Editado por YukiroSaori y Yonile
Leah ni siquiera se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Solo cuando sintió que su corazón se apretaba, finalmente inhaló. Tal vez fue por el impacto, pero su mente estaba en blanco. No podía pensar en nada. Abrazando a la muda y paralizada Leah, Ishakan continuó susurrando.
—¿Alguna vez has visto un desierto? No te imaginas lo hermoso que es mirar la arena dorada esparcida por el panorama.
Los feroces ojos del hombre la miraban con amor, peligrosamente encantadores. Miró a Ishakan como si estuviera bajo un hechizo. Podía imaginar un vasto desierto de arena extendiéndose como un océano. Ella nunca lo había visto, pero seguramente sería precioso como el oro.
—Y no todo es solo arena. En la parte más profunda del desierto, donde viven los Kurkans, hay un prado. En ese lugar, las flores que te gustan siempre florecen.
Su rostro se había acercado sin que ella lo notara, tan cerca que sus pestañas se tocaron. Esos ojos dorados ante ella brillaban como estrellas.
—En ese lugar tendrás todo lo que quieras.
Haré que suceda.
Las palabras fueron firmes. Los ojos de Leah estaban húmedos y los cerró con fuerza. La desesperación la abrumó y sus piernas temblaron, como si fueran a ceder en cualquier momento. Ahora mismo no le importaba si Ishakan estaba mintiendo o diciendo la verdad. Cualquiera de los dos estaba bien. Incluso si era una dulce mentira, no le importaba creerla, incluso si moría.
Solo había una razón para ello.
Me gustas, Ishakan.
Las palabras que no podía decir giraban en su mente con tanta fuerza que temía que se le escaparan. Leah apretó los labios con fuerza y hundió la cara en el pecho de Ishakan. En verdad, le había gustado desde la primera vez que se conocieron. Desde su primera noche juntos, ella nunca lo había olvidado.
La princesa solitaria había sido saboteada por un extraño. Ella sabía que él era peligroso y aun así lo dejó acercarse, y al final, todo se derrumbó.
Pero extrañamente, a ella le había gustado eso. Le gustaba perder el control y el orden. Y esto era lo mismo. Quería seguir al hombre que la estaba tentando y romper todos los lazos que la ataban. Quería escapar al desierto de arena dorada.
Pero no podía ni debía. Nació con el nombre de Estia, Leah había heredado las responsabilidades y deberes de una princesa. No podría manchar ese nombre con sus propias manos.
Su cabeza comenzó a doler con los deseos en conflicto, y tuvo que obligarse a sí misma a calmarse antes de dar la respuesta que ninguno de los dos quería.
—Lo siento —Ishakan la miró en silencio. Sus palabras surgieron vacilantes, como si alguien la estuviera estrangulando—. Yo… no puedo abandonar a Estia.
Y habiendo pronunciado las palabras, cerró la boca. Ishakan lanzó una mirada penetrante, pero no salieron más palabras de sus labios temblorosos. Cuando ella se mordió el labio inferior, su rostro se contrajo y las emociones que había borrado aparecieron de nuevo.
—Tú. —De repente habló, irritado—. ¿Alguna vez sentiste que tus pensamientos eran extraños? —Leah parpadeó sin comprender. La voz de Ishakan se elevó—. ¡Tu dedicación a Estia, tu elección de morir sin oponerte a la familia real!