Traducido por Den
Editado por Meli
(1) Lo que deseo olvidar
Coro, Londres
Desde la mañana, damas y caballeros se reunían bajo el prominente abeto del parque, rodeado por el desolado e invernal bosque, para escuchar los villancicos que cantaban con entusiasmo los niños. Todos usaban los mismos abrigos nuevos de invierno.
Sus voces penetraban en el cielo nublado. Pero el temblor en ellas era la prueba que le demostraba al público que habían practicado con diligencia para ese día.
—Lord Ashenbert.
Edgar se dio la vuelta. Sus ojos se encontraron con una dama que usaba una bufanda de piel de zorro y un broche de perlas. La saludó con una cálida sonrisa cuando se acercó a él.
La dama se sonrojó cuando contempló el cabello dorado de Edgar. Agachó la mirada, avergonzada. No obstante, conservó la sonrisa en sus labios y, de forma adorable, juntó las manos.
—Milord, gracias por participar en esta donación. Gracias a usted, los niños del orfanato podrán pasar una cálida Navidad.
Quienes cantaban de todo corazón eran huérfanos. Y las damas y los caballeros que se habían reunido ahí, habían ido a hacer una donación por Navidad.
Sí, era Navidad. Y la sociedad de la clase alta, que vivía con gran extravagancia, intentaba expiar sus culpas donando una pequeña cantidad de dinero, realizando muchas obras benéficas y altruistas privadas.
Eso permitía que todos pasaran una Navidad tranquila y reconfortante.
—Me alegro de haber podido ser de alguna ayuda, señorita Emily. De hecho, su devoción hacia esta obra benéfica me conmovió.
—Ay, no, no es nada… Lo que puedo hacer por los niños es limitado, como visitarlos de vez en cuando y leerles libros. Aún siento que debe haber algo más que pueda hacer por ellos.
—Es una santa.
Cuando entornó sus ojos color malva ceniza, como si estuviera conmovido desde el fondo de su corazón, las mejillas sonrosadas de la señorita Emily se enrojecieron aún más.
Edgar era muy consciente de cuál era su imagen ante los demás. Gozaba de una buena apariencia y sabía cuándo era el momento oportuno para mostrar su educación en el arte del diálogo.
Creía que no existía ninguna mujer que no lo encontrara simpático en su primer encuentro. Además, tampoco le era difícil actuar para que eso sucediera.
No hacía mucho tiempo que conocía a esa heredera, pero ya estaba perdidamente enamorada de él. Y como no le resultaba desagradable, podía aparentar cuando era necesario.
—Hmm… ¿le gustaría pasarse por la fiesta de té que se celebrará después? Hemos organizado un pequeño espectáculo.
—Claro —respondió y ella sonrió con alegría.
Ante su reacción, tuvo un buen presentimiento. A partir de ahora, todo iría según sus deseos.
Encontraba divertido y, a la vez, adorable que una joven criada en una buena familia cambiaba de actitud al enterarse de que era un noble. Porque se suponía que a dicha dama le habían enseñado que no prestara atención a un hombre de una clase social diferente a la suya.
La señorita Emily no tenía ni idea de lo que Edgar había hecho en Estados Unidos.
—Ah, lord Ashenbert, no sabía que le interesaba ayudar a los niños más desafortunados —los interrumpió una voz.
Emily salió de su ensoñación al ver a la deslumbrante noble con olor a rosas. Era la flor de la sociedad, aquella que cautivaba la mirada de todos con su brillante belleza y que destacaba incluso en el frío ambiente rodeado de árboles.
Ante la aparición de dicha mujer, la dama más joven agachó la cabeza como si cediera ante la más poderosa, hizo una pequeña reverencia y se retiró.
—Me gustan los niños.
—Ah, ¿incluso los chicos?
—Marquesa Blanwick, por favor, no tergiverse mis palabras puras. Hoy es Navidad.
—Si realmente ama a los niños, debería apresurarse y casarse.
—Sí, en cuanto elija a mi novia.
—Entonces, debo haberlo interrumpido. ¿La dama de hace un momento era su objetivo?
—Quién sabe —contestó y ella se llevó su mano enguantada a la boca para ocultar su sonrisa.
Su simple gesto llamó la atención de los hombres a su alrededor. Se habían convertido en el centro de atención.
Una hermosa mujer que conversaba con el atractivo y joven conde, el cual era el corazón de los escándalos de sus conocidas.
Las miradas se desviaron hacia los niños, cuando terminaron de cantar los villancicos. Los presentes aplaudieron, y ambos comenzaron a alejarse de la multitud.
—Esa era la señorita Emily de la familia Postner. Es diligente en sus actividades benéficas y, sobre todo, una joven que quiere hacer lo correcto por su higiene moral. Estoy segura de que no permitiría ningún vicio indecente como el adulterio.
—Soy un hombre que prefiere ponerla celosa. Tener una esposa demasiado tolerante no es de mi gusto.
—Me pregunto si solo terminará en celos.
—Ese es el problema.
La señorita Emily no dejaba de mirarlos como si estuviera preocupada. Fingiendo no darse cuenta, Edgar le dedicó una elegante sonrisa a la marquesa.
—¿Lo compruebo por usted? Puede averiguar si su amor se desvanecerá al instante o si está tan enamorada que se pondrá celosa.
Se detuvieron junto a un arbusto y se giró para mirar a Edgar. Acercó su rostro al suyo como harían los amantes, y le susurró al oído:
—O si no es la mujer que busca, ¿no sería mejor decirle que no tiene ninguna esperanza?
—¿Es por mi bien? ¿O porque desea alejar al joven amante del que se ha cansado?
Aparte de Emily, Edgar tenía la sensación de que otro par de ojos lo observaban. El joven, del que se rumoreaba que tenía una relación con la marquesa Blanwick, seguía todos sus movimientos desde una esquina. Era el único que lucía desesperado mientras se oían risas y voces emocionadas en el centro del parque, donde se repartían té con leche caliente y regalos a los niños.
—¿Está mal por mi parte hacer algo así?
No odiaba a las nobles casadas que disfrutaban del romance como si fuera un juego, ya que también podía sumarse.
Si ambos fingían ser íntimos y mostraban uno o dos besos, el pobre joven se daría cuenta de que había perdido por completo el favor de la marquesa.
Sería grato y divertido. Era tan claro como el agua que ella quería a alguien con quien jugar, así que, si aceptaba su invitación, Edgar no se aburriría en absoluto esa noche.
Un lío de una noche con una hermosa mujer sin conflictos posteriores no era una mala idea.
Sin embargo, si seguía haciendo esas cosas, Lydia no regresaría con él.
Su prometida, la mujer con la que quería casarse, no le creyó cuando le prometió que no la engañaría. Es más, pidió sus vacaciones de Navidad y volvió a su casa en el campo. Y él se preguntaba qué estaría haciendo en Escocia. Trataba de no pensar en ella, pero no podía evitarlo.
—Agradezco su oferta, milady. Pero creo que no cumpliré sus expectativas.
—Oh, qué desafortunado —respondió sin parecer decepcionada en absoluto—. En ese caso, le pediré ayuda en otra ocasión, lord Ashenbert.
Se mostró tan indiferente que Edgar quería alegar que tener una relación con una mujer como ella no debería considerarse ni siquiera una aventura, pero eso no convencería a Lydia.
♦ ♦ ♦
Rocas de las hadas, Escocia
En un pueblecito al sur de Edimburgo, había enormes rocas erigidas en el suelo detrás de las hileras de casas junto a la iglesia.
Se decía que aquellas rocas solitarias eran de tiempos prehistóricos y habían sido levantadas en esas llanuras cubiertas de hierba, en las afueras del pueblo y en las cumbres de las colinas. Pero como las rocas de la planicie eran las más cercanas a la casa de Lydia, había sido el patio de juegos perfecto cuando era niña.
La zona estaba envuelta en una energía misteriosa que conectaba el mundo de las hadas y el reino humano. Allí, las rocas mitigaban la energía, alguien debió reconocer esa distorsión de poder por eso colocó las poderosas rocas. Esa teoría tranquilizaba a Lydia, al pensar que alguien como ella no era nada peculiar.
Gracias a eso, podía creer que era necesaria en el mundo humano, pues era capaz de ver hadas —las cuales se consideraban una fantasía en la sociedad humana— y poseía la habilidad de comunicarse con ellas como doctora de hadas.
Sin embargo, antes de que descubriera que muy pocas personas podían ver a esas criaturas, Lydia había estado jugando con las que revoloteaban alrededor de las rocas, pensando que todos los niños lo hacían.
Cuando salía a jugar, se adentraba en el reino de las hadas y desaparecía de la vista de todos. Su padre siempre la buscaba, desesperado. En cambio, su madre la encontraba de inmediato.
De niña siempre se preguntó por qué era así, pero cuando maduró, y ya habían pasado varios años de la muerte de su madre, se dio cuenta de que ellas podían ver un mundo que su padre y los habitantes del pueblo no.
Tras oír el sermón en la iglesia, Lydia visitó la llanura yerbosa.
Era la mañana de Navidad.
No pudo encontrar ningún hada, por lo que pensó que debía ser la hora en que dormían o que quizás estaban escondidas por la fecha.
Caminó hasta el otro lado del círculo y se apoyó en el muro de piedra.
