Traducido por Lucy
Editado por Lugiia
A doscientos kilómetros del primer distrito del frente oriental de la República se encontraba la capital de la Federación, Sankt Jeder, pintada de blanco por la nieve invernal recién caída. Shin se detuvo en el borde de la calle principal que conducía a la plaza del ayuntamiento y miró la torre del reloj, que estaba nebulosa por la nieve en polvo. La nieve se retiraba de las losas de la ciudad por las mañanas, y en el centro de la plaza del mercado había un gran pino que servía de decoración para el Santo Cumpleaños.
Shin nunca había experimentado una nieve así. ¿Era de verdad la misma nieve que había caído sobre sus cadáveres en algún rincón desconocido del campo de batalla, y que acabaría derritiéndose con la llegada de la primavera? Se sintió extraño, viéndola sin los sonidos de la guerra en sus oídos, en una pacífica esquina de la calle, rodeada de gente que iba y venía.
Su aliento salía en bocanadas de vapor blanco, igual que aquel frío en las ruinas de la plaza de una iglesia. El abrigo que le habían regalado era cálido. A diferencia de la ropa que había llevado aquel día.
Sacudiendo la cabeza una vez, Shin continuó su paso por la calle nevada.
Cuando entró en la antigua biblioteca de la capital imperial en la plaza del ayuntamiento, Shin se quitó la nieve de los hombros y el abrigo. Este lugar siempre estaba con calefacción. Hacía un mes que había empezado a frecuentar el lugar, y al entrar, intercambió saludos con los bibliotecarios que había llegado a reconocer, antes de ir a curiosear en las estanterías.
La biblioteca de la capital imperial estaba construida como un atrio de cinco pisos rodeado de anexos, y la cúpula que la cubría tenía una hermosa incrustación de nácar, sin duda minuciosamente elaborada, con la forma de las constelaciones de verano.
Shin, quien en ese momento vivía una vida sin percepción de la fecha, no se dio cuenta de que era una tarde entre semana, por lo que el sitio estaba vacío, lo que le daba un ambiente peculiar y tranquilo.
—Ah…
Se detuvo de repente frente a una estantería que rara vez examinaba. La estantería de los niños. Se paró porque uno de los libros de los estantes inferiores tenía una ilustración familiar. Tomó el viejo libro ilustrado, que no recordaba del todo. Lo que le llamó la atención fue la portada.
Un caballero esquelético sin cabeza, blandiendo una espada larga.
El logo de mi herma…
Al hojear el libro, se dio cuenta de que tampoco recordaba la historia. Sentía como si de alguna manera la conociera, pero la sinopsis era tan común que pensó que podría haberla imaginado. Un héroe de la justicia que vencería a los malvados y defendería a los inocentes. Pero mientras leía la sencilla composición del libro, podía oír la voz de su hermano superponiéndose a las palabras.
Casi podía ver esas dos grandes manos hojeando las páginas. Su voz se volvía poco a poco más grave y gruesa. Y cada noche, Shin insistía, intentando que se lo leyera en voz alta de nuevo.
Su hermano, quien ahora se había ido para siempre.
—Lo siento.
Las últimas palabras de Rei volvieron a la vida, y Shin pudo ver de nuevo su espalda en retirada, con el mismo rostro que cuando estaba vivo.
Al oír el sonido de unos pasos suaves cerca de él, Shin se levantó de golpe, mirando a la presencia que estaba a su lado. Era una niña de unos cinco o seis años. Llevaba un gorro de lana y orejeras, y sus ojos plateados estaban muy abiertos. Al darse cuenta de que sus ojos estaban fijos en el libro de ilustraciones, lo cerró y se lo presentó con una mano. Tal vez por la timidez, la niña lo tomó tras un largo momento de vacilación, y luego se dio la vuelta y salió corriendo hacia algún lugar.
Pero al momento siguiente, regresó acompañada de un chico de la edad de Shin. Tenía el cabello plateado y un par de ojos del mismo color ocultos tras sus gafas. Al ver eso, la expresión de Shin se endureció por un momento.
Un Alba y un Celena de su grupo.
Sabía que no se trataba de los ochenta y cinco sectores, y que la persona que tenía delante no era un ciudadano de la República. Lo sabía, y, sin embargo…
—Permítame disculparme. Mi hermanita estaba siendo grosera.
—Oh… Está bien, no lo estaba leyendo.
La expresión del chico se volvió severa ante las palabras de Shin.
—No, no está bien. Cuando alguien hace algo por ti o te da algo, debes dar las gracias. Eso es algo que los niños deberían aprender desde pequeños.
El niño empujó la espalda de su hermana, animándola. Ella murmuró algo en un tono casi inaudible y salió corriendo de nuevo.
—¡Eh, espera…! Caramba.
El chico se calló después de recibir una mirada desagradable de uno de los bibliotecarios. La visión de una mujer de cabello negro y ojos verdes reprendiendo a un chico Alba era algo que Shin no podía evitar encontrar peculiar. Después de todo, se encontraba en un mundo por completo diferente.
Tras un suspiro, el chico bajó la cabeza en señal de disculpa.
—Gracias. Lo siento. No deberías verme disciplinándola.
Habló con la misma integridad que intentaba enseñar a su hermana. Shin se sintió algo divertido al mirarlo. Su sencilla honestidad, unida a su cabello y ojos plateados, le recordaba a su última controladora, aunque nunca le había visto la cara.
—Está bien. Ser hermano mayor parece difícil.
—No sé a quién se parece, pero es terriblemente tímida con los extraños.
El chico entonces ladeó la cabeza y bajó los hombros.
—Hmm, puede que sea grosero preguntar esto, pero siempre te veo aquí a esta hora. ¿No vas a la escuela?
Sobre el papel, la educación hasta el sexto grado en la Federación era obligatoria. Los estudios siguientes eran opcionales y ya no eran gratuitos. Sin embargo, era solo sobre el papel, ya que el sistema se había establecido hace nueve años, con el surgimiento de la Federación. Se mantenía en la capital y en las ciudades cercanas, pero en otros territorios aún no había suficientes profesores ni se habían construido instalaciones escolares.
Y, por supuesto, Shin, quien no era un ciudadano nacido en la Federación, sino un Ochenta y Seis que creció en los campos de internamiento y quedó bajo la protección de la Federación hace solo dos meses, tampoco asistía a la escuela. Aunque Ernst les había dicho que lo consideraran una vez que llegara la primavera y tuvieran algo de tiempo para adaptarse.
—¿Y tú?
—¿Eh?
—Si me ves tan a menudo aquí durante el horario escolar, eso significa que frecuentas la biblioteca tanto como yo.
El chico esbozó una sonrisa amarga y vergonzosa.
—Ah, sí. No voy a la escuela. O más bien, no puedo ir a la escuela. Los antiguos nobles tienen… todo tipo de cosas de las que avergonzarse.
Después de la revolución, el estatus de los antiguos nobles se dividió efectivamente en dos. Los nobles más altos, que participaban en empresas que servían de sustento a la nación, como la agricultura a gran escala y la industria pesada, conservaron sus puestos de dirección incluso después de renunciar a su estatus social y a sus privilegios fiscales. Esto se debía a que la Federación no podía permitirse el lujo de paralizar las industrias que estaban directamente relacionadas con el potencial bélico de la nación. Todavía estaba en guerra con la Legión y no podían permitirse perder ni un ápice de fuerza marcial.
Asimismo, muchos de los hijos de los nobles, que no pudieron heredar las jefaturas de sus familias y sirvieron como oficiales en el ejército imperial, conservaron sus puestos en el ejército de la Federación. Pero, por otro lado, todos los demás nobles quedaron reducidos a civiles normales. Nunca conocieron el trabajo manual y tuvieron problemas incluso para encontrar empleo, ya que eran aborrecidos por la clase media. Los nobles inferiores, que ni siquiera tenían bienes suficientes para mantenerse alimentados, eran ya más pobres que incluso los trabajadores comunes.
—Pensé que podríamos estar en la misma posición… Lo siento, fue realmente grosero por mi parte asumirlo.
Shin sacudió la cabeza mientras el chico fruncía el ceño.
—No me importa. No soy un nativo.
Shin, por supuesto, quería decir que no era nativo de la Federación, pero ya había aprendido en varias conversaciones que para los ciudadanos de Sankt Jeder había un matiz en esa palabra que significaba que uno era o no nativo de la antigua región de la capital imperial. Explicar que era un Ochenta y Seis era molesto, y si decía que no era nativo, la gente se limitaba a entender que no era de esta región, sino de los territorios, y no indagaba más.
