Matrimonio depredador – Capítulo 43: Rompiendo cadenas

Traducido por Yonile

Editado por Meli


La neblina cubrió la luna, por lo que una profunda oscuridad cayó sobre Estia, envolviendo el lugar en un misterio. Era una noche en la que resultaba inquietante salir sin compañía.

Una pequeña lámpara colgaba del carruaje. Su llama ardía, sin embargo, no fue suficiente para iluminar el camino.

El jinete, al frente de los carruajes en línea, giró la cabeza e inspeccionó el entorno con los ojos. Después de muchos años de experiencia deambulando, su intuición le decía que algo estaba mal.

Se sentía nervioso, con un impulso irresistible de huir. Deseaba salir rápidamente del lúgubre bosque por el que transitaban, pero los densos árboles parecían infinitos.

Los mercenarios, que escoltaban los carruajes, también sentían la atmósfera ominosa. Mantuvieron un agarre constante en la vaina de sus espadas, listos para contraatacar.

—¡Demonios!

El jinete maldijo y tiró de la brida para detener los caballos. Usó la fusta, pero los animales no aminoraron la velocidad. Relinchaban, asustados por algo desconocido. Indefenso, miró hacia enfrente.

Un agudo silbido azotó el aire. Los ojos del jinete se desorbitaron al identificar el peculiar sonido, entonces, gritó, aterrorizado:

—¡Aaah, son los bárbaros!

Del cielo, sombras negras cayeron sobre los carruajes. Parecían bestias enloquecidas, sus brillantes ojos resplandecían en la oscuridad, haciendo visibles los dientes sobresalientes de su sonrisa.

Los mercenarios sacaron sus espadas, demasiado lentos para los kurkan, quienes, como un rayo, saltaron hacia ellos. Un instante después, el sonido de la carne al desgarrarse y los huesos al romperse fue lo único que se escuchó. Los cadáveres, bañados en sangre se acumularon.

El jinete, con sigilo, se arrastró fuera del carruaje. Los desgarradores gritos de la matanza perforaron sus oídos. Se cubrió la boca, con una mano tambaleante, para pasar desapercibido. De repente, una ráfaga de aire frío lo golpeó cuando el carruaje que escondía su cuerpo se volcó.

Observó a un mercenario, que miró al cielo antes de que su boca brotara sangre, inmóvil, se desplomó en el gélido suelo del bosque. La sangre caliente fluía y los cuerpos se enfriaban.

En la penumbra, la tenue luz de la luna iluminó la silueta de un hombre de constitución musculosa y brillantes ojos color topacio. Este miró a una enorme mujer, que pasó por encima de los cuerpos, ignorando al jinete congelado e inspeccionó dentro de un carruaje volcado.

—Ishakan —dijo la mujer y le entregó una hoja de tabaco.

Al mismo tiempo, un hombre delgado registró diligentemente los carros con los otros kurkan. Con una lámpara, revisó uno a uno los rostros de los esclavos, al terminar exclamó:

—¡No está aquí!

—¿Otro intento en vano?

Ishakan fumó con tranquilidad la hoja de tabaco y mientras expulsaba el humo, murmuró:

—Asombroso. Estaba bastante seguro de que la información era precisa.

Inclinó la cabeza y fijó su penetrante mirada en el jinete, que se quedó mudo e inmovil por el miedo, impidiéndole huir. En ese momento, sintió que algo caliente y húmedo le resbalaba por la parte interna de su muslo, se había orinado encima.

Ishakan se burló, mostrando una sonrisa. Levantó una ceja y le preguntó al jinete:

—¿Sabes algo sobre esto?

—L-Los… O-Otros traficantes de esclavos… —tartamudeó, sus dientes castañeando y su cuerpo temblando sin control.

—¿Otro traficante de esclavos compró y se llevó los kurkanos?

—S-sí… —contestó, no quería que el bosque se convirtiera en su tumba.

Ishakan entrecerró los ojos, inclinó la cabeza, pensativo. Luego levantó la vista y asintió a la mujer del costado.

—Por favor, perdóname —intervino el jinete—. Solo estoy conduciendo el carro… Lo que he presenciado debería ser suficiente para pagar por mis pecados…

La mujer levantó el puño y lo estrelló contra la nuca del jinete. El hombre se desmayó de inmediato.

—¿Está muerto? —inquirió Ishakan.

—No, controlé mi fuerza, no como… —Ella hizo un gesto a su alrededor.

—Creo que está muerto —refutó Haban.

—No —contestó Genin—. Todavía no está muerto.

Haban se acercó a comprobar el pulso del hombre.

—No está muerto —concluyó.

Ishakan, que se rió y dio otra calada a su tabaco antes de hablar:

—¿Esta es la tercera vez? —Haban se sonrojó—. No puede ser una coincidencia.

Estaban rastreando a los kurkanos, esclavizados en Estia, ya habían averiguado el paradero de los que fueron vendidos a aristócratas y comerciantes adinerados.

Sin embargo, en el caso de aquellos que estaban en peligro de ser capturados y vendidos, tenían múltiples dificultades. Cada vez que se acercaban, fallaban.

Sabían que eran comprados por una red de traficantes de esclavos, pero la ruta de comercio era un laberinto. Por ello, cada vez que iban a liberarlos, otro traficante los compraba, tan solo pocas horas antes.

