La hija del Emperador – Capítulo 08.5

Traducido por Lily

Editado por Sakuya y Herijo


—Gloria al emperador.

Se esperaba que la conquista de Izarta tomara dos años, pero terminó mucho más rápido que eso. La gente del imperio dio la bienvenida al regreso de su emperador con corazones sinceros. Incluso los nobles que habrían lamido el suelo que él pisaba dieron la bienvenida al retorno de su gobernante, preparando una gran fiesta y mujeres para entretenerlo.

Sin embargo, lo primero que hizo el monarca al regresar no fue deleitarse en fastuosas fiestas ni llevar mujeres a su alcoba. En lugar de eso, fue a ver a la princesa, la primera hija que jamás le había nacido.

Todos contuvieron la respiración, esperando que el palacio se viera envuelto en otro baño de sangre. Incluso Perdel esperaba que se perdiera otra pobre vida.

Pero sus expectativas resultaron gratamente erróneas.

Recordando el breve vistazo que había tenido de la pequeña figura, Perdel miró fijamente la espalda del hombre que caminaba delante de él: Kaitel Agrigent, el Emperador Loco, el creador y dueño de este imperio, y su amigo.

—¿En qué estás pensando?

Tan pronto como entraron en el Palacio Soleil, el palacio del emperador, Perdel se detuvo. Kaitel, que había estado caminando adelante, dio unos pasos más antes de darse la vuelta.

—¿Sobre qué?

Una mirada fría. Una expresión escalofriante. Una hostilidad asesina que mostraba la arrogancia de un vencedor que no perdonaba a nadie que se interpusiera en su camino.

Pero Perdel no tembló, ni siquiera por dentro, y eso que ni siquiera había aprendido esgrima. No era porque tuviera habilidades iguales a las del emperador, sino porque estaba seguro de que nunca lo mataría. Corrección: no podría matarlo.

—Si pretendías perdonarle la vida, podrías haberla dejado donde estaba. ¿Por qué ordenaste que la trasladaran al Palacio Soleil?

Después de haberla nombrado personalmente, nada menos. Perdel sentía una curiosidad genuina. Toda esta situación era extraña. Desconcertante, incluso.

No habría sido sorprendente que un loco como Kaitel hubiera matado a la princesa. Perdel simplemente habría pensado: «Allá vamos de nuevo, ese maníaco». Pero le había perdonado la vida, incluso le había dado un nombre.

Pero lo aún más sorprendente era la orden dada después de que llegaron al palacio.

—Trasladen a la princesa al Palacio Soleil.

Seguramente, Kaitel sabía bien lo que tal cosa insinuaría. Después de todo, él era el Emperador del Imperio Agrigent.

—A la Habitación de la Luz.

Solo a los descendientes directos del emperador se les permitía quedarse en Soleil. En otras palabras, la orden de Kaitel era un reconocimiento tácito de la Princesa Ariadna como su hija. Acababa de hacer casualmente un movimiento que podría destruir todo lo que había construido hasta ahora.

Kaitel dirigió su gélida mirada hacia Perdel tan pronto como entró en su alcoba.

—¿Desde cuándo tengo que explicarte cada pequeña cosa?

La aguda mirada de Kaitel hizo que Perdel se sintiera como si estuviera bajo la punta de una cuchilla. Dejó escapar un suspiro.

Parecía algo serio. Y dada la situación, era comprensible lo inquieto que estaba.

—Solo quería saber cuáles son tus intenciones. ¿Por qué tan a la defensiva?

Kaitel se dio la vuelta sin responder y comenzó a quitarse los engorrosos accesorios de su cuerpo.

—Porque sí. —Se quitó la capa de un tirón.

—Estoy intrigado. —Su voz era extremadamente seca.

No sonaba intrigado en absoluto. Perdel frunció el ceño, pero Kaitel no se molestó en mirarlo. Simplemente murmuró para sí mismo: —¿Quién era la madre, de nuevo?

Perdel dejó escapar un profundo suspiro.

Pensó en la mujer que había perdido la vida dos meses atrás debido a un parto difícil: la Princesa Real Zereina. La Hija del Hielo del Norte. La heredera de una antigua dinastía histórica.

Aunque su reino se había debilitado significativamente, todavía no debía ser menospreciado. Pero al final, se había convertido en solo uno de los accesorios de Kaitel, guardada en su harén.

Sabiendo mejor que nadie cómo había sido tratada y cómo había encontrado su fin, Perdel se sujetó la cabeza. No era una buena sensación.

—¿Por qué preguntas? De todos modos, no te importaba.