Cada uno de los diferentes territorios que antes estaban bajo el control del Imperio tenía sus propias culturas, costumbres y sistemas de valores. A veces, incluso su idioma era diferente al de la antigua región de la capital imperial. Cuando Shin expresó implícitamente que no había mucho de qué preocuparse, el chico pareció aliviado y, al mismo tiempo, sus ojos brillaron de curiosidad.
—Vaya, ¿tienes sangre del subgrupo onyx y pyrope, y no eres de la capital? Eso es inusual… Oh, ahí voy de nuevo. Eso fue grosero. Lo siento.
El chico esbozó una sonrisa incómoda mientras se rascaba la nuca. Sus ojos plateados se rieron detrás de las gafas.
—Soy Eugene Rantz. Es un placer conocerte.
♦ ♦ ♦
—Eso lo concluye… En el mes transcurrido desde que los acogimos parece que se han aclimatado bastante bien a la vida aquí.
Ernst les había dicho a los niños puestos bajo su protección: “Tómense su tiempo para ver lo que este país tiene que ofrecer y consideren su futuro después” y les permitió recorrer la ciudad libremente, pero no podía enviarlos a las calles desconocidas de la Federación sin supervisión.
Primero les asignó guías. Y una vez que se acostumbraron un poco a la ciudad, hizo que oficiales cercanos a ellos en edad los vigilaran desde lejos, y que sus informes le fueran resumidos por su secretaria. Al escuchar su informe, Ernst habló desde la montaña de documentos electrónicos, sin levantar la vista del terminal que tenía sobre su escritorio.
—Ya veo. Ayer se pasó leyendo todos los libros de la estantería de historia militar. El día anterior se dedicó a leer libros de filosofía. Hace tres días visitó un cementerio militar, y hoy ha estado leyendo libros infantiles ilustrados. Todavía no sé con qué criterio elige sus intereses, pero que Shin haga un amigo es un acontecimiento auspicioso. Deberíamos asar arroz rojo esta noche.
—Servir arroz rojo cuando no tienen ni idea de lo que significa es una mala idea, y mucho menos asarlo. Por el amor de Dios, no lo hagas.
—Para empezar, ¿vas a volver hoy? El joven Raiden apareció antes con una muda de ropa para ti, entregada con las acaloradas quejas de Teresa. ¿Qué hacen ustedes dos con estos niños?
Su secretaria, mitad orienta y mitad eisen, bromeó con un tono desinteresado, pero Ernst la ignoró y continuó.
—El cambio de ropa no tiene sentido. Aquí hay una lavadora, así que me pongo el mismo traje todos los días. Teresa seguramente solo quería enviar sus quejas. En definitiva, hoy volveré, así que tú también puedes irte a casa. Es el Santo Cumpleaños, después de todo.
—Vaya, gracias.
—Debería comprar algunos regalos en el camino de vuelta, también. ¿Crees que la República tiene la costumbre de hacer regalos en la noche del Santo Cumpleaños?
—Creo que sí… Pero ¿quién puede decir si los niños tampoco lo recuerdan?
—Solo tendrán que aprenderlo de nuevo… Ahora, entonces. ¿Qué debería regalarles…?
Ernst sonrió con genuina emoción, sus ojos aún no se apartaban de la terminal. Se trataba de un aviso con poca antelación, así que seguro no podía preparar nada demasiado especial para ellos, pero aun así.
Hacía un mes que habían llegado a Sankt Jeder, y cada uno había empezado a encontrar su manera de apreciar la paz. Raiden comenzó un trabajo a tiempo parcial como cartero en moto. Anju empezó a tomar clases de cocina, Theo recorría la ciudad haciendo bocetos, Kurena disfrutaba mirando escaparates, y Shin iba al azar entre bibliotecas y museos. Todos ellos también habían empezado a hacer amigos.
Ernst se sintió aliviado con sinceridad. Seguro ahora todos abandonarían la idea de alistarse en el ejército. Por fin podrían dejar atrás la persecución que su patria les infligía… Podían dejar de lado la mentalidad guerrera.
Ya no serían Ochenta y Seis.
—Debería hacer los preparativos para los futuros que elegirán en primavera…
Desde el exterior de la ventana, se podía ver el invierno de la capital del norte mientras esperaba que la luz de la primavera brillara sobre ella.
♦ ♦ ♦
La nevada que había comenzado la noche anterior cesó hacia el mediodía, y no había ni una nube a la vista. Un vasto cielo azul se cernía sobre las losas blanquecinas de la plaza. Deteniendo su paso relajado y pausado, Theo miró la gran extensión azul sobre él. El cerezo en flor del centro de la plaza se alzaba desnudo y huesudo, sin un solo pétalo, y el claro cielo de invierno podía verse entre sus negras ramas. Era la visión de la eternidad mientras se convertía en una forma agrietada y destrozada al borde del colapso.
Theo bajó la mirada y sus ojos se posaron en una holo-pantalla callejera que proyectaba una reunión del parlamento. En el escenario estaba Ernst, con su habitual traje de negocios fabricado en serie y sus gafas. Verle pronunciar un discurso siempre le producía a Theo una sensación extraña y disonante. Era un líder de la revolución, un héroe, y había servido diez años como presidente temporal de la Federación. Pero para Theo era un hombre extraño que volvía de vez en cuando y los molestaba con su arbitrario toque de queda, discutía con Frederica sobre el canal que debían ver en la televisión y armaba un escándalo por tontas disputas.
“Deja que la niña tenga sus treinta minutos de dibujos animados” es lo que siempre decían Shin y Raiden cuando él cambiaba el canal del programa de la muchacha mágica de Frederica o de un episodio de alguna serie de escuadrón de superhéroes a un programa de noticias o fútbol.
Theo solo escuchaba a medias el discurso, pero estaban discutiendo algo sobre la situación bélica de la Federación. Un análisis del estado de cada uno de los frentes y su política de cara al futuro. Puede que Ernst no fuera el que hiciera el análisis, pero sí que tomaba la información para hacerlo de cada frente. Estaba muy lejos del estado de la República, donde Shin podía enviar el mismo informe durante cinco años sin que nadie se diera cuenta… Salvo la última controladora.
Incluso las noticias que Shin estaba viendo —o al menos escuchando a medias, ya que tenía la nariz metida en los libros, como siempre— seguro transmitían un informe más o menos exacto y veraz de lo que ocurría en el campo de batalla. El número de bajas de ese día era transmitido por el gobierno todas las noches, mencionando incluso a los soldados rasos. Y los ciudadanos se lamentaban de la pérdida de soldados que nunca habían conocido. Parecía que eso era algo obvio en la Federación. Y se hablaba de países que habían sido sus vecinos hasta hacía diez años, países de los que Theo ni siquiera había oído hablar.
Pero aunque pensara que los cerdos blancos de la República estaban de verdad locos, había una parte de él que no podía quedarse quieta. Algo le decía que no podía quedarse así, que no debía entretenerse aquí. Una impaciencia ardiente le roía el corazón.
No podía dejar de pensar en ello.
Después de todo, nosotros somos…
Llevando su cuaderno de bocetos bajo la axila, Theo no se sorprendió al ver que no había muchos otros artistas por aquí con este frío. Paseó por la plaza prístina, sin una pizca de basura a la vista, y mucho menos los escombros y restos que estaba acostumbrado a ver.
Sankt Jeder también había visto su cuota de combate durante la revolución de hacía diez años. Algunas de las losas eran más nuevas que otras; algunas de las vigas de los puentes sobre el río que atraviesa la ciudad habían quedado carbonizadas; a una magnífica catedral de importancia histórica le faltaba el campanario —probablemente volado por los bombardeos— y se había dejado tal cual.
Las enredaderas se arrastraban por los muros de piedra de la catedral, recordando a Theo las ruinas que había encontrado una vez en el campo de batalla, a pesar de estar en una ciudad poblada. Decidió dibujar el lugar, y el sacerdote cercano le dio un caramelo por alguna razón. Entonces, oyó un par de pasos silenciosos que se acercaban a él y se giró para ver a Anju.
—Ahí estás. Dijiste algo de dar una vuelta por la plaza de la República hoy, así que me imaginé…
—Sí, no pensé que hubiera algo así frente a la antigua embajada de la República, aunque… ¿Qué pasa?