Ese lugar era tranquilo y relajante. Cuando iba ahí, sentía que ese enorme, cariñoso y magnífico planeta, la aceptaba. Sentía que la engullía junto con el mundo de los humanos y el reino de las hadas, y hacía que sus preocupaciones parecieran pequeñas e insignificantes.
Mis preocupaciones…
La raíz de su inquietud era el anillo de compromiso de piedra lunar que llevaba en el dedo anular y en el que sus ojos siempre se fijaban. Seguía comprometida con Edgar por capricho suyo, y ahora no podía quitárselo.
El anillo no era visible al ojo humano debido a la magia de las hadas, pero en ese momento deseaba que ella tampoco pudiera verlo.
Ya que no soy la amante de Edgar.
Cuando estaba en Londres, se sentía reconocida como doctora de hadas. Tanto, que se había olvidado de las rocas. Sin embargo, ahora quería olvidarse de él.
—Oye, no hay nadie aquí.
Oyó una voz y giró la cabeza hacia la dirección de la que provenía. No se había percatado de que había dos jóvenes de pie al otro lado de las rocas. Al parecer, la sombra de éstas la ocultaban o quizás había entrado al otro mundo.
—Qué extraño. El señor Carlton dijo que la encontraríamos por aquí y que la lleváramos de vuelta.
¿Quiénes son?, pensó Lydia.
Tal vez su padre ya había terminado su charla con el pastor de la iglesia y había enviado a buscarla.
—Oye, ¿qué clase de chica es esa tal Lydia? ¿Es guapa? —preguntó uno de los hombres al otro.
—Hmm, ¿puede que no?
¿Qué?, frunció el ceño y dudó en salir al encuentro de los desconocidos, pero en silencio, les echó un vistazo.
—Andy, no la has visto desde hace varios años, ¿cierto? Si te encontraras con tu amiga de la infancia, ¿no desearías que se hubiera vuelto muy hermosa?
¿Andy? ¿El tercer hijo del pastor?
—Dices amiga de la infancia, pero no nos llevábamos bien, no éramos cercanos ni nada por el estilo.
Después de examinarlo con detenimiento, se dio cuenta de que su rostro, con expresión de aburrimiento, y su forma de hablar lenta le resultaban familiares.
Recordó que había ingresado en un internado muy lejano, por lo que hacía tiempo que no lo veía en el pueblo. Era posible que hubiera regresado a casa por Navidad en varias ocasiones, pero como no eran cercanos, no se reunían.
—Es una chica rara, así que no se juntaba con los demás en el pueblo.
—¿Qué quieres decir con rara? —preguntó con curiosidad el hombre, era un joven joven enérgico con rasgos faciales marcados.
—Afirma que puede ver a las hadas. Su madre procedía de una región muy rural del país y hacía cosas parecidas a las de un mago.
No era una maga, era una doctora de hadas.
—¿Y qué harías si fuera bonita?
—¿Qué quieres decir con qué haría?
—Seguirás viviendo en una escuela de hombres, pero durante las vacaciones, puedes pasar tiempo con una mujer. Las chicas guapas que vimos en el servicio litúrgico ya estaban comprometidas. Dondequiera que vayas, las guapas ya estarán pilladas. No obstante, esta chica de la que hablas… Si es quién dices que es, probablemente todavía no está cogida. Andy, si no estás interesado en ella, déjamela. No puedes retractarte si descubres que es linda, ¿vale?
—Guy, ¿no me estabas escuchando?
—Aunque sea un poco lenta aquí arriba, estará bien mientras sea bonita.
—Pero de verdad que es muy atrevida.
—¿Tonta y atrevida? Mejor aún.
—No es agradable de esa forma. Cuando una familia pasaba por una larga racha de mala suerte, declaró que se debía a que habían talado el árbol frente a su puerta. ¿No es un poco espeluznante? El terrateniente no la criticó ni la difamó públicamente porque era la hija de la renombrada familia Carlton. Sin embargo, era una pequeña alborotadora que iba por ahí diciendo cosas como esas.
—¡Andy Millar! —le gritó molesta, saliendo de detrás de las rocas—. Debes saber que no recuerdo haberte causado ningún problema. —Les dirigió a ambos una mirada amenazante—. Además, ¡no soy una chica estúpida y atrevida!
♦ ♦ ♦
(2) Lo que se debe recordar
Cracker de Navidad [1], Londres
—Qué Navidad tan tranquila, ¿no te parece Raven? —le preguntó Edgar a su ayudante mientras observaba el paisaje por la ventana del carruaje. Iban de camino a la residencia Bostner.
—Sí —respondió el joven de piel morena que estaba sentado a su lado con su habitual tono sereno e indiferente.
Las casas de las esquinas estaban decoradas con acebos y muérdago. Los escaparates de las tiendas y las personas que pasaban echando un vistazo parecían contentas; sonreían más de lo habitual.
Según sus recuerdos, la última Navidad que pasó en Inglaterra fue en la mansión de su familia. Había un gran árbol de Navidad decorado con adornos deslumbrantes y numerosas velas repartidas por toda la casa. Unas cintas y flores brillantes decoraban la base de las velas y había una montaña de regalos debajo del árbol. También había galletas de jengibre, pasteles de frutas, pavo asado y pudín de Navidad. Del gran cuenco de cristal tallado emanaba el dulce aroma del ponche de frutas.
Las sonrisas de su familia y sus amables conocidos rodeaban todo el lugar. Incluso su estricto y serio padre parecía haber estado sonriendo.
Todo eso fue antes del incidente de hace nueve años en el que sus padres murieron.
El Edgar del presente podría preparar la banda que tocaba, el escenario donde tenía lugar la obra de marionetas, y todas las cosas festivas y alegres de ese entonces. Sin embargo, las personas de sus recuerdos ya no existían.
La única persona que recordaba aquella escena era él.
—La Navidad del año pasado fue horrible, ¿cierto?
—Sí…
Edgar había estaba cautivo en la celda de una prisión, esperando su ejecución, mientras que Raven hacía todo lo posible por rescatarlo.
De entre todos sus camaradas, y amigos, los únicos que sobrevivieron fueron Raven y Ermine.
—Cuando lo piensas de esa forma, es bastante increíble. No puedo creer que esto sea real.
La ausencia de Lydia le hacía sentir que su posición de conde, que ella le ayudó a obtener, era una ilusión.
—Lydia, me pregunto si de verdad existe. Me preocupa que el tiempo que pasé con ella sea mi imaginación.
—Es real, lord Edgar —le respondió de forma tajante Raven.
Se sintió aliviado por un momento, sin embargo, temía que Lydia no regresara.
En Escocia, ella no se vería involucrada en sus problemas ni tendría que enfrentarse al peligro que supondría participar en la batalla contra su némesis.
Solo debía destituirla de su puesto como doctora de hadas privada de la familia Ashenbert. Era probable que ni siquiera se quejara, aun si se trataba de un despido irrazonable. Después de todo, desde el principio la contrató en contra de su voluntad.
Edgar seguía pensando que debía comprometerse, fortalecer su resolución.
—Raven, ¿no crees que la señorita Emily, de la familia Bostner, a quien vamos a visitar, siente algo por mí? —Trató de cambiar de tema, pero no por ello dejó de pensar en Lydia.
—No lo sé.
—¿No crees que su sonrisa es linda?
Raven lo miró a la cara, inexpresivo, pero parecía un poco confundido.
Como nació con unas habilidades de lucha extraordinarias, lo criaron como una máquina de matar. Por eso le resultaba difícil entender sus propios sentimientos y cómo expresarlos. No obstante, cuando lo observaba con atención, podía notar los pequeños cambios en su expresión.
—Es una chica amable. Para ser hija de una familia noble, no es creída.
—Si a lord Edgar le gusta, no me corresponde opinar al respecto.
—Pero no puedo traer a una mujer a la familia del conde que no te guste.
—¿Quiere decir como la mujer con la que se casará?
—Solo es un ejemplo. Pero no hay nada de malo si se tiene buen ojo para juzgar a las mujeres. Existen un sinfín de mujeres y numerosas ocasiones en las que podrás conocer a cualquiera de ellas. Algún día me casaré con una, así que solo quería saber tu opinión.
Raven había estado mostrando su lado puro, propio de un adolescente y al parecer se ofendió por el comentario frívolo y despreocupado.
—En ese caso, recomiendo a la señorita Carlton.
Quería preguntarle por qué no iba a ver a Lydia y la traía de vuelta, pero como le había jurado su lealtad, no se atrevió a decir más.
Lydia veía a las hadas, así que entendía el espíritu que residía dentro de Raven. Era la primera persona, aparte de Edgar, a la que él aceptaba, por lo que creía que sería difícil si ella los dejaba.
—Si le propones matrimonio, Lydia podría considerarlo en serio —se burló, pero corrigió de inmediato—: Quiero decir, como la dama a la que servir.
—Lo sé —contestó un tanto molesto.
En ese momento, el carruaje se detuvo frente a la residencia Bostner, Raven abrió la puerta con su expresión habitual.
—Disfrute de su estancia, milord. —No hizo contacto visual, mostrando así su disgusto.
♦ ♦ ♦
Cuando un amor muere, nace otro.
Muchas relaciones amorosas no funcionan cuando los sentimientos de los amantes no se conectan, el momento no es el adecuado o sus sentimientos cambian. Además, no es como si solo existiera una mujer en el mundo.
