siniestros sobre el mineral. A decir verdad, no deseo que Lydia se involucre en este tipo de cosas. Un doctor de hadas no es un mago. Por eso, en la práctica, preferiría que estuviera con un hombre que no librara una batalla de magia… Aunque Lydia quiere hacer lo mejor para usted, por favor, considere mi miedo como padre.
Edgar aceptó de buen grado las palabras del profesor.
Por su culpa, Lydia sufrió mucho. En Londres, la secuestró para robar una reliquia familiar escondida. Así, se embarcaron en una búsqueda del tesoro muy peligrosa. Fue horrible.
Al recordar acontecimientos tan desafortunados, sacudió la cabeza como para borrarlos de su cabeza.
Tras ese incidente, Lydia pasó la Semana Santa con su padre en Londres y volvió a Escocia. Recuperó su vida tranquila.
Nunca volvió a verlo después de que recibiera la espada de las merrow y ganara el título de Conde de las Hadas del país. Él ya no necesitaba de sus conocimientos sobre las hadas, así que era imposible que se encontraran de nuevo. No tenía nada que ver con ella.
Cuando pensó en Edgar, no pudo recordar nada más.
Lydia no se había dado cuenta que olvidó todo lo sucedido desde aquel día: que la contrató y trabajaba para él como doctora de hadas en Londres; que poco a poco le fue gustando; que había aceptado su propuesta de matrimonio, y todas sus vivencias junto a él.
¿Por qué no puedo quitarme este anillo?
La preciosa gema, en su dedo anular, emitía un débil resplandor de color marfil. Parecía hecha a medida y poseer un significado muy profundo.
Sentía que, mientras el anillo estuviera en su dedo, ella permanecería allí, esperando a que apareciera el hombre del compromiso. Pero no recordaba cómo había llegado el anillo a su dedo.
Estaba intranquila.
♦ ♦ ♦
—¿Lydia no me recuerda?
En el tren con destino a Escocia, en un compartimento individual de clase alta, Nico relataba las cosas que había presenciado en casa de Lydia, mientras bebía té.
A petición de Edgar, fue a Escocia e indagó cómo se encontraba Lydia después de que Kelpie se la llevara. Luego, se apresuró a Cambridge, donde estaba él, para verlo antes de que partiera en tren a Edimburgo. Odiaba el tren, pero fue engatusado con té negro y aperitivospara viajar allí.
—No lo recuerda del todo. Kelpie la hechizó con magia negra. Los únicos recuerdos que tiene son los de la Semana Santa del año pasado en Londres. Lo demás ha desaparecido. Quizás solo recuerda la terrible experiencia que supuso recuperar la espada de las merrow.
—Eso… No recuerdo que fuera tan mala.
Pero dejó en Lydia una primera y muy mala impresión de él.
—Con el tiempo, ¿me recordará? —Edgar se reclinó en el asiento, irritado.
Si hubiera vuelto más pronto, quizá habría sido más fácil persuadirla. Pero con la primera impresión que tuvo de él, resultaría mucho más difícil convencerla de que había aceptado la propuesta de matrimonio.
Nico ignoró los problemas de Edgar y saludó con despreocupación al ayudante que estaba a su lado.
—Ah, Raven, más leche, por favor.
Nico parecía un simple gato gris, pero con la pata delantera sujetaba con destreza una taza de té. Solía llevar una pajarita y también se comportaba como un caballero. Para Raven, sin duda era un invitado y lo trataba como tal. Así que el chico de piel morena le sirvió leche.
A Edgar aún le resultaba increíble tal escena, aun cuando se había convertido en el Conde de las Hadas y trabajaba con una doctora de hadas. No obstante, ahora esperaba que, en el futuro, pudiera seguir presenciando cosas como esa de forma cotidiana.
—El consentimiento original de la señorita Lydia fue todo un milagro. Es imposible que vuelva a ocurrir —se quejó Edgar.
—Edgar, siembras lo que cosechas.
—Ah, no, está subestimándose —rectificó Raven.
—Lo dijiste a propósito, ¿cierto?
—Por supuesto que no.
Inmóvil, Raven no cambió de expresión. Pero era probable que se sintiera un poco ansioso. No podía entender los sutiles sentimientos del corazón, así que no pretendía hacerse el gracioso.
Sin embargo, para Edgar las palabras dieron en el blanco. Todo era culpa suya.
Con la mano apoyada en la mejilla, contempló el exterior a través de la ventana.
Las cosas acabaron así porque permitió que Kelpie se la llevara para protegerla del peligro. Prometió reunirse con ella en Escocia y aunque no creyó que la recuperaría sin resistencia del hada, no pensó que este usara magia negra.
Según el informe de Nico, Kelpie había construido un muro de magia negra alrededor del pueblo. Lydia no podía salir, ni Edgar, ni el profesor Carlton ni sus amigos podían poner un pie dentro.
Kelpie le había borrado todos los recuerdos de Londres. Lydia había olvidado por completo su vida en la capital y ahora vivía feliz y despreocupada en el pueblo.
Con ese método el caballo acuático se aseguraba que ella se quedara a su lado sin tener que incumplir el contrato.
Ahora, incluso si Edgar encontraba la manera de colarse en el pueblo, Lydia, que no recordaba la propuesta de matrimonio, no accedería con facilidad.
—¡Ese maldito caballo!
Él había prometido traerla de vuelta a Londres y casarse con ella. Debía cumplir su palabra.