Anju iba vestida con una elegante blusa, un abrigo de color claro, una falda con volantes y unas botas de cordones. Todavía no se acostumbraba a verla con algo que no fuera su uniforme de campaña. Eso también se aplicaba a todos los demás, e incluso a él mismo. Siempre tenía la extraña sensación de que aquello no les sentaba bien, de que estaban fuera de su piel.
—Quiero que me ayudes un poco. Y con eso me refiero a que me ayudes a llevar las bolsas de la compra; no tengo suficientes manos para ello.
—Ah, entendido… ¿Seremos suficientes los dos? ¿Quieres que llame a alguien más?
Kurena, quien no tenía mucha fuerza física, y Frederica que era una niña, no eran las mejores candidatas cuando se trataba de cargar cosas.
—Raiden está… en su trabajo a tiempo parcial. Pero Shin debería estar libre.
Dicho esto, todos tenían mucho tiempo libre. Incluso se aburrían. Mientras hablaba, Theo se llevó la mano a un lado de la cabeza, con la intención de activar su brazalete para-RAID.
—Activar.
Pero sus dedos solo flotaron en el aire, en lugar de presionar la dura textura del manguito.
Ah, es cierto, pensó Theo, quedándose callado. Anju reprimió una sonrisa mientras le tendía el teléfono, lo que hizo que Theo sacara el suyo.
—Vaya, esto sí que es práctico. Tienes que asegurarte de llevarlo siempre encima. Además, no puedes conectar con la otra persona si lo tiene apagado y tienes que introducir manualmente los números de teléfono para registrarlos.
Su expresión y sus ejemplos no coincidían en lo más mínimo con su primera frase, lo que hizo que Anju se riera.
—Bueno, los dispositivos RAID todavía tenían que ser reiniciados cada vez que cambiábamos de Controlador.
—Sí, para los cerdos blancos… Eso también era molesto. Hacían lo que les daba la gana y luego se quejaban de estupideces cada vez que aparecían.
La República les había puesto los dispositivos RAID a su conveniencia y también les había colocado los brazaletes de registro de datos variables, de forma que no podían quitárselos por su cuenta. Como se les había colocado de forma ordinaria y sin usar desinfectante, cuando la Federación se los quitaba, les dejaba cicatrices en el cuerpo. A Theo no le importaba demasiado, pero ver cómo habían estropeado la belleza de Anju y Kurena les dejaba furioso.
Sin embargo, es cierto que los controladores a cargo de ellos… o mejor dicho, de Shin, acababan cambiando con bastante frecuencia, pero eso no era particularmente culpa suya. Su último controlador fue una princesita de corazón débil, más o menos de su edad, pero eso era culpa de ella por insistir en sufrir y no renunciar cuando podía.
—Sin embargo, la Federación sí que es rara por querer esas cosas. Llevamos usándolas desde siempre, pero todavía no tenemos ni idea de cómo funcionan.
—Eso lo entiendo. Es útil en el campo de batalla. Los Eintagsfliege son un problema aquí, también. Pero preocuparse por el Juggernaut, ahora, esa es una buena. ¿Qué es lo que creen que van a conseguir analizando ese ataúd andante?
Cuando llegaron a la defensa de la Federación, les quitaron todas las cosas que tenían. Y por alguna extraña razón, la Federación decidió investigar el para-RAID y el Juggernaut, por lo que fueron enviados a algún laboratorio. El resto de sus pertenencias no tenían mucho valor sentimental, así que dejaron que la Federación se deshiciera de ellas.
—Ahora que lo pienso… Shin pidió que le devolvieran su pistola, pero la Federación rechazó esa petición, aunque los civiles pueden obtener la aprobación para llevar armas.
Sin embargo, Ernst la tenía guardada.
—No era exactamente por valor sentimental, sin embargo. Fue el arma que utilizó para acabar con los moribundos. Shin no permitiría que nadie más llevara esa carga.
Ni siquiera dejaba que lo hiciera Raiden, su vice-comandante, quien había luchado junto a él durante más tiempo. Theo suspiró.
—Supongo que no lo haría, y no hay forma de evitarlo… Pero cielos, ¿mataría a Shin vivir para sí mismo un poco más?
Theo pensaba que su amigo, que podía oír las voces de los fantasmas errantes, estaba demasiado obsesionado con los muertos. O quizás con la propia muerte. Por ejemplo, su fijación con el deber de poner fin a la miseria de los heridos mortales. O con sus innumerables camaradas, a los que juró llevar con él hasta el final. Todos los que lucharon y murieron a su lado, desde su primera unidad hasta el escuadrón Spearhead. Y todos los que fueron asimilados por la Legión y tuvieron su último arrepentimiento en la Black Sheep. Y, sobre todo, la cabeza perdida de su hermano, ahora vengada… pero muerta hace tiempo.
Los ojos azules de Anju miraban al suelo, como si estuviera sumida en una profunda reflexión.
—Aunque tal vez había algunas cosas que solo podía hacer debido a esa obsesión.
—¿Qué diablos significa eso?
—Fijarse en un objetivo también puede significar que hay algo que te mantiene con los pies en la tierra. Tal vez tener el objetivo de eliminar a su hermano es lo que mantuvo a Shin con nosotros.
¿Y si lo mantuvieran conectado a tierra los innumerables lamentos de los muertos que persiguen la cicatriz de su cuello… o, de forma irónica, la voz de su hermano que le infligió esa cicatriz?
—Nosotros, los Ochenta y Seis, estábamos destinados a morir en ese campo de batalla, así que no podemos evitar sentirnos así. Y Shin en especial tenía una parte de él que no pensaba en nada más que en su hermano. Y ahora que ya no tiene eso… estoy un poco preocupada.
A Theo no le cuadraba esa teoría, pero Anju siempre observaba con atención a los que la rodeaban. Su teoría bien podría ser cierta.
—¿Y tú?
—¿Eh?
—Deberíamos haber muerto en el campo de batalla, pero seguimos vivos. ¿Has… decidido tu futuro, como él dijo?
Los labios de Anju, del color de las flores de primavera, rompieron en una sonrisa amarga. Un pensamiento perdido en el fondo de la mente de Theo pasó a primer plano.
Ah, ha empezado a maquillarse.
—¿En serio me preguntas eso? Ya debería ser obvio.
Los labios de Theo se separaron un poco.
Ya debería ser obvio…
—Sí…
—Pensé mucho en cómo serían las cosas si Daiya siguiera con nosotros, o si tuviéramos un poco más de tiempo para considerar nuestras opciones. Pero luego me di cuenta de que no habría mucha diferencia. Si es una cuestión de lo que debamos hacer frente a lo que queremos hacer, creo que…
—Sí.
Theo asintió, como si ya supiera lo que ella diría.
—Yo pienso lo mismo. Demonios, creo que el resto de nosotros también. Es todo lo que sabemos, después de todo.
Es todo lo que sabemos…
Al darse cuenta de que estaban en la misma página, se produjo un silencio acogedor y satisfactorio entre ellos durante un largo momento. Al final, Anju aplaudió.
—Pero dejando eso de lado.
—Ah, claro. Las bolsas.
Lo había olvidado. Sacó el número de Shin en su móvil y seleccionó “llamada de audio”. Un anticuado tono de marcación se repitió en sus oídos… Y después de que zumbara durante bastante tiempo, considerable, en extremo largo, Theo frunció el ceño, molesto.
—¡No contesta!
♦ ♦ ♦
Durante mucho tiempo, los sueños de Shin no eran más que reproducciones crueles de la noche en que su hermano lo mató. No podía recodar muchos sueños que no giraran en torno a eso. Y, sin embargo, sabía que esto era un sueño.
—Sé lo egoísta que es esta petición.
Kaie sonrió, de pie, en un lugar rodeado de niebla blanca. Era una compañera suya del escuadrón Spearhead, que había muerto en el campo de batalla del primer distrito del frente oriental de la República. Tenía el cabello y los ojos negros característicos de los orienta. Iba vestida con un uniforme de campaña de camuflaje desértico y llevaba el cabello recogido en una coleta.
Su pequeña cabeza, sin embargo, no estaba en su sitio. Estaba desprendida, como si se la hubiera llevado el viento en sus últimos momentos; Kaie acunó su cabeza entre los brazos, con el rostro sonriente.