Si hubiera una mujer atractiva con la que pudiera compartir un buen rato, el tiempo transcurriría, aunque Lydia no estuviera ahí. Y en el futuro, podría considerarla solo una amiga. Si eso sucediera, sería lo mejor para ella. Con eso en mente, Edgar intentaba disfrutar de la fiesta de té a la que asistía.
Los invitados se deleitaban con el dulce aroma del té caro mientras conversaban, escuchaban la actuación del pianista y compartían sus opiniones sobre la nueva obra que el poeta escribió para Navidad.
En el animado círculo de conversación, se hallaba la prima de Emily, una mujer inteligente, con quien inició un diálogo que se convirtió en un debate acalorado, hasta que Emily apareció de la nada como si quisiera interrumpir su charla.
—Lord Ashenbert, estamos jugando al cracker de Navidad por allí. ¿Le gustaría unirse?
Edgar sonrió al percatarse que, tras darle muchas vueltas, ella había reunido el valor para acercarse a preguntarle.
Para ser honesto, le gustaba ver cómo una mujer hacía todo lo posible para ganarse su atención. No existía ningún hombre en la tierra al que le desagradara eso. No obstante, solo había unos cuantos afortunados como él, a los que se les concedía tal oportunidad.
—Emily, ¿sigues participando en ese juego tan infantil? No deberías invitar al conde a algo así.
—Pero no hay gente suficiente —refutó, sus mejillas estaban rojas.
—No me importa, milady. En Navidad uno debería jugar al cracker al menos una vez.
Sonrió aliviada y se marchó con Edgar.
En la sala de al lado, se encontraban reunidos hombres y mujeres que se pasaban los crackers envueltos en envoltorios coloridos y brillantes.
—Feliz Navidad —gritaron todos mientras estallaban los crackers, tirando cada persona de un extremo. De los envoltorios rasgados salieron bombones.
El hombre y la mujer con el mismo dulce de color formaban una pareja y lo escondían en alguna parte de la habitación. Cuando todos hubieran escondido los suyos, comenzaba la búsqueda del dulce. El último dulce en ser encontrado convertía a su pareja en la ganadora.
—Parece que Emily tiene el dulce rojo. Y el caballero con el mismo color es…
—Hola de nuevo, Emily —le sonrió.
—Oh, cielos —jadeó emocionada.
Edgar miró de reojo al hombre que los observaba con cara de querer decir algo; debía ser su verdadera pareja. Sin embargo, guardó silencio, había captado el mensaje: que le prestara el papel del compañero de Emily. Nadie contaría la verdad para que la joven feliz y emocionada se mostrara decepcionada.
Las jóvenes no parecían saberlo, pero los hombres usaban a menudo este método.
—Si ya están formadas las parejas, comencemos. El escondite es el salón al final del pasillo.
Edgar cogió a Emily de la mano y salió al pasillo. Enseguida le susurró al oído:
—Soy muy afortunado. Estaba rezando para que me tocara el mismo dulce que a ti.
—Yo también… Por eso me sorprendí mucho, porque siempre tengo muy mala suerte.
—Oh, siento curiosidad por saber por quién rezabas siempre para que fuera tu pareja.
—¿Qué? Ah, bueno… Fue hace muchos años. Fue un tipo amor de la infancia…
—Entonces, ¿todavía no has experimentado tu primer amor?
—Bueno… —Lo observó con cariño y dulzura.
—¿Encontrarás tu primer amor ahora?
—Puede que sí —respondió.
Cuando se alejaron de la multitud y se quedaron a solas, Emily empezó a mostrarse afectuosa. Para Edgar, eso significaba que podía hacer lo que quisiera con ella.
Para empezar, a la gente le gustaba ese juego porque un hombre y una mujer podían pasar tiempo a solas con la excusa de esconder el dulce.
La puerta del salón estaba decorada con muérdago, como todas las otras habitaciones.
—¿Sabías? —habló Edgar cuando entraron en la sala—. Se supone que no debes rechazar un beso bajo el muérdago.
—Sí, eso he oído… —Sonrió.
Se detuvieron y se contemplaron en silencio. Cuando le puso la mano en la mejilla, ella cerró los ojos.
Qué fácil. No, así es como normalmente debería ser, solo que Lydia es difícil, pensó y ya no pudo sacarla de su mente.
¿Quién se reuniría con ella bajo el muérdago esa noche? Sin duda no sería él. Porque estaba en Londres, muy lejos de ella.
Entonces recordó que ella no tenía ningún amigo cercano en su pueblo natal. Pasaría la Navidad con las hadas y su padre, el profesor Carlton, por lo que sus labios no serían arrebatados por otro hombre.
Sin embargo, eso no garantizaba que otro estuviera con ella en la misma situación que él se encontraba con la joven frente a él.
—¿Dónde escondemos el dulce? —le susurró, logrando confundirla.
—Es muy cruel, milord. Jugar así conmigo.
—Pensé que era inapropiado hacer algo indecente en la santa Navidad.
La joven aceptó sus palabras y creyó que era un auténtico caballero.
¿Qué sentido tenía que se contuviera? Eso no significaba que la persona junto a Lydia hiciera lo mismo, pero por muy ridículo que fuese, Edgar ya no disfrutaba de un juego romántico artificial.
Estaba hecho de mentiras: el título de conde Ashenbert y sus antecedentes, así como su historia y su actuación de caballero. La chica creía que todo eso era real y no se daba cuenta de que su coqueteo era una falacia.
Si descubriera al verdadero Edgar, huiría aterrorizada. No era fácil aceptar su dolor y su sufrimiento y la responsabilidad con la que cargaba.
Lydia fue la única que no huyó cuando se enteró de su verdad. En su lugar, conectó con su dolor y se conmovió. Aunque sabía que la estaba engañando, esa chica pura y dulce usaba todo su poder para intentar salvar al desesperado hombre.
A la única que quería a su lado era a Lydia. Y porque ella conocía al verdadero Edgar, al Edgar hecho de mentiras, era la única que no creía en su propuesta de matrimonio.
♦ ♦ ♦
Árbol de Navidad, Escocia
El hombre llamado Guy Nash asistía al mismo internado que Andy y era su compañero de habitación.
Lydia no estaba en posición de preguntar por qué estaba visitando la casa de su amigo en lugar de regresar con su familia durante las vacaciones de Navidad. No obstante, su padre le contó que la relación con su familia era muy complicada.
Aun así, ¿por qué me había insultado?
Lydia no podía apaciguar su mal humor mientras caminaba junto a la ribera, alejada del pueblo, con carne de ganso envuelta en la mano.
Cuando se acercó al agua, se formaron ondas en la superficie y un caballo negro asomó la cabeza.
—Oye, parece que has tenido un mal día —murmuró el kelpie, irritado.
—Es Navidad. Para los humanos es un día maravilloso.
—Para mí es horrible. El sonido de la campana es muy molesto, y si intento acercarme al pueblo, esos acebos, muérdagos y amuletos desagradables se interponen en mi camino.
Para Kelpie, un hada de la corte oscura, todo lo que ocurría durante Navidad era una molestia.
—Te traje un regalo de Navidad. —Lydia le tendió la carne de ganso envuelta.
Kelpie adoptó su forma humana y caminó hacia la orilla, donde estaba Lydia, y tomó el presente con rudeza.
—Oye, está muerto. Preferiría comerlo vivo.
—No te quejes.
—Bueno, aun así, la aceptaré. Nos vemos. —Volvió al río, como si huyera del ambiente navideño.
Maldición, pensé que podría charlar con él un rato.
Un poco decepcionada, se giró y empezó a recorrer el camino de vuelta sola.
Navidad era un día maravilloso. Sin embargo, como todos los años, las hadas, incluidas las de la corte seelie, se escondían, Lydia se sintió un poco sola.
Al final, no pudo reanimarse con un cambio de aire y regresó a casa.
Cuando atravesó la cocina desde la puerta trasera, se topó con una neblina blanca, procedente de la olla grande con el pudín caliente que humeaba, y olió la tarta que la cocinera horneaba. La mujer trabajaba afanosamente, preparando la cena de Navidad.
Dado que la casa de la familia Carlton solía estar vacía, el ama de llaves y la cocinera que contrataban durante unos días también cocinaban el banquete de Navidad para sus respectivas familias. Era como si estuvieran organizando una gran fiesta.
El olor de la comida deliciosa calmó sus emociones, haciéndola sentir mejor.
—Lydia, ¿eres tú?
Oyó la voz de su padre en el salón.
—Sí, papá, ya volví… —respondió, pero se detuvo en seco en el umbral de la puerta cuando vio a un joven que no era su padre.
—Bienvenida a casa —la recibió Guy.
—T-Tú, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tuvo la amabilidad de traer nuestro árbol de Navidad. —Su padre señaló el abeto, tan alto que casi tocaba el techo y que estaba en medio de la habitación.
—Como la familia Carlton solo cuenta con una hija joven, escuché que no montaban un árbol, ya que requería bastante fuerza llevarlo. Por eso he traído uno que sobraba en la casa del clérigo.
Eso era cierto, su padre acababa de regresar de su trabajo en Londres hacía dos días y era imposible que Lydia trajera uno sola.
—Si no te apresuras, se acabará la Navidad. Debería ayudar a colocar los adornos.
Entiendo por qué está aquí, pero ¿quedarse a ayudar? ¿Quién se cree que es?
