Traducido por Lucy
Editado por Lugiia
Cinco armas móviles de la República yacían en ruinas, durmiendo para toda la eternidad dentro de su ataúd de cristal fortificado.
Se encontraban en un floreciente campo de primavera, fuera de una ruta de tráfico perteneciente a la República Federal de Giad. El cielo era de un azul precioso y cristalino, lo que daba al paisaje una especie de aspecto ilusorio y ensoñador. Era el lugar donde antes existía la frontera entre la República de San Magnolia y el Imperio de Giad.
Una vez que se le permitió entrar en la gran vitrina fortificada, que se había instalado con fines de conservación, una joven de dieciocho años, Vladilena Milizé, contempló los restos de un Juggernaut. Su rostro evocaba la imagen de un esqueleto sin cabeza. Su cabello plateado fluía, con una parte teñida de rojo, deslizándose por su uniforme militar de la República, ahora negro.
Los restos de un Scavenger también yacían allí, con letras rociadas en su flanco: “Fido, Nuestro Leal…”. El resto de la frase se perdió para siempre debido a un agujero, causado por el bombardeo. Pero Lena tenía una idea de lo que decía el resto del mensaje. A estas alturas, ya sabía por qué Shin y los demás habían nombrado a un Scavenger, pero no podían nombrar un gatito.
Eran guerreros destinados a luchar hasta la muerte. Para ellos, solo aquellos que lucharan y murieran junto a ellos podían ser considerados camaradas. Solo sus hermanos de armas, que lucharían junto a ellos hasta el amargo final y caerían en el mismo campo de batalla—los que luchaban en la misma guerra—podían ser llamados camaradas.
Los cinco contenedores que Fido debería haber transportado habían desaparecido. Seguro los había purgado todos después de agotar los suministros. El propio contenedor de suministros de Fido también estaba vacío. Había coincidido con la distancia, teniendo en cuenta que estaban marchando a través de un territorio que, en ese momento, estaba por completo bajo el control de la Legión.
Durante un largo mes, habían marchado a través de un territorio infestado por la Legión en el que no deberían haber sobrevivido más que unos pocos días. Seguro habían continuado hasta que se les acabaron las provisiones. Habían conseguido salir de las zonas disputadas por la República y entrar en las regiones bajo el control de la Legión. Este lugar estaba ahora bajo el control de la Federación, en la cúspide de sus zonas disputadas. Seguro fue aquí donde agotaron sus suministros… y aquí donde es posible que murieran.
Este era su destino final. Las placas en las que Shin había grabado los nombres de los 576 procesadores muertos se habían retirado por el momento de la cabina de los Juggernauts cuando se instaló la vitrina y se devolvieron después de hacer réplicas exactas y registrar sus nombres.
La República había tardado dos años en llegar al destino final de Shin. La República había sido destruida, tal y como Shin había predicho, por su propia pereza y arrogancia.
Después de la misión de reconocimiento especial del escuadrón Spearhead, Lena fue nombrada encargada de otro escuadrón. Se limitó a dirigirlos y supo que nunca estuvo de verdad a su lado en el campo de batalla. Lo único que podía hacer en el campo de batalla era luchar y morir. Nada más. Una vez que uno moría, todo terminaba, y ella no tenía intención de hacerse pasar por una heroína trágica cuando nunca había luchado junto a Shin y los demás. En su informe incluyó a los Black Sheep, los Shepherds y las unidades de tipo artillería de largo alcance, pero todos ellos fueron tratados como tonterías de los Ochenta y Seis y desechados como rumores no confirmados.
Su nueva posición era también un sector muy disputado, de frecuentes salidas. Fu en este mortífero campo de batalla donde Lena había decidido no limitarse a enviar a sus procesadores a la muerte, sino utilizarlos y ganar a toda costa. Esto le valió un alias.
La Reina Manchada de Sangre, Reina Sangrienta.
Era un juego de palabras con su nombre de pila, y aunque sonaba como el nombre de una villana de alguna película de tercera categoría, a Lena le gustaba bastante. Lo consideraba un apodo adecuado para alguien como ella, que solo podía pisotear las vidas de los demás cuando lo enviaba a la batalla: una persona cruel y altiva, incapaz de salvar a nadie. A pesar de ello, el índice de bajas en su escuadrón era de forma notable bastante menor en comparación con otras unidades. Incluso un año después, el escuadrón de Lena siguió participando en el combate sin haber sido reestructurado ni una sola vez y llegó a ser conocido como los Caballeros de la Reina.