—Llegaste a tu destino final. Y nos has traído a todos contigo. Así que deberías tener el derecho a dejarnos atrás. Pero…
Había muchos compañeros a los que no pudo salvar, así que esta Kaie seguro no era la verdadera, sino una representación de todos ellos. Aquellos a los que la Legión les había robado sus cadáveres o los habían arrastrado mientras estaban vivos y luego les había asimilado sus redes neuronales. Se estremeció al pensar en sus muchos amigos que habían sido reducidos a la herética Black Sheep, escondidos entre las White Sheep de la Legión.
—Puedo entenderlo, pero sigue doliendo. Permanecer así duele. He muerto, así que quiero seguir adelante, Shin, nuestra Parca.
Kaie sonrió al llamarle por ese alias. Le había tomado bastante cariño. Bajo sus botas militares había una espesa hierba demasiado profunda para caminar y un conjunto de barandillas, divididas en ocho. Detrás de la sedosa gasa de la niebla blanca, Shin podía ver las siluetas grises de Juggernauts rotos, así como un único Scavenger.
Estaban de pie en el campo de batalla, controlado por la Legión de hace dos meses.
—Por favor, sálvanos.
Las Black Sheep, que solo llevaban una copia degradada del cerebro humano, no tenían personalidad propia. Ni siquiera los Shepherds tenían la capacidad cognitiva de un ser humano vivo, y el entendimiento mutuo con ellos era imposible.
Así que la chica que tenía delante no era la auténtica, ni tampoco una fusión de sus amigos… Quizá era el símbolo de sus arrepentimientos. Las cosas que había dejado atrás. Porque en ese momento, lo máximo que podía hacer era enterrar a su hermano.
—Lo haré…
♦ ♦ ♦
—Shin.
Abriendo los ojos al escuchar su nombre, Shin se levantó de la mesa para ocho personas en la que se había quedado dormido en la sala de lectura de la biblioteca de la capital imperial. Eugene apoyaba los codos —aunque no se sentaba— en el respaldo de la silla de enfrente, sus ojos plateados le sonreían desde detrás de sus gafas. Su hermana pequeña probablemente estaba leyendo un libro de ilustraciones en algún lugar, pero no estaba cerca en ese momento.
—Sé que hace calor con el sol fuera, pero si te duermes, los bibliotecarios podrían enfadarse contigo. Bueno, es cierto que aquí hace mucho sol. Es el clima perfecto.
La sala de lectura de este anexo recibía luz natural de una claraboya. Los débiles rayos del sol calentaban el grueso y viejo cristal esmerilado, y la suave luz se extendía por la habitación en forma de encaje. En verano, los olmos plantados en el exterior obstruían la luz del sol. Por la tarde, la luz del sol calentaba la habitación, y otros chicos y chicas de su edad, sentados en otras mesas, también dormitaban, a medio camino de su lectura o estudio.
—¿Qué, te quedaste despierto hasta tarde anoche?
—No, no es eso.
Hacía años que eso no ocurría. Solo cuando le sobrevenía un gran cansancio —probablemente como consecuencia del uso excesivo de su habilidad— caía en un sueño tan profundo que ni siquiera el hecho de tener a alguien que no conocía delante de él le despertaba. Shin pensó, tardíamente, como si fuera un problema ajeno, que debía de haber bajado mucho la guardia.
Se había acostumbrado a una vida sin los ruidos del hangar y los sonidos de los bombardeos de fondo. Una vida en la que no tenía que vigilar constantemente los movimientos de la Legión cercana. Pero aún podía oír sus lamentos resonando en el campo de batalla, muy lejos de aquí. Las voces de ese ejército de fantasmas mecánicos que se multiplicaban en lugar de disminuir, plagando la tierra con sus inquietantes lamentos.
Eugene se inclinó hacia delante, sus ojos plateados ocultaban una sonrisa pícara.
—Ya casi es la hora. ¿Quieres ir a verlos? Es un secreto poco conocido, pero la sala de aquí tiene una terraza de observación en su último piso. No mucha gente sabe que se puede ir allí, así que está un poco lejos de aquí, pero la vista es estupenda.
—¿Vista de qué?
—El desfile, por supuesto. Para el Santo Cumpleaños. La 24° División Blindada del frente occidental debería volver, así que podremos ver a los nuevos Vánagandrs de tercera generación.
Eugene inclinó la cabeza de forma extraña ante el repentino silencio de Shin.
—Oh. ¿No estás interesado en Feldreß?
—No es eso…
En todo caso, le sorprendió que su interlocutor se interesara por el tema. Dejando de lado la inamovible disonancia de Shin ante sus orígenes en Alba, el físico delgado y la expresión amable de Eugene parecían tan ajenos a la gravedad del campo de batalla como era posible. Sus dedos estaban un poco ásperos por los callos que probablemente le salían de las tareas domésticas, pero no eran de los que se produce por la violencia física o el manejo de armas.
—Solo me sorprendió que te interesara.
Eugene se rio tímidamente ante esas palabras.
—Sí, de hecho me voy a alistar pronto. Con suerte, a la división blindada, así que me imaginé que iba a echarles un vistazo… Pensé que podríamos ser iguales en ese aspecto, también.
Ayer, Shin estaba en el estante de historia militar, y antes de eso, estaba hojeando las memorias de soldados de renombre y héroes de guerra. Estaba hojeando los mismos libros que Eugene, así que era probable que estuviera estudiando aquí en vez de la escuela… Tal vez porque pensaba asistir a la misma academia de oficiales especiales. Eugene había desarrollado una afinidad con Shin porque pensó que podrían ser iguales; eso había dicho el chico Alba con una sonrisa. Al parecer, llevaba tiempo buscando la oportunidad de decirle algo a Shin.
—Puede que la capital sea pacífica, pero nuestro país está en guerra. Y quién sabe cuándo la lucha puede llegar a estas calles. Así que tengo que asegurarme de que eso nunca ocurra… Y además, quiero enseñarle el mar a mi hermana algún día. Así que tenemos que acabar con esta guerra.
La voz de Kaie en el sueño volvió a resonar en su mente.
Por favor, sálvanos.
El campo de batalla que había dejado atrás.
El campo de batalla en el que una vez luchó y eligió marchar por su propia voluntad hasta el momento final. Y a pesar de haber pedido ese deseo, ya no estaba en ese campo de batalla. Casi había olvidado lo que había más allá de los muros del Gran Mur. Una República podrida que apartó los ojos de la realidad y, por el estancamiento, decayó y perdió todos los medios para defenderse.
Y el modo en que estoy ahora, de pie aquí y negándome a avanzar, es el mismo que se esconde entre esos muros.
—Bien…
Los lamentos de la Legión no cesaban. Seguían gimiendo mientras merodeaban los campos de batalla lejanos. Shin dirigió su atención a la voz del decadente y destrozado cadáver de la República. No pudo oírla…
Tal vez porque todavía estaba viva allí. Todavía luchando. Tratando de seguir sus pasos.
—Tal vez he descansado demasiado tiempo…
Las palabras que murmuró para sí mismo fueron tan débiles que no llegaron a los oídos de Eugene.
♦ ♦ ♦
—Oh, tengo un mensaje. Es de Shin.
—¡¿Qué?! ¡¿Por qué te envió un mensaje?! ¡Traté de llamarlo un millón de veces!
—Sí… creo que es porque le has llamado demasiado.
Kurena se detuvo a mitad de su ronda de compras en los escaparates, haciendo una pausa para mirar la animada marcha en el otro extremo de la calle. En cuanto dirigió su atención hacia ella, se puso rígida al ver una enorme sombra azul plateada que desfilaba por la calle, navegando entre los edificios. Un enorme cañón de 120 mm sobresalía hacia delante, con un fuselaje grande y torpe. Con cada paso de sus ocho patas, el enorme peso del tanque hacía temblar las losas, y el sonido del paquete de energía que alimentaba su sistema de propulsión gruñía en el aire.
Ocho patas y un sistema de propulsión…
Al darse cuenta de que no era una Legión, Kurena soltó la respiración que había estado conteniendo sin darse cuenta. Su mano saltó reflexivamente a la punta de los hombros, que era donde estaría la correa de su rifle de asalto si todavía estuviera en los campos de batalla en ruinas del Sector Ochenta y Seis.
—Eso casi me provoca un ataque al corazón…
Al calmarse, se dio cuenta de que había visto este tipo de Feldreß antes en el canal de noticias que Shin y Raiden habían empezado a ver. Se llamaba Vánagandr. Era el arma principal de la Federación y tenía un cañón del mismo calibre que el de un Löwe, al que también igualaba en cuanto a blindaje. Estaba muy lejos del Juggernaut de la República, que, en circunstancias normales, ni siquiera podía aspirar a rivalizar con un Grauwolf, y mucho menos con un Löwe.