—Me pregunto cuántos años han pasado desde la última vez que hubo un árbol en nuestra casa. Lydia, ¿no crees que esta Navidad va a ser festiva? Deberías agradecérselo a este joven.
—Ah, no es necesario.
—Los adornos del árbol deben estar guardados en el cobertizo de atrás. Iré a buscarlos. Lydia, ¿puedes preparar un poco de té para el señor Nash?
Aunque seguía enfadada, era verdad que en toda su vida nunca se había relacionado con nadie debido al rumor de que era el bicho raro del pueblo, así que era muy probable que su padre pensara que no existía ningún hombre en el pueblo que se le acercara con segundas intenciones. Y por eso, la incitaba a llevarse bien con Guy para que tuviera algún amigo humano cercano.
Cuando su padre salió de la habitación, Guy le sonrió como si tratara de apaciguar su mal genio, evidente por su ceño fruncido.
—Lamento lo que dije antes. No pretendía hablar mal de ti. Este es mi gesto de disculpa.
—Muchas gracias por el árbol, pero no podemos permitir que un invitado importante del pastor Millar y su familia desperdicie su preciado tiempo ayudándonos. Gracias, yo haré el resto, sola.
—¿Sigues enfadada? Quiero aclarar que quien dijo todo eso fue Andy, no yo. No sabía qué clase de chica eras, así que solo respondí para dar conversación. —No respondió y él continuó—: ¿Sabes?, siempre he pensado que él no tiene buen ojo para las mujeres. Y ahora sé que ha sido así desde niño. Fue muy estúpido por no llevarse bien con su linda vecina.
Este hombre es muy egocéntrico, ¿no? Me recuerda a alguien, pensó Lydia.
—¿No vas a seguir el consejo de tu amigo? Podría ser una loca.
—En ese caso, explícame por qué estás loca. Me interesa.
—No tengo el deber de satisfacer tu curiosidad. No soy una atracción de circo.
—Esa no era mi intención… Cielos…
Se veía preocupado. Y eso le resultó lindo, no como cierta persona que la persuadía sin dejar margen de error.
—Es solo que, bueno, quería comprobar qué clase de chica eras con mis propios ojos.
—Soy tal como Andy me describió.
—¿Puedes ver hadas? Creo que tienes muy buena imaginación.
No es imaginación.
—Ah, no pises ahí.
Se detuvo en seco, sorprendido, cuando intentó acercarse a ella.
—Hay un hueco ahí por donde entran y salen las hadas.
—Eh…
Como esperaba, él no sabía cómo reaccionar. No importaba lo que dijeran, era extraño que alguien pudiera aceptarla.
No era su culpa, por lo que no le dio importancia y le ofreció tomar asiento. Comenzaba a sentirse culpable por seguir de mal humor.
—Este pueblo es un lugar bastante tranquilo —comentó Guy, como si necesitara recomponerse y cambió el tema—: ¿Vas a ir a la fiesta del terrateniente?
—No.
—¿Por qué?
—No me gustan las fiestas.
Entonces recordó las numerosas fiestas a las que Edgar la llevó en Londres. En la mayoría de los casos fue capaz de hacerla pasar un momento encantador. Incluso cuando en la clase alta, algunos repudiaban la idea de que llevara a una chica de clase media, él creaba una atmósfera que provocaba que los demás la miraran con buenos ojos.
Y ahora, en su pueblo Lydia parecía la Cenicienta, cuyo hechizo mágico se desvaneció. Las fiestas y ella no encajaban.
—¿Por qué te consideran un bicho raro? Podemos ir juntos. De hecho, estaba pensando que era molesto ir a una fiesta donde todos menos yo, un forastero, se conocen. Así que déjame acompañarte.
—También te considerarán un bicho raro.
—No me importa, ¿aceptas ir?
La tomó por sorpresa. Nunca imaginó que otro hombre aparte de Edgar la invitaría a una fiesta.
—Vayamos juntos.
Me pregunto qué haría Edgar si se enterara de esto.
Debía estar loca por pensar algo así.
Pero ¿qué debería hacer?, lo meditó una y otra vez en su cabeza.
—¡Guy! Te estabas tardando mucho, así que he venido a buscarte.
En ese momento, se oyó una voz alegre y enérgica. Lydia recobró el sentido.
Quien entró corriendo en la habitación fue la hermana menor de Andy, un año menor que Lydia.
—Dijiste que ibas a entregar el árbol, así que ¿por qué te entretienes tanto hablando?
—Ah, lo siento. Lo estaba reteniendo aquí —se disculpó el padre de Lydia, entrando justo después de la chica.
—Ah, señor Carlton, no debería haberlo hecho. Tengo que terminar una partida de ajedrez con Guy antes del almuerzo.
—Ah, diablos. Traté de escapar porque sabía que estaba perdiendo. —Se rascó la cabeza.
La chica tiró del brazo de Guy, insistiendo en que se fuera. Entonces miró a Lydia con ojos desafiantes.
Bueno, ya tiene una chica a la que va a acompañar, se reprochó mentalmente por haber considerado su oferta por un segundo.
—Adiós, señor Nash. Que tenga una feliz Navidad —se despidió de él y le dio la espalda antes de que él pudiera responder.
—Un hombre apuesto sin duda tiene una agenda muy ocupada —comentó su padre con voz jocosa tras la partida del joven y la chica.
—¿Apuesto? No lo creo.
—Lydia, no debes compararlo con lord Ashenbert.
—¿Qué? ¡No, no lo estoy comparando en absoluto! —negó rápidamente, pero tal vez, ver a diario a Edgar, le hacía difícil reconocer a otros hombres como apuestos.
Aunque ese alguien fuera tan guapo como Edgar, sería imposible que fuera tan coqueto como él, se repitió muchas veces en la cabeza.
Desde que pidió sus vacaciones, había estado pensando en eso una y otra vez. No quería admitir que sentía algo por él y esperaba sellar el pequeño sentimiento que crecía en su interior de desear creer en él.
—Más importante aún, papá, ¿y los adornos del árbol de Navidad?
—Ah, aquí están. Me traen viejos recuerdos. ¿Te acuerdas, Lydia?
Lydia abrió la caja que su padre había dejado encima de la mesa. Había varios adornos de punto hechos con encaje blanco. Tenían forma de copos de nieve, estrellas, muérdago y otra clase de diseños.
—Sí. Los hizo mamá, ¿cierto?
Recordaba cómo la blancura del delicado encaje decoraba el verde oscuro del árbol de hoja perenne como si fuera nieve. Aunque no eran adornos coloridos ni fastuosos, podía sentir el cálido amor que contenían.
Como toque final, iluminaron el árbol con velas brillantes. Resplandecía de forma maravillosa. Lydia recordó cómo solía sentarse en el regazo de su madre a contemplar su belleza.
Gracias al árbol que llevó Guy, la Navidad iba a ser buena. Pensó que podría agradecerle con sinceridad al siguiente día.
♦ ♦ ♦
—Lamento como actuó mi maleducada hermana —dijo Andy, después de que Guy se marchó.
—Ah, no, no. Lamentamos haberlo retenido aquí durante tanto tiempo.
Cuando Lydia escuchó la negativa de su padre, se disponía a enterrar los regalos de Navidad para las hadas bajo la ventana.
Desde la puerta principal, nadie podía verla gracias a la cerca y a que estaba de cuclillas bajo el alféizar de la ventana. Podía oír la conversación entre su padre y Andy. Cavó un agujero en silencio con una pala de mano en el suelo blando entre los arbustos. Colocó algunas monedas de plata y nueces.
En las tradiciones navideñas había una serie de amuletos para repeler el mal que las hadas odiaban. No obstante, su acto era para demostrar que el evento era una tradición humana y no pretendían lastimarlas.
—Oye, Lydia, ¿no te parece que algo huele bien?
No se había dado cuenta de que había un gato de largo pelaje gris de pie junto a ella sobre sus patas traseras. Aunque no lo veía desde la mañana, cuando llegaba la hora de la cena, siempre aparecía.
—Bienvenido a casa, Nico. El pavo está casi listo.
—No puedo esperar al pastel de frutas. ¿Está bien si como todo lo que quiera?
—Por supuesto.
Aunque Nico era un hada, amaba comer y, por tanto, también la Navidad, ya que podía zampar todo lo que quisiera en este día especial.
Era la única hada que participaba en la celebración humana. Gracias a que era así, la Navidad que por lo general celebrarían solo padre e hija solía ser bastante festiva y ruidosa. Sin embargo, cuando un gato que podía usar el tenedor y el cuchillo se unía a la mesa, era natural que no pudieran invitar a más gente.
Por supuesto, Lydia no era la clase de persona que querría invitar a otras personas a su Navidad, en la que su padre solía estar ausente. Además, a él también le gustaba disfrutar de una comida tranquila.
—Ah sí, el hijo de ese pastor sin duda es extraño —comentó Nico, mientras aguzaba el oído para escuchar las voces que procedían de la puerta principal.
—¿Qué quieres decir con extraño?
—Le dijo a su hermana menor que un tipo llamado Guy estaba en la casa de los Carlton intentando seducir a la hija. Incluso le aconsejó que lo trajera de vuelta lo antes posible.
—Nico, ¿estabas escuchando su conversación?