Kaitel se detuvo a medio aflojar la corbata alrededor de su cuello. Perdel se giró para mirar en su dirección. Siguió un silencio escalofriante.

Perdel cerró la boca.

Pensó que había crispado los nervios de Kaitel, pero pronto se dio cuenta de que no era el caso. La mirada de Kaitel sobre Perdel permaneció inalterada mientras continuaba quitándose la corbata, diciendo: —Lo que necesita ser aclarado… debe ser aclarado.

—Entonces, ¿vas a aniquilar ese reino o qué?

La pregunta era bastante agresiva. La irritación de Perdel hacia Kaitel había estallado. Sus miradas se encontraron en el aire, luego sus ojos se movieron rápidamente mientras se evaluaban mutuamente. Si Perdel albergaba alguna emoción, era como mucho solo un poco de frustración. No era como si fuera a hacer algo al respecto.

Kaitel se apartó con una expresión seca.

—No.

—Si no es eso, ¿entonces qué?

Una leve arruga se formó en el rostro de Perdel. ¿En qué demonios está pensando? Kaitel probablemente ya sabe quién dio a luz a esa niña.

Esa no era realmente la pregunta que Kaitel estaba haciendo. Una brisa fresca entró por una ventana que se había abierto sin que ellos lo notaran, alborotándoles el cabello.

Kaitel de repente se quedó quieto y miró hacia afuera, perdido en sus pensamientos.

—Ibas a matarla.

Intentó evitarlo, pero Perdel no pudo impedir que las quejas y críticas brotaran de él. Frunció el ceño ante la situación, lo que hizo que su cabeza se sintiera enredada. No, había estado así desde el principio, desde el momento en que Kaitel dijo que no mataría a la niña, sino que vería si ella daba a luz. Posiblemente incluso antes de eso.

—¿Por qué?

Kaitel se dio la vuelta para ver a un Perdel angustiado y rio. Era una mueca burlona tan escalofriante que helaría el corazón de cualquiera que la viera.

—¿Debería ir a matarla ahora? —preguntó.

—No estoy tratando de jugar contigo, Kaitel.

Kaitel se dio la vuelta. Aparentemente no tenía intención de seguir entreteniendo las quejas. Perdel exhaló mientras observaba al despiadado rey alejarse. Lo siguió y luego preguntó: —¿Por qué demonios cambiaste de opinión?.

—Simplemente estoy reclamando lo que es mío. ¿Cuál es el problema aquí?

—Ese no es el problema.

—Pero lo es.

—Es tu hija, tu descendiente —suplicó Perdel con frustración.

La voz de Kaitel era ligera y despreocupada mientras se cambiaba la camisa.

—¿Y cuál es la diferencia entre ella y las mujeres del harén?

La boca de Perdel se cerró de golpe como una almeja. ¿Cuál es la diferencia? Bueno, veamos.

Quizás no había ninguna, como había dicho Kaitel. Después de todo, lo más probable era que la princesa terminara siendo vendida a otro palacio, al igual que las mujeres del harén de aquí; un futuro más que obvio. La única diferencia era que ella tenía la sangre de Kaitel. Pero Perdel no creía que esto beneficiaría el futuro de la Princesa Ariadna.

Kaitel, ahora completamente vestido con su nueva camisa, se dio la vuelta. Curiosamente, parecía emocionado.

—Tengo curiosidad.

—¿Sobre qué? —preguntó Perdel con mal humor, deseando desesperadamente ver el rostro de Kaitel descomponerse de cualquier manera posible.

La doncella que lo había estado atendiendo desapareció en silencio.

Kaitel habló en voz baja mientras se abotonaba las mangas. Su voz lánguida, perezosa y extremadamente aburrida era un ataque para los oídos de Perdel.

—Cómo soportará las miradas que recibirá como hija de un asesino en masa. —Finalmente, el último botón fue abrochado—. Cómo sobrevivirá.

La breve sonrisa en el rostro de Kaitel era increíblemente cautivadora. Aunque fue breve, Perdel casi cayó rendido ante ella, pero rápidamente frunció el ceño en su lugar. Kaitel rio entre dientes suavemente ante el rostro angustiado de Perdel.

Perdel no ocultó sus emociones. Al contrario, exhibió abiertamente su repulsión.

—Loco bastardo.

—Como si no lo supieras —asintió Kaitel. Había anticipado tal reacción.

Después de ponerse la chaqueta, Kaitel se ajustó las mangas una vez más y preguntó, de manera reservada y siniestra—: Si llega el caso, simplemente puedo matarla. ¿No estás de acuerdo, amigo?

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