Seguro era un desfile de la victoria. Mientras sonaba una animada melodía de marcha, el Vánagandr avanzaba, con el sol brillando en su reluciente y nueva capa de pintura y con los soldados de la Federación marchando a su lado con uniformes ceremoniales.
La mirada de un oficial montado en la torreta del Vánagandr se posó en Kurena, y la saludó. Una vez recuperada de su momentánea sorpresa, le devolvió el saludo. El joven oficial, seguro unos años mayor que ella, esbozó una sonrisa llena de orgullo y la saludó en broma antes de desaparecer junto con el resto del desfile por la calle.
Este país también estaba en guerra con la Legión, y ese Vánagandr debería haber sido un arma para luchar contra ellos, pero de alguna manera, era un espectáculo pacífico y sobrecogedor. El desfile parecía brillante y divertido, pero Kurena no estaba muy acostumbrada a los lugares repletos de gente. Dando la vuelta, reanudó su viaje.
Este estilo de vida que se les había concedido era divertido una vez que se había acostumbrado a él. Se habían liberado de las tareas rutinarias que tenían que realizar todos los días en el campo de batalla, por lo que, al principio, habían pasado los días durmiendo. Pero cada uno de sus amigos encontró su propia manera de disfrutar de su nueva vida, y cada uno de ellos ganó nuevos conocidos y amigos. Incluso Kurena tenía algunos cuyos nombres había añadido a la memoria de su teléfono móvil.
Todos decidieron que pasarían su tiempo así. Cada uno exploraría este país y decidiría su propio futuro. Y que, de forma independiente de las decisiones que tomara cada uno, los demás las respetarían.
Kurena se acercó a una tienda que le llamó la atención y examinó su reflejo en el escaparate. Llevaba un vestido que había encontrado en una revista, y tenía una capa con adornos de piel falsa. También llevaba un par de botas de tacón, a las que todavía no se había acostumbrado, pero estaba trabajando en ello. Al principio, solo se ponía la ropa que llevaban la secretaria de Teresa y Ernst, además de la ropa que había visto a otras chicas de su edad. Pero en el último tiempo había empezado a elegir ropa para sí misma.
Probó algunas poses que le parecieron bonitas frente al espejo del escaparate, y la dueña de la tienda le hizo un gesto de aprobación y una sonrisa desde el interior. Eso la hizo feliz, aunque un poco avergonzada. Inclinó la cabeza en señal de disculpa y se marchó.
Poder elegir su propia ropa. Vestirse como quisiera. Comprar lo que quisiera y caminar con libertad. Vivir sin pensar que podría morir mañana o estar preocupado por la batalla que le esperaba al final del día. Era como un sueño.
Sí… Esto es un sueño.
Los vítores del desfile detrás de ella se apagaron. El silencio que dejó la sonora marcha de la banda militar se clavó en el cielo azul, como si quisiera recordarle que más allá de ese interminable cielo había una oscuridad que no permitía la existencia del hombre.
Ya había oído hablar de esto una vez. Sí, en el Sector Ochenta y Seis. Podría haber sido Kujo. Al contrario de su rudo exterior, era un experto en astrología. O tal vez fue la capitana del primer escuadrón al que fue asignada. O tal vez fuera Shin, poco después de conocerlo. Fuera quien fuera, ahora lo recordaba.
El azul del cielo era solo una cortina que cubría una oscuridad sin límites.
El cielo, los mares, el hermoso azul… eran la capa exterior de un muro que solo significaba la muerte para los humanos.
Quizá por eso el paraíso estaba más allá de los cielos…
Kurena se detuvo en seco y se dio la vuelta. La música de la marcha resonó hasta el cielo. Como si informara a los que estaban más allá del cielo que pronto se unirían a ellos. La multitud rezaba en silencio, los ex miembros del servicio saludaban y, mientras tanto, el Vánagandr marchaba, vestido de negro en señal de luto. El número que figuraba en su torreta era el de los que habían muerto o desaparecido en el campo de batalla desde el desfile del año anterior. Y todos y cada uno de ellos tenían un nombre y una vida propia.
Pero un número aún mayor de soldados seguía luchando en el frente.
Esta vida era divertida, pero no era más que un sueño pasajero para Kurena y los demás.
Por muy dulce que sea el sueño, todos acabamos despertando eventualmente.
♦ ♦ ♦
—He vuelto… Huh.
Raiden parpadeó, sorprendido de ver las luces del vestíbulo apagadas al volver de su trabajo a tiempo parcial. Siempre que llevaba a casa, Teresa tenía encendidas las luces de la puerta principal y del vestíbulo; decía que la luz debía estar siempre encendida para darles la bienvenida a casa.
La luz salía de la sala de estar, que estaba conectada directamente con el vestíbulo, y allí encontró a Frederica, sentada cómodamente en un gran sofá, con un oso de peluche en los brazos. Shin se lo había comprado hacía poco tiempo en unos grandes almacenes, cuando Frederica le insistió en que quería ir de compras. A Frederica no se le permitía salir sola. Tampoco iba a la escuela.
—Bienvenido de nuevo.
—Ah, gracias… ¿Los demás no han vuelto todavía? ¿Dónde está Teresa?
—Se fue de compras hace tiempo, pero no ha vuelto. ¿Quizás ha pasado algo?
Dio un pequeño suspiro de desesperación. Y en ese momento, Raiden escuchó un fuerte ruido de gorgoteo que resonó en la habitación. Fijó su mirada en Frederica, que probablemente era la causante del ruido, solo para encontrarla sonrojada y abrazando al oso cada vez con más fuerza… antes de decir finalmente con voz delicada:
—Raiden… tengo hambre.
—¿Eh…? Oh…
Comprobando el reloj de la pared, Raiden notó que normalmente era la hora a la que cenarían. Puede que Raiden y los demás estuvieran acostumbrados a comer a horas esporádicas debido a su anterior vida de batallas e incursiones nocturnas, pero era duro para una niña como Frederica.
—Dame un segundo.
Raiden dejó su bolsa y se dirigió a la cocina.
A diferencia de la República, que solo disponía de alimentos sintéticos dentro y fuera de sus muros, la Federación tenía campos y granjas que permitían la circulación de alimentos reales. Raiden rebuscó en la nevera, eligiendo los ingredientes para hacer algo sencillo, y luego los lavó, cortó y mezcló en una sartén. Pensó que haría algo sencillo para quitarle el hambre a Frederica hasta que Teresa volviera y preparara la cena. Frederica, mientras tanto, lo miraba con ojos brillantes de la misma manera que uno podría mirar a un mago.
—¡¿Dominas las artes culinarias?!
—Eh, lo suficiente para arreglármelas.
Vivir el tiempo suficiente en un campo de batalla en el que tenías que hacerlo todo por ti mismo te obligaba a adquirir ciertas habilidades, te gustara o no… Bueno, ese era el caso de la mayoría de la gente. Sin nombrar ninguna excepción particular a esta regla…
—La próxima vez que esto ocurra, si Shin es el único que está cerca y tienes hambre, dile que vaya a comprarte algo. Si valoras tu vida, nunca dejes que cocine para ti.
La expresión de Frederica se volvió extrañamente feliz.
—¿Qué, Shin es incapaz de cocinar?
Raiden recordó de repente una época en la que solía encontrar alegría en ver a los adultos que eran malos en ciertas cosas. Raiden se encogió de hombros, recordando aquellos lejanos días de su infancia.
—No es que no pueda. Es que es demasiado bruto.
Sazonaba los ingredientes de forma desigual, no quitaba las cáscaras de los huevos que se habían caído, cocinaba demasiado la sopa, etc. Sus creaciones no eran incomibles… solo desagradables. Y lo peor era que Shin no parecía tener ningún deseo de mejorar su cocina. Eso hizo que Shin fuera excluido de las tareas de cocina en prácticamente todos los escuadrones en los que había servido.
Sin embargo, por alguna razón, era extremadamente bueno en el manejo de un cuchillo de cocina y, de alguna manera, había adquirido una técnica secreta que evitaba que se llorara al cortar cebollas. Ese talento especial era un poco inútil en la Federación, dado que los procesadores de alimento se encargaban de esa tarea en particular.