—No tenía intención de hacerlo, pero resultó así. —Se cruzó de brazos y meneó la cola gris—. Los humanos que no pueden vernos, a las hadas, entablan una conversación sin preocuparse de que estemos allí, así que no pude evitarlo.
Tiene razón.
—El motivo por el que Guy muestra algún interés en mí es solo simple curiosidad. Así que Andy debe haber querido que Guy no viniera tan seguido a nuestra casa por su bien y el de su hermana.
—Entonces, ¿por qué vino a disculparse por las molestias?
—Quizás porque está siendo considerado con papá.
Así había sido desde pequeño, por eso los adultos lo consideraban un “niño perfecto”.
—Eso es lo que no entiendo. Después de todo, se sentía nervioso contigo, pero se comportaba diferente frente a los profesores y los adultos. Eso es peor que los humanos que te dicen cosas malas a la cara. Cuando solo estabais los niños, iba por ahí llamándote bicho raro y extraña a las espaldas de los adultos.
Precisamente porque Nico escuchaba esas cosas y se lo contaba a Lydia, nunca se había sentido cómoda con Andy, pero nunca había entendido porque él se sentía incómodo a su alrededor.
Su primer encuentro había sido terrible, debido a que él temía, hasta el punto de la obsesión, el pecado de ser corrompido por las tentaciones del diablo, más por su personalidad que por ser el hijo de un pastor.
En cierta ocasión, sus padres estuvieron a punto de descubrir que había hecho una travesura. Luchaba contra la tentación de no querer ser regañado y el sentimiento de culpa por haber dicho una mentira.
Andy pensaba en lo que debía hacer cuando entró en los campos yerbosos que se extendían en el patio de su casa y se acercó a las ruinas de piedra, donde vio a Lydia, quien parecía estar lanzando una maldición.
Pero Lydia solo estaba jugando con algunas hadas que bailaban en un círculo. Sin embargo, cuando él apareció, pisoteó y arruinó el círculo. Como consecuencia, las criaturitas se volvieron en su contra y comenzaron a trepar por él y a pellizcarle todo el cuerpo y ella solo había tratado de alejarlas.
Como Andy era apenas un niño, sintió el dolor de los pellizcos de las hadas y, además, podía ver las sombras pardas que saltaban alrededor de Lydia. Por eso creyó que era una bruja. Quedó horrorizado, suplicó piedad al Señor y volvió corriendo a casa.
Lydia no tenía ni idea hasta qué edad siguió creyendo que era una bruja. No obstante, como era un chico tranquilo y educado frente a los adultos, no podía aceptar el hecho de que una chica de su misma edad lo asustara y huyera a casa. Así que debió pensar que era mejor que fuera una bruja.
Al mismo tiempo, al pensar que Lydia era una niña loca y extraña, debió llegar a la conclusión de que no existía ningún poder mágico que temer. Por eso iba por ahí difundiendo el rumor de lo loca que estaba a sus amigos y no quería que entraran en contacto con ella.
Y, aparentemente, Andy fue quien hizo que uno de sus amigos le escribiera una carta de amor como broma.
—Bueno, me odia, así que no puedo hacer nada al respecto. —Se puso de pie.
Las voces que hablaban frente a la puerta principal ya no se oían. Como escuchó la puerta cerrarse, pensó que Andy se había marchado.
—¿Es alguna clase de hechizo? —preguntó Andy, desde el otro lado de las plantas del jardín, miraba con recelo el suelo.
—Sí, así es…
Observaba el suelo con el ceño tan fruncido que cualquiera hubiera pensado que iba a persignarse con las manos en el pecho en cualquier momento.
—¿Hablabas con alguien?
—Sí, con un hada. ¿Algún problema con eso?
Nico ya estaba a cuatro patas, fingiendo ser un gato, y se escabulló. Así que inventó la mejor respuesta que pudo.
—Hadas, ¿eh? —La miró con desprecio y lástima—. Ya veo que no has madurado en absoluto.
—Ya veo que tampoco has cambiado sobre lo de criticar a los demás.
—No deberías creer lo que Guy dijo. Ese chico dice lo que le conviene y es así con todo el mundo.
—¿Por qué no se lo dices a tu hermana y no a mí?
—Quizás debería… Pero parece que tú no estás acostumbrada a que te cortejen.
¿Qué? ¿Porque no parezco el tipo de chica que está acostumbrada a que se le acerquen los hombres? ¿Quiere decir que soy ingenua? ¿Por qué tengo que escuchar estas cosas de él? Aunque pueda que sea verdad.
Edgar influía sobre ella porque no estaba acostumbrada a las insinuaciones de un hombre. Pero no hacía falta que le dijeran que no se tomara en serio lo que decía.
Lo sabía y, aun así, estuvo a punto de creerle. Asustada por eso, Lydia pidió sus vacaciones y huyó a Escocia.
La cogía de la mano como si fuera algo natural, besaba los mechones de su cabello y le dedicaba palabras bonitas. La miraba con unos ojos dulces y cálidos, le sonreía con ternura y aprovechaba cualquier oportunidad en que bajaba la guardia para estrecharla entre sus brazos.
Cuando se acercaba con tanta insistencia, no podía culparse por creer que iba en serio con ella. No obstante, no era algo que confesaría en una conversación trivial, no se volvería engreída ni pretenciosa.
No había muchos hombres que sonaran tan convincentes como para que quisiera creer en Edgar por un segundo.
Además, Edgar…
Sin darse cuenta, fijó sus ojos en el anillo de piedra lunar. Edgar se lo puso en el dedo y ahora se había convertido en un anillo de compromiso que solo él podía quitar.
Su brillo deslumbrante siempre le recordaba que no podía borrar su presencia, aunque estuvieran separados. Ni siquiera se lo permitía.
—No te preocupes por nada. Me estoy viendo con alguien.
Andy abrió los ojos como platos y se le desencajó la mandíbula.
Lydia se preguntó por qué estaba tan sorprendido, pero pronto se percató de lo que acababa de decir y entró en pánico, al mismo tiempo que se ponía roja como un tomate.
—Hmm, ugh, cuando dije que me estoy viendo con alguien quería decir que… todavía no estamos… Solo me pidió…
—¿Es eso cierto? —preguntó, al recuperar la calma pues creía que era una mentira.
—¿Qué? Sí, es cierto. Hmm… Él es un villano que conocí en Londres… No, quiero decir, ¡en cualquier caso, es verdad!
De mal en peor. El joven se mostró aún más suspicaz.
—¿Estás siendo pretenciosa?
Ah, este hombre es muy molesto.
—¡No es mentira! —Lydia no pudo evitar mostrarse obstinada.
Dejando de lado lo que Edgar pretendía en realidad, era cierto que le había propuesto matrimonio.
—Hmm, bien por ti. Iré a informarle a Guy —dijo con desdén.
Lydia se quedó avergonzada, no mentía, pero se veía como alguien que había trataba de lucirse.
Edgar no era su amante. Existía la posibilidad de que sus dulces palabras e incluso su propuesta de matrimonio tuvieran el objetivo de hacerle olvidar a su verdadero y único amor.
Aunque Lydia era muy consciente de ello, no podía creer por qué había dicho eso.
♦ ♦ ♦
(3) Lo que deseas de corazón
Cena de Navidad, Londres
—Milord, sus invitados han llegado —anunció el mayordomo en su oficina a las dos de la tarde.
Como a Edgar no le estaba gustando la carta que escribía, la hizo bolita y levantó la cabeza.
—Están listos los preparativos de la cena. Podemos comenzar cuando quiera.
—Tompkins, desde un punto de vista objetivo, ¿no crees que Lydia es una mujer atractiva?
El mayordomo ya estaba acostumbrado a que su maestro mencionara a alguna mujer de la nada, por lo que no se mostró sorprendido.
—Sí, estoy de acuerdo —coincidió, enderezando su cuerpo redondo todo lo que pudo.
—Lydia cree que no le interesa a ningún hombre, pero no opino lo mismo.
—Sí, señor.
—Aunque diga que la llamaban bicho raro en su pueblo natal, podría haber uno o dos hombres que sientan algo por ella en secreto.
—No sería de extrañar que los hubiera.
—Lo que significa que la razón por la que no se ha involucrado románticamente con nadie ni nadie le ha pedido salir es porque un hombre lo está impidiendo.
—Alguien ¿como usted, mi señor?
—¿Yo? ¿Cuándo?
—Perdió por accidente la tarjeta de Navidad que le entregó aquel caballero, un conocido de la señorita Lydia, en el parque cercano.
—Aah, el viento se la llevó volando y por desgracia cayó en un charco, así que no fue como si la perdiera. Aunque su escrito se borró.
—Ya veo…
—De todos modos, Tompkins, Lydia ha regresado a casa después de mucho tiempo y ese sinvergüenza en Escocia, enamorado de ella podría querer confesarle su amor.
Edgar había estado meditando si podía averiguar con una carta si se le había acercado algún hombre o la habían invitado a pararse bajo un muérdago. Sin embargo, no podía dejar de escribir como si estuviera celoso o fuera posesivo con ella. Así que al final desistió.
A pesar de que hablaba de esto con Tompkins, no había respuesta a su problema. No obstante, no podía reprimir todos esos pensamientos negativos.
—Entonces, ¿qué clase de respuesta le daría Lydia? Si decide aceptar el cortejo de ese hombre, me rompería el corazón por completo. Para colmo, Raven podría abandonarme.