—Oye, conde, ¿qué planeas hacer con Lydia? Está bajo la magia de Kelpie, así que ni siquiera la organización de Príncipe puede ir tras ella. Ahora mismo, sin duda está más segura.
Príncipe y su organización le arrebataron todo. La lucha aún seguía, ellos tenían la intención de quitarle lo que más quería y destruir todo a su paso. Lydia se encontraba en grave peligro. Por esa razón, dejó que Kelpie la alejara, a pesar de que ella no quería irse.
Seguía decidido a protegerla, pero no renunciaría a ella. Tenía que convencerla de aceptar de nuevo la propuesta, para convertirse en compañeros en las buenas y en las malas.
Tocó la nota dentro del bolsillo del abrigo. Se la había entregado el profesor. Se aseguró de que el papel seguía ahí y recordó el contenido.
La fluorita de fuego encontrada en el pueblo de Wallcave, Yorkshire, Inglaterra, era de un color rojo amarillento, similar a una llama.
—La diversidad de los colores de la fluorita muestran sus características geológicas —le había explicado el profesor Carlton.
La gente creía que la Freya se había formado a partir de la cristalización de las llamas del Wyrm. Ahora Edgar sabía que la leyenda era cierta.
Para apoderarse de la nueva Freya, Príncipe despertó al Wyrm, que yacía en un profundo sueño. Ese mineral era la fuente de vida de la criatura. Se decía que era la piedra de la inmortalidad. Solo alguien diestro con la magia de las hadas, sería capaz de manejarla.
Lydia le pidió a su padre, profesor de mineralogía, que investigara la leyenda de la piedra. De ese modo, podrían descubrir cómo Príncipe pensaba utilizarla. Pero había un problema. El contenido de la leyenda no era nada fácil de entender. Era pura magia negra. El profesor Carlton tuvo que buscar en libros medievales de hechicería.
Si esa clase de magia existía de verdad, entonces las preocupaciones del profesor no eran infundadas.
Según las leyendas, la poderosa magia de la Freya separaba el alma de la carne. Con ella, era posible transferir el alma a un nuevo cuerpo.
Por ello era considerada la «piedra de la inmortalidad».
Deshacerse del cuerpo viejo y moribundo y colocar el alma en otro. Sin embargo, antes de eso, debía eliminarse el alma del nuevo cuerpo huésped.
El libro hablaba de varios métodos de tortura mediante los cuales se podía lograr ese propósito. Para no dejar cicatrices en el cuerpo, el corazón debía caer en un abismo de desesperación para arrebatar toda voluntad de pensamiento, aniquilando la existencia del huésped y adoptando la del nuevo ser. Así, el cuerpo se convertía en lo que «imaginaban ser».
Un cuerpo joven al que se le adoctrinaba con los hábitos del alma que lo habitaría: el conocimiento, las aficiones y adicciones, los patrones de comportamientos y demás. En otras palabras, cuanto más se pareciera el huésped al alma, mayores eran las posibilidades de tener éxito.
El maltrato que sufrió Edgar y la educación punitiva que recibió fueron para contener a Príncipe, un ser con más de cien años de vida. Quizás este ya había usado ese método para obtener un nuevo cuerpo.
Por eso, usó a Ulysses para controlar la magia del dragón de Freya. Él, como descendiente del Conde Caballero Azul, poseía la poderosa habilidad para controlar la magia de las hadas. No obstante, al ser el hijo de una concubina, no pudo heredar el título de conde, aun cuando se trataba del único descendiente.
Ahora que Príncipe era viejo y no podía moverse con libertad, debía estar ansioso por obtener un cuerpo nuevo. Sin embargo, Edgar, que iba a ser su recipiente, huyó.
Príncipe había planeado capturarlo, pero a juzgar por los últimos acontecimientos, ahora tenía pensado matarlo. Ese cambio rápido indicaba que quizás había encontrado otro «recipiente».
Edgar debía detener sus planes si quería proteger a Lydia y a sus amigos.
—Nico, planeo reunirme con Lydia. Aunque digas que debería quedarse donde está, es solo porque le tienes miedo a Kelpie.
—Si me descubre esta vez, me arrancará la cola a mordiscos.
Como Nico era un hada y podía evadir la magia de Kelpie, Edgar solo le pidió que observara cómo estaba Lydia. Sin embargo, parecía que solo quería huir del caballo acuático después de descubrir lo cruel que podría ser con él.
—Deja que te coma la cola, así puede que tengas la oportunidad de sacar a Lydia. Te compraré una cola de zorro como reemplazo.
—¡No quiero! ¡Mi cola es la mejor del mundo!
El gato se aferró a la cola gris con las patas, como si temiera que se la arrebataran en ese mismo instante. No pudo evitar echarse a llorar.
—Era broma. En cualquier caso, debo pensar una manera de romper la magia de Kelpie.
Nico se acarició la cola, aún disgustado, mientras miraba a Edgar.
—Hay una forma de que puedas entrar al pueblo. Pero debido al muro de magia negra, Lydia no puede salir. Además, este método solo puede hacerse una vez y cuando se pone el sol.
Las condiciones no eran muy buenas. Aun así, si podía reunirse con Lydia, no había otra opción.
—¿De qué se trata?
—Tienes que conseguir que un residente te invite a entrar.
[1] El Trinity College es uno de los colegios que constituyen la Universidad de Cambridge. Tradicionalmente, se le ha considerado como el más aristocrático de los colegios de Cambridge y, por lo general, ha sido escogido como institución académica para la familia real británica.
Va a engatusar a una chica para entrar y se armará un enredo 🙄