Hasta ahora, a Raiden y a los demás no les había importado, ya que tenía que dedicar toda su concentración al combate y al mando, lo que significaba que no había tenido tiempo para dedicarse a ninguna otra habilidad. Pero el hecho de que nada hubiera cambiado, incluso en su vida actual como civil, significaba que aquí no era más que una persona tosca y torpe.
—Ya veo, ya veo. Supongo que es lógico, teniendo en cuenta que dedicó toda su vida a eliminar a su hermano… Por cierto, ¿qué es lo que estás haciendo, Raiden?
—¿Nunca has visto un huevo antes…?
Estaba a punto de romper un huevo con una mano en un cuenco. La última controladora era una princesa protegida por derecho propio, pero incluso ella seguro sabía lo que era un huevo. Aunque dudaba de que supiera cómo abrir uno.
—Correcto. Teresa insiste en que la cocina es el territorio soberano de una criada y prohíbe mi intromisión en todo momento. Entonces, los huevos se venden en estuches de formas extrañas, por lo que veo… ¿Los calientan para endurecerlos hasta conseguir esa solidez?
—No es un estuche, niña, es una cáscara… ¿Te criaste en una caja?
—Bueno…
Frederica empezó a hablar, pero interrumpió su frase, callándose. Raiden desvió la mirada.
Bueno, si ella no puede responder, ya está. Él ya tenía sus sospechas sobre su origen. Seguro todos las tenían. Pero su única respuesta fue un “¿Y qué?”, y prefirió no indagar más.
—Por cierto, ¿qué estabas…?
La puerta de la sala de estar crujió ligeramente y Shin entró en la habitación sin decir ni pío.
—Quizá Frederica debería empezar a ayudar en la cocina…
Frederica se puso rígida por la sorpresa, pero Raiden le devolvió la mirada con calma. Vivir con él durante cuatro años le había acostumbrado a la marcha silenciosa de Shin.
—Si eres tú el que dice eso, significa que no tiene remedio. Bienvenido a casa… Es mucho el equipaje que llevas.
Cuando había salido, se había vestido solo para salir a pasear, pero ahora llevaba pesadas bolsas de la compra en los brazos. Anju, Theo y Teresa entraron tras él sucesivamente, llevando bolsas de papal y paquetes fríos, lo que hizo que Raiden enarcase una ceja.
—¿A qué viene todo esto…?
—Teresa fue a comprar, pero su auto se averió en la tienda. Una vez que terminó, tuvo problemas para llevar todas las bolsas, y por casualidad yo estaba allí.
—Y Anju sola no era suficiente ayuda, así que me buscó, y yo contacté con Shin.
Theo bajó el paquete frío que llevaba y torció los hombros, como si se quejara un poco.
—La próxima vez que hagas este tipo de compras, avísanos a mí o a Shin con antelación. No tenemos nada que hacer. Lo menos que podríamos hacer es llevar algunas bolsas.
—Sería un fracaso como criada si obligara a los niños que viven en la casa a la que sirvo a llevar bolsas.
—No nos estás sirviendo. Estás sirviendo a ese viejo raro.
—Es todo lo mismo.
—No, no lo es. No es nuestro padre.
Si Ernst estuviera presente, seguro se echaría a llorar y empezaría a sollozar. Por último, Kurena entró en la sala de estar.
—Ah.
Se quedó parada en la puerta del salón. Tal vez era porque la mirada de todos se había fijado en ella, o tal vez había algo que quería decir una vez que estuvieran los cinco, y no esperaba que las otras dos estuvieran allí.
—Bienvenida, Kurena.
—Ah, sí. He vuelto… Um.
Miró a Anju, con sus ojos dorados y felinos vacilando con ansiedad. Había una chispa de endurecida resolución escondida en el fondo de sus ojos.
Raiden dio un pequeño suspiro.
Ah, así que ella también se ha decidido.
Un par de ojos rojos como la sangre se fijaron en Kurena mientras se quedaba quieta, y su fría calma habitual se relajó.
—¿Estás lista?
Kurena asintió, su tono y sus palabras le dieron el último empujón que necesitaba.
—Sí. Creo que he visto todo lo que necesitaba ver.
Seguro Shin lo había decidido desde el principio y solo había estado esperando a que los demás llegaran a sus propias conclusiones. Pero había una posibilidad de que todos acabarían llegando a la misma decisión que él. Y así lo dijo. Una sonrisa se abrió paso en sus labios mientras el orgullo llenaba su corazón.
—Volvamos al lugar al que pertenecemos.
♦ ♦ ♦
Habiendo por fin terminado su trabajo, Ernst regresó a su propiedad. Al escuchar las voces de los niños, se sintió aliviado al ver que se habían acostumbrado a la vida en la Federación. Si había algo positivo en el hecho de haber sido enviados a los campos de internamiento a la edad en que deberían haber entrado en la escuela primaria, era que esa era la edad en que los hogares normales ya habían enseñado a los niños cosas como la economía básica y el sentido común. No tenían problemas para comprar cosas en las tiendas ni para comportarse en lugares públicos.
Shin y Raiden tenían la suerte de haber tenido tutores en su juventud y, teniendo en cuenta el entorno en el que habían vivido, eran bastante educados. Theo, Anju y Kurena no tuvieron tanta suerte, pero el hecho de que pudieran leer el manual de ese sistema de armas defectuoso y calcular las trayectorias balísticas significaba que, en cierto modo, estaban por encima del civil usual de la Federación.
Como el Imperio, en su época de dictadura militarista, había monopolizado la educación superior para los nobles, todavía había muchos niños que nunca habían ido a la escuela o que eran incapaces de escribir su propio nombre en la Federación, en especial en los territorios. Esta era una de las razones por las que el puesto temporal de Ernst como presidente, que debía durar hasta que la Federación pudiera celebrar elecciones oficiales, había durado ya diez años.
Ernst había disfrutado examinando posibles institutos de enseñanza superior y escuelas técnicas entre su trabajo de oficina. A Shin le encantaba estudiar, así que pensó en enviarlo a una academia de alto nivel. A Raiden se le daba bien el trabajo mecánico, así que una escuela técnica le iría bien. Y Theo… Y Anju… Y Kurena…
Pensó mucho en cada una de sus personalidades individuales para idear buenos caminos de vida para ellos, y disfrutó haciéndolo. Era lo que quería hacer —pero no pudo— con su hijo. Debían volver a ser niños normales. Ir al colegio. Reír con sus amigos. Dejar que se preocuparan por cosas inofensivas como las aspiraciones, los enamoramientos o dónde salir este fin de semana.
Podían volver a tener la infancia que no se les había permitido tener, aquí y ahora. Y él tenía el poder de hacerlo realidad para ellos. ¿Era nepotismo? Sí, ciertamente lo era. Pero su posición debería permitirle este tipo de beneficios, ¿no? Su concesión de un futuro feliz a estos niños que estaban bajo su tutela sería seguramente excusable.
Pero había una sola cosa que le molestaba. Les había dado a todos sus propias habitaciones y el tipo de asignación que un hogar acomodado suele dar a los niños de su edad. Pero sus habitaciones nunca se llenaban de posesiones. Solo compraban lo que necesitaban y nada más. Estos niños habían sido educados para no querer nada más que su propio bienestar y la seguridad de sus compañeros. Y Ernst pensó que ahora sería un buen momento para que aprendieran la alegría de querer, ganar y apreciar las cosas…
Y porque pensaba así…
Cuando Ernst regresó a su propiedad por primera vez en un tiempo, se reunió de nuevo con los cinco niños y escuchó sus planes para el futuro. Y los cinco deseaban alistarse en el ejército. Cuando escuchó que deseaban volver al campo de batalla del que finalmente habían escapado, Ernst dejó caer al suelo todos los documentos que había preparado.
—¡¿Por qué?!
Los chicos miraron a Ernst, que había gritado a su pesar, con expresiones dudosas. No tuvo la presencia de ánimo para alegrarse de que los chicos se sintieran lo suficientemente cómodos a su alrededor como para hacer ese tipo de expresiones.
—¿Cómo que por qué?
—¿No lo dejamos claro desde el principio? Si nos dejas elegir libremente, nos vamos a alistar.
—Pero…
Él lo sabía. Había recibido el informe de sus agentes de vigilancia, y los niños lo habían dicho cuando habían entrado a su propiedad. Pero él había pensado que lo habían dicho solo porque no conocían otra cosa. No conocían la paz. No conocían la armonía.