—¿Raven, señor? ¿Por qué le daría la espalda, milord?
—Dijo que quiere servir a Lydia.
—Estoy totalmente de acuerdo con él.
—Lo sé. ¿Tú y Raven podríais ir a hablar con Lydia? Para que se case conmigo.
—Milord, la familia Tompkins ha servido a esta familia desde hace generaciones y hemos protegido con lealtad una de las reglas de nuestra casa: no negarnos a las órdenes del conde. Si me ordena algo imposible de cumplir, debo pedirle que me permita renunciar —declaró con tanta seriedad que no le resultó gracioso.
—Estoy bromeando, Tompkins…
A Edgar solo le quedaba retractarse de su sugerencia.
—Lo sé, milord. —Esbozó una sonrisa pícara.
Edgar se pasó los dedos por su cabello dorado y se reclinó desanimado contra la silla.
De pronto la situación le resultó tan divertida que empezó a reírse. Era inútil pensar en Lydia, que se encontraba en la lejana Escocia.
No quería distanciarse de ella. No obstante, si era rechazado de forma desgarradora, podría rendirse y superarla.
Si se trataba de algo que iba a suceder en un lugar lejano, era imposible que pudiera pelear o incluso interferir.
—Comencemos la fiesta de Navidad. —Se levantó.
En un principio, no tenía ni idea si tenía la determinación para mantener a Lydia a su lado o, por el contrario, si le parecía bien que Lydia se enojara con él y lo abandonara.
♦ ♦ ♦
La cena de Navidad comenzó a la hora del almuerzo.
Los invitados reunidos en la casa Ashenbert eran solteros que no tenían nada que hacer en Navidad. Entre ellos, se hallaban los que no tenían familia, los que estaban distanciados de sus parientes o eran nobles solitarios del extranjero. Edgar se relacionaba con frecuencia con esos forasteros canallas.
Incluso Paul, su amigo, un pintor que no pertenecía a la clase alta, participaba en la reunión.
Como se trataba de una velada entre buenos amigos, una vez inició la comida, pareció más una fiesta casera que una cena formal.
Para cuando trincharon el pavo, ya habían abierto bastantes botellas de vino. Cuando comenzaron a servir los jugos de la carne junto con los frutos secos y las frutas deshidratadas cocidos, los adultos empezaron a gritar como niños exaltados.
Nunca concluía su conversación sobre qué era mejor, el jugo de la carne o la salsa de arándanos, para asar el pavo.
Los platos navideños sacados del libro de recetas le traían recuerdos de su infancia. En ese entonces, creía que la mesa de Navidad de todos los años seguiría siendo la misma.
—Oye, Edgar, hagamos una fiesta en mi casa el próximo año.
—No, lord Ashenbert, mi cocinero es más impresionante.
—Vosotros dos, ¿planeáis seguir siendo solteros el año que viene?
—Por supuesto. Si cometiera el error de casarse, nunca podríamos asistir a una fiesta tan animada. Nunca querría estar encogido de miedo en un rincón de la casa de la familia de mi esposa.
—En ese caso, solo tienes que casarte con una mujer que no tenga familia —dijo una invitada.
—¿Alguien como tú?
—Ah, milady, si quería casarse conmigo solo tenía que decirlo.
—Se lo estaba sugiriendo a lord Ashenbert —respondió ella.
—Oh, cielos, parece que has sido rechazado. ¿Qué hará, conde?
—Parece una buena idea, pero tu hijo tiene una mirada amenazadora.
—¿Mi hijo? Bueno, no recuerdo haber dado a luz. Además, es seis años mayor que yo.
—Tu yerno, madre.
Cuando todos estallaron en carcajadas, Paul, que estaba sentado junto a Edgar, fue el único que se quedó desconcertado.
Edgar le susurró que esos dos eran amantes, pero debió estar borracho porque declaró con una sonrisa:
—Oh, maravilloso.
Era obvio que no pensaba con claridad.
Vertieron mucho licor sobre el pudín especial de Navidad y lo encendieron con una vela. Cuando brotaron pequeñas llamas azules en la mesa, que impregnaban la habitación con una dulce fragancia, la fiesta se volvió aún más animada y alegre.
En medio de todo ese ajetreo y bullicio, Edgar decidió que los camareros se retiraran antes de tiempo.
Navidad era un día especial para todos. Así que en ese momento también se celebraba una fiesta solo para los sirvientes en algún rincón de la casa.
—Por cierto, Edgar, he oído que varias familias te invitaron a sus fiestas, ¿por qué las rechazaste a todas?
Para cuando se trasladaron del comedor al salón, todos estaban tan relajados que actuaban como si estuvieran en su propia casa, y disfrutaban de un puro de su agrado.
La gran cantidad de platos y dulces que era imposible que consumieran probablemente se acabarían, ya que se iban a deleitar bebiendo durante toda la noche.
—Son familias con hijas en edad de casarse. Sería injusto que eligiera solo a una, ¿no?
—Ya veo. Si se tratara un conde soltero y sin familia, entonces existirían muchos motivos por los que querrían convertirse en su familia.
—Así que, conde, ¿quién es su objetivo principal? Todos estamos apostando sobre quién fue la chica que lo hizo ir en serio para que cortara con todas sus amantes y se enmendara.
—Hmm, ¿por quién apuestan?
—No podemos decírselo. Ah, ya sé. Paul, únete a la apuesta también.
—¿Qué? Ah, no, estoy bien…
—¿Por qué? Puedes unirte apostando una libra [2]. Ya han apostado más de veinte personas. ¿No sería una buena oportunidad para ganar dinero?
Paul ya conocía el objetivo de Edgar y que su relación con ella se encontraba en un punto peligroso. No podían culparlo si no quería malgastar su dinero en una apuesta inútil.
—Entonces, dejadme apostar en nombre de Paul por la señorita Lydia Carlton. —Edgar arrojó una moneda de plata de una libra a la mesa.
—¿Quién es esa?
—¿Alguien ha apostado por esa chica?
—No, nadie.
—Edgar, ¿es ella tu interés principal?
—Esperad. Estamos hablando del conde Ashenbert, así que seguro que planea divertirse un poco entorpeciendo nuestra apuesta. Nunca nos cuenta nada.
Edgar esbozó una sonrisa amarga y se levantó.
—Si me disculpan, me pasaré por la fiesta de la servidumbre —anunció mientras abandonaba la habitación, pensando, un tanto sentimental, que, si podía ganar la apuesta, no le importaría regalarles a todos veinte libras.
♦ ♦ ♦
El sencillo salón privado del mayordomo se había convertido en el lugar de la fiesta. Se escuchaba: el violín del cocinero que desafinaba un poco; las voces que cantaban, los aplausos y los ligeros pasos de baile. Era como estar en un pueblo viejo.
Ermine se dio cuenta de que había llegado y se acercó a él. Incluso ella parecía estar divirtiéndose más de lo normal.
—Lord Edgar, por favor, disfrute viendo el baile desde este asiento.
—Gracias. Por cierto, parece que Raven no está aquí.
—Ah, sí. No le entusiasmaba la fiesta, así que decidió retirarse a su habitación.
Raven haría encantado cualquier tipo de trabajo si era por Edgar, pero no pensaba que fuera necesario profundizar su relación con sus compañeros de trabajo.
—¿Lo llamo?
—No, hoy todos deberían estar donde se sientan más cómodos.
—Sí, señor.
Al ver la sonrisa despreocupada y pueril de Ermine, pensó que nunca imaginó que volvería a pasar una Navidad así con ella.
Una vez en el pasado renunció a su propia vida, por lo que no podía sonreír desde el fondo de su corazón. No obstante, le parecía bien siempre y cuando nunca más experimentara nada triste y mortificante. Para que ese deseo se cumpliera, Edgar quería hacer todo lo posible.
—Ermine, bailemos.
Tomó su mano y se dirigió al centro de la pista de baile.
Cuando estaban en Estados Unidos, las fiestas a las que asistían con la gente de la provincia más antigua y oscura eran siempre así. Incluso los estilos de baile que la clase alta consideraría indecentes y vulgares eran fascinantes para Edgar.
Cuando ejecutaron con soltura los pasos de la danza de clase baja, surgió una ovación de los sirvientes.
El tempo del violín del cocinero aumentó. Tanto las sirvientas jóvenes como las veteranas se unían al círculo del baile y lo abandonaban por turnos.
Cuando todos empezaron a bailar, la pista se llenó tanto que era un poco difícil moverse, pero a nadie le molestó eso. A nadie le importaba si se chocaban con otras personas con sus pasos y giros o si se pisaban.
Al final Edgar se retiró en silencio de la zona animada y descendió por la gran escalera de su mansión.
Había hecho todo lo que tenía que hacer por Navidad. Sin embargo, le faltaba algo: Lydia no estaba ahí, a su lado.
Ahora el cielo estaba oscuro por completo. La niebla que se cernía ligeramente sobre la ciudad era tan fría que le heló la frente sudorosa al instante.
Se subió el cuello del abrigo y salió a la calle principal. Abordó un carruaje y se dirigió a la casa Carlton, que estaba cerca de la universidad.
Lydia y el profesor Carlton se encontraban en Escocia. Sabía muy bien que no había nadie ahí, pero no pudo evitar ir.