—Siempre vamos un paso atrás. —Haban apretó los puños, frustrado. Ishakan lo tranquilizó—: No es tu culpa. Quizás los tomaris también están interfiriendo. No tiene nada que ver con tu capacidad… Alguien es más rápido que nosotros.

—¿Qué traficante de esclavos puede hacer eso? Hay que aniquilarlos a todos. —Haban sacó una hoja de tabaco y la fumó—. ¿Cómo los encontramos?

—Nos moveremos más rápido.

Haban abrió los ojos, conmocionado. Miró a Genin, que también lucía confundida.

—¿Cómo…? —Haban habló con cautela—. Nuestros movimientos son veloces, pero debemos ser discretos.

—No hay elección. —Ishakan se rio—. Estaremos dentro de la casa de subastas una hora antes que todos.

Imaginó su ataque y la cantidad de sangre que derramaría.

Genin, que conocía la ferocidad de su rey en la lucha, en especial contra quienes esclavizaban a los de su especie, lo miró con las cejas levantadas.

—¿Qué? —replicó Ishakan con sorna—. Sabes que soy bueno con el autocontrol, ¿verdad?

♦ ♦ ♦

En la primera reunión del Consejo de Gabinete, desde el banquete de bienvenida de los kurkan, solo Leah estuvo presente en nombre de la familia real, como era costumbre. El rey se excusó porque estaba cansado y el príncipe heredero se encontraba en una cacería.

El ambiente era tenso. El aire se podría cortar con un cuchillo.

El ministro de hacienda, Laurent, respiró hondo y se aclaró la garganta. La tensión en su rostro era clara como el día.

—Debemos hacer una reforma al sistema tributario.

El lugar estalló en caos. Leah miró alrededor de la sala de conferencias, su expresión estoica ocultaba sus pensamientos. La mayoría se opuso fuertemente a la idea. Afirmaron que se trataba de una tontería y que no ayudaba a la economía de Estia.

—Si el proyecto de ley se aprueba o no, se decidirá después del tratado de paz. Hoy, la explicación de la reforma… —continuó Laurent.

El ánimo se volvió más oscuro. Todos sumidos en sus propios pensamientos, devanándose los sesos sobre cómo lidiar con el tratado de paz y evitar que se volcara en contra de Estia.

Leah se rió, la distracción había funcionado. Sabía que necesitaba tiempo para afianzar la reforma, debía poner fin a la oposición y garantizar que la estabilidad de Estia y el tratado se mantuvieran, aún cuando ella ya no estuviera presente. Sería su último deber hacia su país.

—Hay una cosa que necesito informarles a todos. —la voz de Leah fue clara, todos se giraron a verla—. Vamos a intensificar la vigilancia a los traficantes de esclavos y lanzaremos una gran campaña de represión. Es para lograr con éxito un tratado de paz con los kurkanos.

En circunstancias normales, los aristócratas se quejarían, sin embargo, mostraron su empatía por la causa, algunos incluso sugirieron encontrar a los esclavos y liberarlos ellos mismos.

Aquellos que siempre habían sido hostiles hacia los kurkan y que ahora los defendían, captaron la atención de la princesa, estaba segura que habían recibido un soborno y decidió concentrarse en ellos.

Al terminar la reunión, los aristócratas se reunieron y hablaron de sus planes futuros. Leah también tuvo una conversación con su equipo: el Laurent y el conde Valtein.

—Gracias por tu duro trabajo.

—Está bien, princesa… —Laurent, lucía demacrado, acarició su pecho y agregó—: Mi misión no terminará aquí. ¿Va a ir tras los traficantes de esclavos esta noche?

—Sí

El conde Valtein frunció el ceño y murmuró:

—Byun Gyongbaek. Él viene hacia acá.

El hombre caminaba con muletas, cojeando, se aproximó a Leah. El ministro de hacienda y el conde Valtein no ocultaron su desagrado, pero retrocedieron, permitiendo que llegara hasta ellos, él actuaba como si su relación fuera íntima.

—Ha estado en silencio por un tiempo.

Leah lo desafío con la mirada, molesta por la interrupción. Byun Gyongbaek, siendo un desvergonzado, la ignoró y continuó con su monólogo.

—Cierra con llave tu dormitorio esta noche y coloca el pestillo de la ventana. Sería mejor si le pones un panel. Coloca lámparas alrededor de tu área en el palacio real y ordena a tus doncellas que no duerman…

—Byun Gyongbaek de Oberde —lo interrumpió Leah, cansada de su balbuceó incesante—. ¿Qué deseas?

—Esto es culpa de los bárbaros que deambulan por el palacio —acusó Byun Gyongbaek, levantó la voz para que los aristócratas aún presentes lo atendieran—. ¡Están siendo engañados por sus hermosas apariencias! ¿No están muy ocupados alabando a esas bestias? El tratado de paz es una estratagema, princesa, eres tan ingenua que crees en un ridículo discurso plasmado en papel.

Leah se limitó a observarlo, sin mostrar el mínimo signo de intimidación, Byun Gyongbaek enfureció.

—Enviaré hoy a mis caballeros al palacio real. Les ordenaré que te protejan durante la noche —dijo mientras se marchaba sin despedirse.

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