Ahora que conocían una vida en la que no tenían el calificativo de Ochenta y Seis clavado en ellos. A pesar de que por fin podían permitirse pensar en el futuro… seguían… eligiendo esto a sabiendas…
Raiden le dedicó a Ernst una sonrisa dolorosa, a pesar de que había aprendido a sonreír más suavemente —más honestamente— desde que llegó aquí…
—Siento haber sospechado de ti al principio… Es un bonito lugar el que tienes aquí. Así que terminamos quedándonos aquí un poco más de lo que pensábamos.
—Hemos descansado lo suficiente. Tenemos que empezar a avanzar de nuevo.
—Así que vamos a volver a donde pertenecemos.
Al campo de batalla.
Ernst sacudió la cabeza lentamente. No podía, por su vida, ver la palabra que conectaba con el deseo de avanzar con el acto de volver al campo de batalla.
—¿Pero, por qué…? ¿Por qué querrían volver a ese infierno?
Habían luchado tan desesperadamente por sobrevivir, y finalmente habían escapado de él…
♦ ♦ ♦
De repente, Shin fijó su mirada en Ernst, que estaba tan confundido y preocupado como si fuera su futuro lo que estaban decidiendo. Incluso después de probar la salvación, su intención no había cambiado. Ni siquiera era una elección con la que tuvieran que lidiar. Esta decisión les había salido tan terriblemente natural, como si nunca hubiera habido otra opción. Pero como Ernst había tenido la amabilidad de darles tiempo y la oportunidad de explorar otras vías, habían decidido intentar reexaminar las cosas.
Como mucho, habían aprendido que había ciertos cambios que podían hacer para mejorar su calidad de vida, pero nunca tuvieron la intención de acostumbrarse a este lugar. Tampoco tenían intención de quedarse aquí. Este período de gracia de un mes que se les había concedido era solo un breve suspiro en su interminable lucha contra la Legión. Aprovecharon este mes para confirmar lo que ya sabían: este lugar de paz no era donde debían estar. Después de estar aislados de la paz durante demasiado tiempo, no les resultaba nostálgico. Solo distante.
Pero aunque pensara que esta vida pacífica no era algo malo en sí misma, el corazón de Shin permaneció impasible. Estas palabras eran la más mínima amabilidad que podía ofrecer al hombre que les dio la oportunidad de su vida, que se lamentaba de su elección, aunque no tuviera nada que ver con él.
—Solo tuvimos suerte.
Tenía la capacidad de oír las voces de la Legión y saber dónde estaban. Su última controladora les había ayudado a cruzar la línea de patrulla de la Legión, de una manera muy distinta a la de la República. Y cuando por fin había perdido sus fuerzas en un rincón del campo de batalla, su hermano le había prestado ayuda.
La suerte era lo que les había llevado a la Federación, y sus compañeros caídos simplemente no habían tenido la suerte de disfrutar de una fortuna similar. Eso, y no otra cosa, era lo único que diferenciaba a Shin y sus amigos de ellos.
—Nos salvamos por casualidad. Y no seríamos capaces de enfrentarnos a los que fallecieron si nos acomodamos aquí y dejamos de avanzar. Seguimos vivos… así que nuestra batalla aún no ha terminado.
Habían dejado las placas con los nombres de sus compañeros muertos con Fido. Las placas debían servir tanto como su última ofrenda a él como su deseo de dejar pruebas de que habían llegado a su destino final. Pero no tenían intención de dejar atrás a aquellos que juraron llevar hasta el final.
Todavía podían recordar a cada uno de ellos. Todavía estaban con ellos. Y prometieron llevarlos a todos a lo que había más allá del final de la batalla.
—La Legión sigue activa, y si no luchamos, este país no sobrevivirá. No podemos hacer la vista gorda y pretender ser felices. ¿Qué clase de vida llevaríamos si nos limitáramos a esperar de brazos cruzados a que la Legión viniera a liquidarnos? Nunca podríamos vivir así.
Si pudieran, significaría que se habían convertido en lo que más detestaban: la República de San Magnolia, los despreciables cerdos blancos. Los tontos que huyeron del campo de batalla y se encerraron en un caparazón de falsa paz, endosando su guerra con la Legión a los Ochenta y Seis, solo para quedarse sin medios para defenderse al final. La República, que practicaba una falta de respeto tan flagrante por la vida que no solo sus ciudadanos no eran aptos para ser considerados humanos, sino que no eran aptos para ser considerados seres vivos en absoluto.
Y mientras corrían por los territorios de la Legión, por completo preparados para morir en su misión de Reconocimiento Especial, habían visto las tácticas de la Legión en innumerables ocasiones. Shin podía oír los sonidos de la Legión incluso ahora. En este mismo momento, le perseguían los lamentos de aquellos fantasmas mecánicos que se multiplicaban sin cesar.
La República no tenía ninguna posibilidad. La Legión bien podría consumir a toda la humanidad. Porque eran dolorosamente conscientes de esa amenaza, Shin y los demás no podían apartar la mirada por más tiempo.
Porque ellos eran Ochenta y Seis.
Aunque estuvieran en un campo de batalla, rodeados de innumerables enemigos, lucharían hasta que se les acabara la vida. Se enorgullecían del combate. Encontraban un propósito con él. Contra todo pronóstico, luchaban con todo lo que tenían, incluso si las únicas armas que tenían a su disposición eran su propia carne y sangre. Esta determinación era lo único que les quedaba después de haber sido abandonados por su patria y despojados de sus familias.
—Aunque nuestra muerte sea inevitable, tenemos derecho a elegir cómo salir. Luchar hasta el amargo final es la forma de vida que elegimos para nosotros. Así que, por favor, no nos quiten eso.
♦ ♦ ♦
Raiden, quien hasta ahora solo había escuchado, sonrió de repente, recordando las últimas palabras que Shin le dejó a esa última controladora suya.
—Además… si ella nos alcanza después de que la hayas golpeado con esa frase de “Nos vamos”, sería tan incómodo que probablemente nunca podrías vivirlo.
Shin no respondió a ese comentario juguetón, pero Ernst solo negó con la cabeza ante esas palabras.
—Eso está mal. Eso, eso está muy mal…
Ernst conocía bien la guerra. Una vez fue comandante del ejército imperial y más tarde participó en la revolución como una de sus principales figuras clave. Se cobró muchas vidas y dejó morir a otros, y conoció a muchas personas que llevaban cicatrices similares a las de estos niños. Aquellos que se lamentaban de haber sobrevivido descaradamente mientras sus hermanos de armas morían. Había visto a demasiados ex soldados atormentados por la pena y la culpa que les impedía sentir felicidad mientras otros fallecían.
Pero eso no era cierto.
—¡Ustedes están aquí porque han luchado mucho para llegar, así que pueden estar orgullosos de sus logros y aceptar esto como la recompensa que se han ganado! Sus compañeros caídos también querrían esto, si fueran de verdad sus amigos… ¡No deberían sentirse obligados!
Obligados por haber sobrevivido.
Obligados a haber ganado la paz, a haber ganado la felicidad.
¡Y a menos que hicieran esa distinción, las personas nunca escaparían de su pasado, y seguirían viviendo, incapaces de sentir la felicidad sin el eterno arrepentimiento de que su alegría se construyó sobre el sacrificio de otros…!
Pero las expresiones de los cinco no habían cambiado en lo más mínimo. Si entendían lo que quería decir, no les conmovía en absoluto. Además, impulsado por un inexplicable malestar, Ernst abrió la boca para continuar, pero fue detenido por Frederica, quien había estado conteniendo la lengua hasta ahora.
—Deja eso, Ernst.
Sorprendido en su momento más desprevenido, Ernst bajó la mirada hacia Frederica, quien le devolvió la mirada con fríos ojos carmesí.
—Es una gentileza preparar un posadero confortable para un pájaro herido… Pero impedirle emprender el vuelo una vez curadas sus heridas, porque temes que el mundo sea demasiado peligroso, significa confinarle en una jaula. Estos pájaros han escapado por fin de su jaula de persecución. ¿Pretendes encerrarlos en una jaula de compasión a continuación?
Frunciendo sus pálidos labios por un momento, Frederica volvió a hablar —casi escupiendo esas palabras— con una mirada herida. Era la expresión que un animal enjaulado podría dirigir a un humano que lo mirara desde fuera.
—Seguro que te das cuenta de que no sería diferente de la conducta de la República.
Ernst se quedó sin palabras.