Fue entonces cuando Lena visitó con frecuencia a los ciudadanos que se habían opuesto al internamiento de los Ochenta y Seis en el pasado, a los que habían intentado refugiar a sus amigos y familiares, así como a los antiguos controladores que habían dimitido por culpa. Hablaría con ellos y registraría los nombres, palabras y características de los Ochenta y Seis que había conocido. Aunque el gobierno pudiera borrar los registros formales, no podría eliminar los recuerdos de la gente. Los grabó para que, cuando llegara el momento y cayera la República, alguien recordara a esas almas perdidas.
Y entonces llegó la catástrofe, demasiado rápida y demasiado repentina.
Ocurrió el día de la fiesta que conmemoraba la fundación de la República. El mejor alumno del instituto de ese año había pronunciado esas impactantes palabras durante su discurso. Era un hombre joven, de la misma edad que Lena, y sus ojos ardían de convicción.
—Muchos de mis compañeros de clase murieron luchando contra la Legión.
Los murmullos de lástima comenzaron a llenar la sala. Algunas personas comenzaron a sollozar entre la multitud. Mientras los miraba con frío desdén en sus ojos, las palabras del joven se convirtieron en gritos de rabia.
—Este país los menospreció, los llamó Ochenta y Seis. Puede que hayan muerto en el campo de batalla, ¡pero fue la República la que los mató! ¿Hasta cuándo seguirá esto?
Ni una sola voz se levantó para darle la razón.
Algunos tontos se burlaron de él, preguntando si no podía distinguir a los cerdos de los humanos. Otros se mordían los labios, albergando la misma indignación pero sin poder hablar. Otros solo lo ignoraron y siguieron con sus vidas… y todos murieron, por igual.
Esa noche, una gran fuerza de la Legión, de una escala nunca vista, marchó hacia el frente norte, donde los combates habían sido más tranquilos.
Los escuadrones asignados para defender el sector fueron diezmados con facilidad. El hecho de que sus controladores tardaran tanto en enterarse de la derrota de sus escuadrones fue una especie de justa venganza, por muy insuficiente que fuera. Durante los combates, los controladores estaban todos bebiendo para celebrarlo, y ninguno de ellos estaba resonando con sus tropas.
Si alguno de ellos hubiera hecho su trabajo con más diligencia, no habría tenido que escuchar las noticias cuando ya era demasiado tarde. La mayoría de los cañones de interceptación estaban inoperativos, y los campos de minas habían sido volados por los bombardeos del tipo de artillería de largo alcance. Todos los proyectiles guiados que lanzó la República fueron derribados por los Stachelschwein antes de que tuvieran la oportunidad de detonar.
La última esperanza de la República, la Gran Mula, no pudo detener su avance. Sus paredes fueron derribadas por un tipo de cañón de riel, capaz de disparar munición esférica a velocidades supersónicas de ocho mil metros por segundo. Un nuevo tipo de Legión que el escuadrón Spearhead había informado que había encontrado… Un informe que había sido descartado. Los inmóviles muros de la fortaleza se desmoronaron rápido ante la fuerza de pesadilla de sus destructivos proyectiles supersónicos.
Cuando el gobierno se dio cuenta de la gravedad de la situación, la Legión ya había invadido el Sector Ochenta y Cinco. Ninguno de los civiles, que habían trasladado a los Ochenta y Seis el deber de defender su seguridad, tenía medios para resistir la invasión.
Y solo una semana después de la caída de la Gran Mula, la República fue destruida.
La caída de la República no podía ser vista como un castigo. Muy pocos murieron lamentando su propia crueldad y descuido. Todos culparon a la ineptitud de otros y perecieron creyéndose víctimas trágicas. Para los que encontraron su destino, sin ser conscientes de sus propios pecados, ni siquiera la muerte fue un castigo.
Lena estaba en el Primer Sector cuando se produjo la invasión del norte, y pudo escapar de la masacre gracias a sus preparativos. Utilizó todos los cañones de intercepción que había en las inmediaciones del campo de minas para abrir la puerta de la Gran Mula. A continuación, empleó una función oculta que Annette había incorporado en el para-RAID para resonar con todos los procesadores, solicitando su ayuda para recuperar el Sector Ochenta y Cinco.