Bajó del carruaje en una esquina de la manzana y paseó un rato. Solo había una residencia que no tenía las ventanas iluminadas, así que pudo distinguir de inmediato cuál era la casa de Lydia. El ama de llaves también debió haberse cogido unos días para visitar a su familia.
La ventana de la habitación de Lydia estaba oscura y vacía. Cuando imaginó que su habitación no volvería a estar ocupada y que nunca más se iluminaría su ventana, sintió una punzada en el pecho.
Le aterraba la idea de que Lydia se fuera. Sin embargo, no podía ir e intentar traerla de vuelta. Le asustaba más que fuera infeliz o se convirtiera en una víctima por su culpa, que el hecho de que no estuviera a su lado.
Aun así, no podía desechar su deseo de tenerla al alcance de sus brazos.
Cuando se acercó a los escalones de piedra frente a puerta de la entrada, la corona de muérdago que colgaba sobre ella se meció con la brisa suave y fría que sopló.
♦ ♦ ♦
Corona de Navidad, Escocia
Aunque la noche había llegado y estaba oscuro, las velas que decoraban el árbol iluminaban la habitación y el fuego de la chimenea la arropaba con su calidez.
Lydia había pasado una cena solitaria con su padre y Nico. Ahora descansaba cómodamente en la mecedora favorita de su madre mientras escuchaba a su padre leer un libro.
Nico había comido hasta saciarse y se había emborrachado. En este momento roncaba despatarrado en el suelo junto a la cálida chimenea. Tenía la boca bien abierta y babeaba. Ese aspecto desaliñado era muy propio de él, a pesar de que normalmente intentaba comportarse como un caballero. Cada cierto tiempo, sus bigotes se movían y luego se lamía los labios.
Lydia comenzó a sentirse cansada y somnolienta mientras observaba el rostro contento de Nico. Al parecer el gato soñaba que comía algo.
La acogedora mecedora también era relajante. Recordó que su madre solía echarse una siesta en esa silla en el pasado.
A Lydia la invadió una calidez reconfortante, como si estuviera sentada sobre el regazo de su madre.
Cuando cerró los ojos, su corazón volvió a ser el de una niña:
Cuando su madre empezaba a dormitar, su padre se daba cuenta al instante y la cubría con una manta caliente. A veces su madre fingía quedarse dormida y esperaba a que su padre le trajera la manta. Entonces su padre salía de puntillas de la habitación y luego su madre abría un ojos para echar un vistazo.
—¿Por qué? —preguntó la pequeña Lydia.
—Porque quiero asegurarme de que me ama más que a sus piedras raras y preciosas.
Aunque era un minerólogo que amaba investigar, no la habría arropado con una manta si no le preocupara que pudiera resfriarse. Eso pensaba Lydia, por lo que ladeó la cabeza confundida. Pero el único rival de la alegre sonrisa de su madre era la pasión de su padre por sus estudios.
—Lydia, ¿amas a alguien?
Sorprendida, miró a su madre. Era una niña sentada en el regazo de su madre y, aun así, le hablaba como si fuera una adulta.
—Me pregunto qué clase de caballero es quien te propuso matrimonio. Es una lástima que no pueda conocerlo, pero si lo elegiste, debe ser alguien amable y compasivo como tu padre.
La mano que tomó su madre entre las suyas era pequeña y tierna. No obstante, por alguna razón, había un misterioso anillo de piedra lunar en uno de sus dedos.
Aunque el ojo humano no puede verlo a causa de la magia de las hadas, mi madre sí, pensó Lydia vagamente.
—Está bien. Solo tienes que ser honesta con tus sentimientos, creer en él y quedarte a su lado.
Pero mamá, yo… sigo siendo una niña. Soy demasiado joven para estar pensando en el amor y el matrimonio. Quiero quedarme con papá y mamá.
—Oh, Lydia, parece que tienes un invitado. Debe haber ansiado tanto verte que ha venido hasta aquí.
Guiada por su madre, la pequeña Lydia bajó del regazo cómodo y cálido sin saber quién era su invitado, se dirigió hacia la puerta principal.
¿Cuál es su color de pelo? ¿Y sus ojos? ¿Es alto? ¿Tiene una bonita sonrisa?
Cuando llegó a la puerta principal, había recuperado su forma adulta.
Pensó que debió ser un sueño y, al mismo tiempo, imaginó que su futuro amante podría encontrarse al otro lado de la puerta, la imagen de Edgar, con su cabello rubio y los ojos color malva apareció en su mente.
¿Y si no es él?
Era poco probable que lo fuera, pero no era capaz de pensar en otro hombre.
La puerta se abrió despacio antes de que siquiera la pudiera tocar con la mano. Contuvo el aliento y miró al exterior. No había nadie a la vista. No había nadie al otro lado de la puerta.
Supongo que significa que viviré sola.
Decepcionada, salió al oscuro exterior. Los copos de nieve empezaron a caer a su alrededor como si los vientos invernales los hubieran traído hasta ella.
Por alguna extraña razón, el anillo de piedra lunar fulguraba.
Lydia levantó la cabeza y vislumbró una figura sombría junto a la puerta principal iluminada por un farol. Se apresuró a ir hacia ella.
La silueta estaba sentada en el suelo, reclinada contra el poste de la pared de ladrillo, con los ojos cerrados. Su brillante cabello dorado realzaba el resplandor de su rostro esculpido a la perfección.
Era él. Sin importar a dónde fuera y lo que hiciera, siempre se comportaba con dignidad y elegancia.
—¡Edgar! ¿Qué ha pasado? ¡Despierta! —Lo sacudió y él abrió los ojos de golpe, sorprendido.
—¿Lydia? ¿Por qué demonios estás aquí? ¿Has vuelto a Londres?
—¿Qué? Esto es Escocia.
—No, esto es Londres, frente a la casa de tu familia.
Lydia se mostró escéptica incluso cuando miró a su alrededor para comprobar si lo que decía era cierto. Pero vio las casas de piedra alineadas muy juntas unas de otras a lo largo de la calle del pueblo. El lugar donde estaba era, sin duda, a unos pasos frente a la residencia de su familia en Escocia.
—No puede ser. Acabo de atravesar el jardín de enfrente para ir a la puerta principal… Edgar, ven aquí.
Edgar se levantó y dio un paso hacia la dirección en que Lydia le indicaba, y abrió los ojos de par en par.
—Esto es… ¿Escocia?
—Estamos en el jardín delantero de mi casa.
—Entonces, ¿eso quiere decir que la casa de allí es en la que creciste?
Aunque se trataba de una casa corriente de dos pisos, una luz cálida y acogedora se filtraba por las ventanas. Edgar la observó como si estuviera sumido en sus pensamientos.
—Me pregunto si esto es un sueño —murmuró.
—Sí, es un sueño. Mi sueño.
Quizás porque pensó por un segundo que quería ver a Edgar terminó teniendo ese tipo de sueño.
—No, te equivocas, es mi sueño. Cuando me senté frente a tu casa, me quedé dormido.
Sus ojos color malva ceniza reflejaban la luz dorada del farol y parecían arder con más intensidad de lo habitual. Pero podría ser que así fuera cómo imaginaba Lydia a Edgar en su cabeza.
—¿Por qué estabas delante de mi casa…?
—Me sentía solo. Tenía muchas ganas de verte.
Su respuesta fue dulce y llena de anhelo. Era como si fuera el verdadero Edgar.
Lydia sintió cómo su rostro se calentaba, por lo que apartó la mirada y retrocedió hacia la sombra de los arbustos, como si tratara de escapar de la luz del farol.
No obstante, cuando hizo eso, parecían un par de amantes tímidos, avergonzados de estar juntos a solas, que trataban de alejarse de la luz.
Edgar de repente acortó la distancia entre ellos. Estaban tan cerca que sus hombros casi se tocaban.
—Todos pasan esta noche con quien aman. Las fiestas animadas no me aburren y mis amigos están allí, pero aun así me siento solo. Porque la persona con la que quiero pasar la mayor parte de mi tiempo está…
—Edgar, si es verdad que estabas durmiendo afuera, te congelarás de frío. Tienes que despertar e ir a casa.
Cuando se le acercó, no pudo evitar sentirse nerviosa, por lo que retrocedió. Era un hábito suyo, pero a Edgar le pareció que se estaba comportando demasiado reservada. Se quedó perplejo cuando detuvo la mano que estaba estirando hacia ella.
—¿Quieres decir que debería irme?
—S-Solo estoy preocupada.
—¿No querías verme ni en sueños?
—No he dicho eso.
—Entonces, ¿querías verme?
Lydia guardó silencio.
—Por favor, sé franca. Porque me siento como un cobarde ahora mismo al no haberte visto en mucho tiempo.
No existe un hombre como él que encaje con la palabra “cobarde”, pensó Lydia. Sin embargo, el Edgar frente a ella en ese momento no mostraba su habitual atrevimiento, insistencia y terquedad. En cambio, esperaba pacientemente su respuesta.
—Sí, quería verte… —confesó.
Creyendo que era un sueño, que nada era real, se dejó llevar por la emoción que sentía en ese instante, que lo era todo.
Aunque el Edgar de la vida real amaba a otra persona que no era ella, a pesar de que siempre la usaba en su beneficio, eso no le importaba.
—Bien. —Sonriendo de puro alivio, le tocó un mechón del cabello y le tomó las mejillas entre las manos.
Lydia levantó la mirada y sus ojos divisaron, a un lado de su dulce sonrisa, la corona de muérdago que colgaba en el arco encima de las dos paredes de la puerta.