—Y que conste que estos niños no son indefensos ni incapaces de comprender su posición. Los niños acaban dejando atrás a sus padres. Si realmente profesas ser su figura paterna… respeta sus deseos y deja que se vayan.
♦ ♦ ♦
Ernst se quedó callado, silenciado por las palabras de la joven. Y en respuesta a esas palabras, impropias de su edad, Shin miró a Frederica.
—Supongo que deberíamos darle las gracias, Su Majestad.
Resoplando ante sus palabras, Frederica le dirigió una mirada fugaz.
—Lo sabías…
—Vagamente.
Una conducta y un discurso impropios de su edad. Una niña bajo el cuidado del presidente, aunque fuera temporal, que no iba a la escuela y que tenía prohibido salir sola. El trato que recibía era como si quisieran mantener su existencia en secreto.
Y para colmo:
—También hay algo en tu forma de hablar. Me pareció familiar y solo recordé hace poco… que hablas igual que mi madre.
Eso era lo poco que podía recordar de ella. El recuerdo de los rostros y las voces de sus padres había sido borrado por las llamas de la guerra y los incesantes lamentos de los fantasmas.
—Ahora que lo pienso, tus padres eran de sangre imperial, ¿no es así? Si rastreamos tus orígenes, es posible que encontremos a tus parientes. Pero si no deseas conocerlos, podemos dejar el asunto aquí.
Cuando le dirigió una mirada de desconcierto, sus ojos rojos y profundos, tan parecidos a los suyos, le devolvieron la mirada con sorprendente seriedad.
—Fuiste abandonado por tu patria y despojado de tus parientes de sangre. Y me doy cuenta de que sin un país al que remontar tu historia, ni una raza de la que extraer tu cultura, el orgullo es la única forma que tienes de mantener tu identidad… Pero esa forma de vida es demasiado defectuosa. Tres cosas hacen a un hombre: la patria en la que ha nacido, la sangre que corre por sus venas y los vínculos que crea. Si no tienes ninguno de ellos y tratas de preservar tu alma con nada más que tu orgullo, acabarás perdiendo el sentido de ti mismo y te desmoronarás en la nada… Escucha mis palabras y hazlas tuyas.
Esas palabras le parecieron extrañamente reales a Shin y seguramente no era algo que hubiera esperado escuchar de una niña que no tenía ni siquiera diez años. Era como si ella estuviera relatando los acontecimientos de alguien que había visto caer en la ruina. Como si se tratara de una respuesta a la que hubiera llegado tras una larga y ardua lucha con una pregunta, una sensación de déjà vu le golpeó el corazón. Aquellos ojos sanguinolentos, tan parecidos a los suyos, le miraban. Vacilaron por un momento antes de que los cerrara con fuerza y volviera a mirarle con sorprendente resolución.
—Conoces mi nombre, Augusta Frederica Adel-Adler. La última emperatriz del gran Imperio de Giad, el mismo pueblo que comandó la Legión para conquistar el continente… Soy la culpable de la pérdida de sus hogares y familias… Condénenme por ello, si deben. Lo agradezco.
Raiden separó los labios para hablar.
—¿Qué edad tenías entonces?
La invasión de la Legión comenzó hace diez años. Eso significaba que Frederica que cumplía diez años este año, era solo un bebé en aquel entonces. Y se enteraron de que durante sus últimos doscientos años, la familia real imperial quedó reducida a marionetas bajo el control de la alta nobleza, que dirigía la dictadura.
—Los cerdos de la República fueron los que nos quitaron todo. No los confundiríamos con nadie más… No nos subestimes.
—Perdóname.
La chica agachó la cabeza avergonzada. Pero después de temblar una vez, volvió a levantar la cabeza.
—En reconocimiento a ese orgullo tuyo, tengo una petición que hacerte, Ochenta y Seis… Si vas a volver al campo de batalla, llévame contigo y ayúdame a derrotar al fantasma de mi caballero, que aún vaga por el frente de batalla.
No había necesidad de que Frederica explicara más. No para ellos, los Ochenta y Seis, que no podían permitirse el lujo de enterrar a sus camaradas muertos y, a veces, incluso veían cómo arrastraban sus cadáveres.
—La Legión se lo llevó.
Frederica hizo un pequeño gesto con la cabeza.
—Él fue la Legión que los atacó poco antes de llegar a la Federación. Los bombardeó en medio de la batalla… Ustedes se refirieron a él como un Shepherd, creo.
—¿Cómo puedes saber que es él?
Shin era capaz de distinguir una Legión de otra gracias a su habilidad. Pero no había forma de que la Federación, que no tenía la tecnología de resonancia sensorial, pudiera distinguir una unidad específica de la Legión. Tampoco había forma de que una chica que vivía en la capital pudiera saber que una unidad que ni siquiera había visto, escondida en el campo de batalla, era su caballero.
Pero Frederica respondió a su pregunta con una expresión de dolor.
—La habilidad transmitida por mi herencia me permite asomarme al pasado y al presente de aquellos que conozco… Perdóname. La herida que infligió tu hermano… debe haber sido dolorosa.
Tu cuello… ¿Qué pasó…?
Frederica seguro había visto todo en aquel entonces. Su pasado, cuando su hermano casi lo mata. El momento en que derribó la Dinosauria poseída por el fantasma de su hermano. Y el momento en que juró que lo haría a toda costa, cuando tenía la misma edad que ella…
—No puedo hacer nada más que ver. Me faltan las fuerzas para salvar a mi caballero, que me llama desde el campo de batalla. Así que, por favor, pido tu ayuda, así como salvaste a tu hermano… Por favor, salva a mi caballero.
Shin al final entendió el déjà vu que Frederica le hizo sentir. Ella le recordaba a él mismo en el momento en que decidió salvar a su hermano, que había muerto en un rincón del campo de batalla, cuando tenía su misma edad.
—Lo haré.
♦ ♦ ♦
Ernst suspiró con fuerza.
—Bien… Dispondré que Frederica sea inscrita en tu escuadrón como mascota… Pero tengo una sola condición en la que insisto.
Seis miradas apáticas se fijaron en Ernst, insatisfechas porque aparentemente les estaba complicando las cosas.
—Se alistarán como oficiales. En concreto, la Federación tiene una academia especial de oficiales, así que se alistarán a través de ella. Si no, no lo permitiré.
Era necesario terminar la educación secundaria para ingresar en la academia, y algunos del grupo no lo habían hecho, pero no debería ser un problema. La situación bélica de la Federación no era lo suficiente buena como para prestar mucha atención a este tipo de detalles.
Kurena, sin embargo, entrecerró los ojos con duda.
—¿Eh? ¿Qué sentido tiene eso? No importa cómo nos alistamos ni qué rango tenemos.
—No importa. Soy tu tutor y estás bajo mi responsabilidad. Tus padres seguro habrán querido esto para ti, y no puedo actuar en contra de eso.
—No sabes que…
—Lo sé… yo también fui padre una vez.
Él también fue una vez el tipo de persona que deseaba la alegría de sus hijos desde el fondo de su corazón.
—Los antiguos oficiales tienen un mayor abanico de opciones en comparación con los antiguos soldados. Quiero que tengas tantos caminos abiertos como sea posible una vez que la guerra termine.
Una vez que la guerra termine.
Esas palabras dejaron a los niños con expresiones de sorpresa. La guerra con la Legión había hecho estragos desde que podían recordar, y sus vidas estaban dominadas por su locura. Sus expresiones le decían que era una perspectiva que nunca habían considerado.
Ernst pensó que esas palabras eran seguro crueles para ellos. Durante cinco años… cinco largos años habían luchado. Y tal vez incluso antes, cuando supieron que sus familias, que partieron a luchar, nunca volverían. Desde entonces habían endurecido sus resoluciones. Esperaban a sus padres, que no volverían, y veían cómo otros morían en la guerra, sin saber si el mañana les depararía el mismo destino. E incluso si no llegaba el día siguiente, no había forma de escapar al destino.
Seguramente morirían.
Si no es así, eligieron vivir y morir como seres humanos. Y deseó que esos niños que luchaban contra el destino, armados solo con esa determinación, sobrevivieran. Esperaba que vivieran una vida larga y plena, sin temor a una muerte predestinada. Rezaba para que esos niños —que solo podían vivir el momento— llevaran una forma de vida opuesta a eso.
Y seguro no se daban cuenta de lo cruel que era ese deseo.
—Esta guerra seguramente terminará algún día, y si tienen la intención de verla hasta el final… harían bien en considerar lo que harán cuando lo haga.