Muchos escuadrones respondieron a su grito de guerra, los Caballeros de la Reina y otros escuadrones donde ahora servían antiguos miembros de los Caballeros. Pero no fue por buena voluntad o confianza. Los procesadores seguro decidieron que ponerse del lado de la República—con su electricidad y sus plantas de producción—aumentaría sus posibilidades de supervivencia. Muchos otros Ochenta y Seis formaron sus propias posiciones defensivas, manteniéndose firmes para defender los campos de internamiento donde estaban muchos de sus amigos y seres queridos.
Lena tomó el mando de estas fuerzas y formó una línea defensiva. Algunos Alba se lanzaron al campo de batalla, pilotando Juggernauts de repuesto, pero la mayoría se acobardó, sin hacer nada. Algunos miraban a los Ochenta y Seis con desprecio y aversión, pero a diferencia de antes, esta vez eran los oprimidos los que empuñaban las armas. Los Ochenta y Seis, curtidos en mil batallas, aguantaron el trato insensato del Alba, comprendiendo que las luchas internas eran el peor escenario en medio de una guerra. Pero si las cosas hubieran durado más, no se sabe qué habría pasado.
Dos meses después de formar su línea defensiva, llegó una fuerza de rescate de un país vecino. Habían llegado desde más allá de la frontera oriental, cruzando a los territorios de la Legión. Las fuerzas de la Legión estaban concentradas en el norte, y el ejército del país vecino atravesó el frente oriental, en su mayoría vacío, para acudir en su ayuda.
Eran las fuerzas de la República Federal de Giad, que había derrocado al Imperio y se había reformado en un país para el pueblo. El Imperio fue abolido por una revolución poco después de comenzar la guerra. Lo que la República interceptó, en su momento, fue una transmisión desde la última fortificación defensiva de los militantes. Tras haber destruido el Imperio, la Federación también fue reconocida por la Legión como un enemigo y se pasó la última década luchando contra ellos. Muchos ciudadanos se unieron de forma voluntaria al esfuerzo bélico, creyendo en los ideales de la Federación de que era el deber del pueblo proteger a sus hermanos, y de forma lenta, pero segura, liberaron sus tierras del control de la Legión.
Armado con armamento de última generación, el poderoso ejército de la Federación marchó con la cabeza bien alta mientras ayudaba a los restos de la República a recuperar sus territorios perdidos, llegando al final al Primer Sector, donde se encontraban en un punto muerto. Los civiles de la República los recibieron con un aplauso de agradecimiento, pero, por desgracia, las cosas no acabaron ahí.
La Federación sabía de alguna manera que la República había sometido a sus compañeros Colorata, los Ochenta y Seis, a persecuciones e innumerables atrocidades. Tras liberar a los Ochenta y Seis de los campos de internamiento y de las bases del frente mientras marchaban, reforzando sus filas por el camino, el ejército de la Federación vio con sus propios ojos la terrible crueldad a la que habían sido sometidos los Ochenta y Seis.
El comandante de las fuerzas de rescate llegaría a decir al presidente y los altos oficiales: “Si odian tanto los colores, también podrían haber teñido su bandera de blanco”. Fue una declaración cortante, dicha sin sarcasmo. La Federación favoreció a los Ochenta y Seis, concediendo la ciudadanía incondicional a quien la deseara. Por otro lado, concedieron al Alba el mínimo apoyo que necesitaban, pero priorizaron la búsqueda de la profundidad de la persecución.
Las cosas no fueron tan malas cuando descubrieron innumerables archivos de personal relacionados con las bajas en el almacén subterráneo del cuartel general de la República. Al parecer, alguien de la división de personal los había conservado en secreto. Hubo algunas críticas cuando vieron que la mayoría de los muertos eran niños soldados, pero el hecho de que algunas personas de la República siguieran siendo decentes y arrepentidas frenó su ira.
Pero la mirada de la Federación se volvió más fría cuando descubrieron los diarios escritos por los internos de los campos de internamiento, en los que se detallaban las atrocidades a las que habían sido sometidos. Los supervivientes también empezaron a hablar poco a poco, y se descubrió un gran número de esqueletos, enterrados en las ruinas de los campos de internamiento y en los muros de la fortaleza. Cuando encontraron registros de experimentación humana y de tráfico de niños, junto con imágenes de los horrores cometidos por los soldados de la República, dejaron de considerar a los Alba como algo más que basura humana.