—Lydia, cierra los ojos.
Cuando una pareja se besaba bajo el muérdago de Navidad, se decía que serían felices juntos.
—Pero… Hm…
Como creía, estaba avergonzada y no podía hacer lo que él decía.
—Si este es mi sueño, entonces no te negarás —le susurró con voz suave al ver su reacción.
—¿Y si es mi sueño?
—Por supuesto, pasará lo que desees.
Mientras meditaba qué clase de sueño quería tener, unos labios suaves rozaron su mejilla y se abrieron paso poco a poco hasta los suyos.
Quizás porque se trataba de un sueño, el roce fue reservado y efímero. Solo sintió una breve calidez, en lugar de la presión de su piel contra la suya. A lo mejor porque todavía no sabía lo que era un beso de verdad.
Se habían besado antes, aunque solo fue durante un segundo muy fugaz. Cuando recordaba lo cerca que estuvieron el uno del otro en esa ocasión, su corazón comenzaba inmediatamente a latir tan rápido que bastaba el más mínimo indicio de contacto para hacerla entrar en pánico.
Solo se tocaron, con tanta delicadeza como unos niños, tal vez porque era el sueño de Lydia y no podía imaginar nada más que eso.
Sin embargo, no la soltó, contrariamente a su deseo. Tampoco imaginó la parte en la que succionó su labio superior con gentileza cuando estaban a punto de separarse.
¿No es solo mi sueño? ¿Edgar está teniendo el mismo sueño que yo?
La piedra lunar brillaba con más intensidad que de costumbre a través de los dedos de Edgar, que sostenían su mano izquierda.
—¿Tal vez sea la magia del anillo? Nos ayudó a estar juntos en esta noche sagrada.
Podría ser. Puede que sí.
Edgar sonrió alegremente mientras la miraba con cariño. Lydia también se sentía más tranquila de lo normal, y le devolvió la mirada.
—Ah, estoy enamorado de ti hasta las trancas.
Si era cierto, entonces solo por ahora quería creer en sus palabras… y en que en este momento solo existían sus sentimientos puros de pensar el uno en el otro.
En realidad, era imposible tratar de entender lo que el otro pensaba. Aparte, a Lydia le costaba mucho ser honesta con sus sentimientos, no tenía ninguna confianza en sí misma y le aterrorizaba salir lastimada.
Esta es una magia temporal que desaparecerá cuando despierte. Así que, por ahora, voy a estar enamorada.
♦ ♦ ♦
—Lord Edgar.
Al oír la voz de Raven, Edgar sintió que despertaba de su sueño. Abrió los ojos. Un joven pelinegro lo examinaba preocupado mientras estaba sentado en los escalones de piedra de la casa de la familia Carlton en Londres.
—¿Se encuentra bien, lord Edgar?
—Raven, has venido a buscarme…
Aunque estaba usando un abrigo grueso, no dejaba de tiritar del frío amargo que hacía. Cuando se levantó, gimió.
Contó las campanadas de la iglesia y se dio cuenta de que no había transcurrido mucho tiempo. No obstante, el sentimiento miserable y sombrío que lo había obligado a ir hasta aquí había desaparecido y se sentía sorprendentemente relajado.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Lord Edgar, no me importa quién sea, serviré a la dama que elija —dijo Raven de repente en un tono muy formal. Debió compadecerse de él, que no tuvo otra opción que acudir a la casa vacía de Lydia para pensar en ella.
Sonrió con amargura al darse cuenta de que simpatizó con él.
Aunque Edgar declaraba que la amaba, no era capaz de verla ni de traerla de vuelta. Por eso Raven había estado malhumorado al ver al cobarde de Edgar tratando de distraerse con otra mujer. Pero si Lydia lo abandonaba, Raven parecía haber decidido que perdonaría a su patético maestro.
—Estaba soñando. Tengo la sensación de que Lydia aparecía en mi sueño. Quizás haya intentado besarla.
—¿Lo abofeteó?
—No lo sé. Lo acabo de soñar, pero no puedo recodar cómo era.
Solo estaba seguro de que vio los ojos verdes dorados de Lydia muy cerca. Era posible que lo hubiera abofeteado, no obstante, tenía la sensación de que no cerró los ojos tan fácilmente para él.
Incluso en mis sueños, Lydia sigue siendo la misma, pensó mientras partía de la residencia Carlton.
Raven le había dicho que renunciaría a Lydia si se marchaba, pero para Edgar era mucho más difícil renunciar a ella que de lo que lo era para Raven o incluso de lo que él mismo había imaginado.
—Ah, pero me gustan las mujeres que no bajan la guardia.
♦ ♦ ♦
Cuando revisó el buzón, encontró otra carta de Edgar. En el fondo se sentía aliviada de que no se cansara de escribirle todos los días desde que se cogió las vacaciones. Porque le demostraba que no la había olvidado.
Cuando miró hacia la puerta principal, vio la rama de muérdago de Navidad que colgaba en el arco de la puerta, a pesar de que era el día después de Navidad [3]. Mientras lo contemplaba, su corazón de repente entró en caos y comenzó a latir como loco.
El recuerdo del sueño se había desvanecido por completo. Pero esa incógnita también traía consigo una sensación dulce y tranquilizadora.
—Hola, señorita Carlton —la saludó el dueño de la voz desde el otro lado de los setos que rodeaban su casa.
Cuando se giró, vio a Guy.
—Ah, hola. Gracias por lo de ayer. Gracias a ti pudimos pasar una Navidad maravillosa. —Fue honesta, por lo que el joven la miró sorprendido mientras sonreía.
—He oído que tienes un amante.
Andy debe haberle dicho la mentira que me inventé, pensó, sin responderle.
—Andy me dijo que tiene un cabello rubio brillante y que es muy apuesto, así que no tengo ninguna oportunidad…
—Ah, ya veo…
—Ese árbol en realidad era algo que Andy quería traer a tu casa.
Lydia ladeó la cabeza confundida, no tenía ni idea de lo que acababa de decir Guy.
—Al parecer todos los años corta un pino extra. El pastor siempre le pregunta por qué sobra uno, pero Andy nunca le responde. Debía estar preocupado porque conocía la razón por la que tu familia no podía decorar un árbol de Navidad. Sin embargo, todos los años no era capaz de entregártelo.
—Pero Andy no quiere relacionarse conmigo, así que va por ahí llamándome extraña y bicho raro…
—Ahí es donde se equivoca y no puede pensar con claridad. Como perdió la chance de convertirse en tu amigo durante la infancia, tal vez no quería que nadie más lo fuera. Por eso en el fondo estaba bastante molesto con mi actitud. No obstante, anoche dijo que iba a pasear solo. Nadie pudo detenerlo, por lo que pensé que por fin había decidido pedirte disculpas. Sin embargo, debió desistir al instante porque volvió a casa enseguida. Además, me advirtió que la hija de los Carlton no estaba disponible.
—¿Q-Qué?
El Andy que Lydia imaginaba siempre tenía una cara de aburrimiento y la miraba como si viera algo maligno. Pero como esa era su única reacción con ella, pudo creer a Guy.
—Su personalidad retorcida no se arreglará tan fácilmente. Aun así, parece que ha decidido enfrentarse a las personas como yo por tu bien y por el de tu amante rubio a partir de ahora. Así que, por favor, perdónalo.
Esas fueron las últimas palabras de Guy antes de marcharse contento.
—¿Alguna vez le dije a Andy que Edgar es rubio…?
Ladeó la cabeza y se subió el chal para protegerse del viento helado. Luego, dio media vuelta en dirección a casa.
Las haditas comenzaron a salir del tronco de uno de los árboles de hoja perenne. Recogieron las monedas de plata y las nueces que les había dejado en la tierra la noche anterior, formaron una fila y se dirigieron hacia los campos yerbosos con voces alegres y animadas.
La risa de las hadas era parecida al susurro de las hojas de los árboles. Con el tiempo se mezcló con el sonido del viento y llegó a Lydia como el crujido de la oscilante corona de muérdago.
[1] Los crackers fueron inventados en 1847 por Tom Smith, quien regentaba una tienda de caramelos. Normalmente, se coloca un cracker en cada asiento en la mesa de la cena de Navidad. Antes de servir la comida, cada comensal coge un extremo y ofrece el otro extremo a la persona a su lado. Las dos tiran con fuerza, para que el cracker se rompa, se oye el “bang”, y el contenido del cracker cae en la mesa o en el suelo. La persona que termina con el extremo más largo es el ganador. Originariamente en su interior había una corona en papel de cebolla —que el ganador tenía que ponerse—, caramelos y un papel con un chiste o frase escrita. Pero esta tradición ha ido evolucionando con los años y en él ahora se incluye un pequeño obsequio.
[2] Una libra equivale a 1,14 €
[3] Boxing Day en inglés, o “segundo día de Navidad”, es la tradición de Navidad que en algunos países se lleva a cabo el 26 de diciembre y durante la fecha se promueve la realización de donaciones y regalos a los pobres. Su origen se remonta a la Edad Media.
En el calendario litúrgico de la cristiandad occidental, el 26 de diciembre es el segundo día de Navidad y también el día de San Esteban.
El término Boxing Day se asocia a la necesidad que tiene la gente de deshacerse de los envoltorios de los regalos de Navidad al día siguiente.