Traducido por Yonile
Editado por YukiroSaori
Pensó que no la sorprendería ningún nombre. Pero ella había sido ingenua.
—Fue la condesa Melissa —dijo, tras una pausa cargada de silencio.
Por dentro, Leah no quería creerlo. Aunque había venido en busca de respuestas, la realidad resultaba cruel. Lo más angustiante era que la baronesa, quien había revelado la terrible verdad, también sufría. Se afligía porque sabía que sus palabras habían herido a su princesa.
El silencio colgó en la sala de estar durante un largo rato. Leah tomó un sorbo de su té frío y recuperó la compostura.
Solo había dos opciones: o la baronesa Cinael mentía o la condesa Melissa mentía.
Por supuesto, Leah quería confiar en la condesa.
Tenía sentido que la baronesa no se hubiera defendido de las demás damas de honor y hubiera aceptado su suspensión, quedando condenada a la desgracia. En el Palacio de la Princesa, la condesa Melissa era la persona más influyente, después de Leah. No importaba lo que dijera la baronesa; Leah pensó que nadie la creería. Además, sabiendo lo mucho que Leah confiaba en la condesa, probablemente la habrían echado antes de que terminara de hablar.
La condesa había estado al lado de Leah con amor y afecto desde que esta perdió a su madre cuando era niña. Había un lazo entre ellas que no podía romperse ni por el dinero ni por el poder. Pero no parecía que la baronesa estuviera mintiendo. Leah quería creer en la inocencia de todas sus damas de honor.
Tal vez la baronesa y la condesa decían la verdad.
Leah, cuya mente se sentía extrañamente clara y límpida últimamente, de repente encontró otra explicación: la brujería de Cerdina…
Parecía bastante posible. Si Cerdina podía hechizar gatos, seguro que podría haber hecho algo en el palacio de la princesa. De repente, Leah sintió miedo. No sabía cuán poderosa era Cerdina, pero no pudo evitar un escalofrío.
¿Acaso Cerdina había hechizado a Leah? Esta nunca había actuado de manera anormal, como el rey o la condesa Melissa. Leah negó con la cabeza al recordar al rey, ahora poco más que un títere de Cerdina.
—Gracias por decírmelo, baronesa Cinael. Como esta es la situación, creo que es mejor que descanses por el momento.
Leah prometió pensar detenidamente en lo que le había dicho la baronesa y sacó el regalo de galletas que le había traído. En unos momentos, la baronesa estaba comiendo una galleta y mirando un documento que Leah le había dado, con los ojos aún enrojecidos pero ahora llenos de desconcierto.
—Esto es… —murmuró, visiblemente asombrada.
Era un certificado de propiedad de una pequeña granja. La mujer se quedó sin palabras.
—Estoy organizando algunas cosas antes de dirigirme a la frontera —explicó Leah en voz baja—. He decidido repartir equitativamente mis bienes entre las damas de honor del palacio de la princesa. Por favor, acéptalo.
—¡No! ¡No puedo aceptarlo, solo estaba haciendo mi trabajo…!
—Está bien. Es una recompensa por todo el arduo trabajo que has hecho por mí hasta ahora.
—Mi princesa… —Las lágrimas de la baronesa, que acababan de cesar, volvieron a brotar. Leah la reconfortó un momento y luego partió de regreso al palacio.
♦ ♦ ♦
Su corazón pesaba mientras miraba por la ventana del carruaje.
Cuando llegó al palacio, sus pensamientos se habían vuelto más claros. Había decidido hablar con la condesa Melissa, escuchar sus explicaciones y determinar si había brujería de por medio.
Al salir del carruaje, Leah se detuvo abruptamente. El silencio que envolvía el palacio era antinatural. Durante su visita a la baronesa, solo la habían acompañado caballeros, ninguna de sus damas de honor. Pero ahora no se divisaba un alma.
Solo el eco inquietante de sus propios pasos resonaba en los pasillos vacíos. El aire frío le erizó la piel. Leah se frotó el dorso de las manos, intentando calmar el escalofrío repentino, y se dirigió a su habitación para cambiarse.
Allí, se sobresaltó al descubrir a una mujer sentada en su cama. Todo su cuerpo se tensó por instinto. Intentó hablar, pero las palabras se negaron a salir. Sus labios temblorosos apenas lograron articular un sonido.
—Eh, ¿por qué viniste inesperadamente…?
Cerdina se levantó lentamente sin responder, acercándose a Leah. Un olor amargo emanaba de ella, flotando hasta la nariz de Leah. ¿Por qué olía a hierba, en lugar de su perfume habitual?
Pero no tuvo tiempo de preguntarse. Los ojos de Cerdina estaban justo frente a ella, una mirada como una daga, atravesando lentamente a Leah. Cerdina se había quitado por completo su máscara de generosidad y bondad. Ya no tenía la intención de ocultar nada. Ella chasqueó la lengua.
—Traté de hacerlo moderadamente.
La voz fría erizó la piel de Leah, quien retrocedió un paso. Su cabeza resonó como si alguien golpeara una campana atronadora. Un impulso de huida se apoderó de ella, y giró bruscamente para agarrar el pomo de la puerta. Pero por más que forcejeó, la puerta no cedía.
Una risa helada retumbó detrás de ella, y en ese instante, un dolor lacerante estalló en su cabeza.
Era como si unas garras invisibles comprimieran su cerebro. Leah se desplomó ante el dolor, arañando la alfombra mientras yacía boca abajo. El vómito le quemó la garganta; la saliva le caía de los labios entre gemidos ahogados, y las lágrimas le surcaban las mejillas.
Cerdina observó cómo Leah se retorcía y chasqueaba los dedos. Cada vez que rompía, Leah se agarraba la cabeza y se retorcía.
—¡Ah, aah, arg, ahhhhhhh……!