No habría sido sorprendente que la Federación hubiera retirado su apoyo en ese momento, pero aun así proporcionaron a los restos de la República una ayuda mínima. Seguro era la forma que tenía la Federación de castigarlos. La República podía ser la mayor escoria existente, pero la Federación se negaba a rebajarse al mismo nivel. Que los que conocen la vergüenza la sufran hasta el día de su muerte. Y los cerdos incapaces de sentir vergüenza ni siquiera merecen atención o reconocimiento. Tal era la solemne condena de la Federación.
En la época en que la región norte del Primer Sector fue liberada de la Legión, la Federación solicitó, a cambio de refuerzos, que un oficial del ejército de la antigua República fuera enviado a su ejército para servir como oficial al mando de las fuerzas de rescate o, en su defecto, como ayudante. Mientras que muchos oficiales rechazaron el puesto, Lena se ofreció voluntaria, lo que la trajo a este lugar y momento.
Lena dejó atrás la vitrina y tomó su maleta y el pequeño transportín con un gato negro de patas blancas que había dejado fuera justo antes de entrar. Dirigió su mirada a una gran pizarra de piedra que se encontraba en este jardín de primavera, y que conmemoraba a estos cinco Juggernauts y a los quinientos setenta y seis soldados caídos que yacían con ellos. Era la lápida que se les concedió después de luchar, sobrevivir tanto tiempo como lo hicieron y al final encontrar su camino hasta aquí.
No sabía que los encontraría aquí y por eso no pensó en traer flores. Tendrá que preparar algunas para la próxima vez. Todavía no había llegado al mismo lugar que ellos. No tenía derecho a ofrecerles flores todavía.
Se giró hacia los oficiales de la Federación que la esperaban y se inclinó un poco.
—Perdóneme, Su Excelencia. Le he hecho esperar.
—En absoluto. Nunca se puede pasar demasiado tiempo lamentando a los que se tiene en gran estima, querida.
El oficial de cabello negro y de mediana edad sonrió con suavidad, con un aspecto más parecido al de un filósofo distanciado y erudito que al de un oficial militar. Su barba era de un tono negro grisáceo, y llevaba un traje de negocios fabricado en serie y un par de gafas con montura de plata. Miró a Lena, que iba vestida de negro y tenía una parte del pelo teñida de rojo, con una sonrisa amable y educada.
—Estaba lamentando esas vidas perdidas y las muertes de sus subordinados, ¿no es así, Reina Sangrienta…? Para ser franco, hay bastantes en la Federación que piden que se corte toda la ayuda a la República, diciendo que solo debemos apoyar a nuestros hermanos. Pero con gente como tú, puedo decir con certeza que hicimos bien en salvarte. La República Federal de Giad le da la bienvenida, coronel Milizé.
Ella le devolvió la sonrisa con timidez, negando con la cabeza. Puede que se hayan perdido muchas vidas, pero esta lápida era para los subordinados que ella había dejado morir. Esta reina manchada de sangre no merecía elogios. El viejo funcionario sonrió ante su expresión fastidiosa y se giró. Varias figuras se habían levantado a poca distancia detrás de él, un grupo de jóvenes oficiales vestidos con el uniforme azul acero de la Federación.
—Venga, por aquí. Le presentaré a los oficiales que servirán a sus órdenes en su nuevo escuadrón.
—Sí, señor.
Se puso en marcha, deteniéndose solo para mirar la lápida una vez más. Los restos de aquellas arañas mecánicas cuadrúpedas y su acompañante estaban juntos, durmiendo para la eternidad. Este era el lugar que aquellos chicos y chicas luchaban por encontrar al final de sus duras y crueles vidas.
La guerra aún no había terminado. Las fuerzas de la Legión aún controlaban la mayor parte del continente, e incluso ahora, alguien estaba ahí fuera, luchando.
Hasta el momento en que la última Legión se callara. Para que todos pudieran llegar a este destino final, siguiendo sus pasos.
Lena se armó con determinación y dio un paso adelante, abriéndose paso hacia esos cinco oficiales. Tenían la misma edad que ella y la saludaron en una sola fila, dándole la bienvenida. Se dirigió a su lado, a su nuevo campo de batalla.
Para poder luchar hasta el final. Para poder vivir hasta el final.