Traducido por Tsunai
Editado por YukiroSaori
Max se apresuró a doblar las rodillas en una reverencia. Un nudo de nervios le apretó el estómago al darse cuenta de que el joven frente a ella era el comandante de los caballeros sagrados.
Apretó con fuerza la carta que guardaba en el bolsillo. Por más que lo pensara, sabía que no era adecuado pedirle a alguien como él que hiciera de mensajero. Dio un paso atrás, incómoda bajo su mirada.
—Pido disculpas por… i-interrumpir.
—Para nada, si la señora tiene algo que preguntar, no le importe decírmelo. —dijo el Archiduque con una sonrisa amistosa.
Después de dudar por un momento y dejar de lado sus pensamientos de preocupación, Max finalmente abrió la boca para hablar.
—Si no es mucho pedir… esperaba enviarle una carta… a mi marido…
—¿Una carta?
El Archiduque la miró con cara de curiosidad. Max se retorció en su lugar y sacó la carta de su bolsillo. La carta que tanto se esforzó en perfeccionar estaba ahora arrugada y mal formada en solo cuestión de una hora. Sus mejillas se sonrojaron mientras intentaba enderezar los pliegues.
—¿Podrías entregarle esto a mi marido? No contiene nada… i-importante. Solo quería hacerle saber cómo estaba…
—¿Me estás pidiendo que le entregue esta carta?
Preguntó el paladín en tono seco. Ella fue puesta bajo la presión de su indiferente mirada y eso la hizo hablar con un lenguaje confuso.
—Si no le causaría muchos problemas al s-señor… cuan-cuando llegue a Louiebell… y vea a m-mi marido… si-si pudiera dárselo entonces…
Frente a aquel rostro enmascarado e inescrutable, la voz de Max comenzó a quebrarse. El sudor le perlaba la frente por atreverse siquiera a pedir un favor, pero entonces el archiduque intervino de pronto, con gesto preocupado.
—Señora Calypse, los caballeros sagrados llegarán desde las fronteras orientales de Louiebell. Los caballeros Remdragon están apostados en las occidentales; no podrán encontrarse de inmediato.
—Entiendo… no lo sabía.
Arrugó la carta y bajó la mirada decepcionada. Entonces, el paladín tomó la carta de sus manos, su sonrisa era seca y parecía tranquilo a pesar de su expresión estoica.
—Quizás no sea posible entregarlo de inmediato… pero se lo entregaré tan pronto como nos encontremos. Le debo algo.
Una breve exaltación la invadió, pero su extraño tono la preocupó. Max lo miró confundida.
—Entonces… p-por favor hazlo.
Ante la desesperada respuesta de Max, los ojos del hombre se entrecerraron ligeramente. Luego, guardó la carta en su túnica y habló con suavidad.
—Me aseguraré de que esto le llegue. No te preocupes.
—Pues bien, parece que todo está preparado, debemos comenzar el viaje.
A instancias del Archiduque, Sir Quahel Leon se inclinó ante ella y descendió con gracia las escaleras. Max observó aturdida mientras el joven se abría paso entre las filas. La bandera del paladín ondeaba frenéticamente con el viento del verano, como anunciando las turbulentas batallas que se avecinaban.
—Por favor, discúlpeme a mí también, mi señora.
—Ah… me disculpo por interrumpir tu tiempo.
El archiduque le dedicó una sonrisa que le indicaba que estaba bien y bajó las escaleras para seguir al paladín. Max los observó mientras se preparaban para partir y luego regresaron al monasterio.
Su corazón latía tan rápido que juntó las manos con firmeza y cerró los ojos. Ahora todo lo que podía hacer por ellos era orar por lo mejor.
♦ ♦ ♦
Diez días después de que los Caballeros Sagrados se unieran a la batalla, la noticia de la reconquista de Louiebell se extendió por toda la capital. Por todas partes estallaron vítores y celebraciones; es decir, hasta que los cuerpos de los soldados y caballeros que murieron en el campo de batalla atravesaron las puertas de la ciudad sin fin. Una larga fila de carros cargados de cadáveres llenó el patio del templo y la gente se reunió para ver si su familia estaba entre ellos.
Max también llegó con las damas de Livadon, ansiosas y nerviosas, preguntándose si había alguien que ella conociera entre ellos. El estado de los cuerpos no se parecía a nada que Max pudiera imaginar. Aunque todos estaban lavados, vestidos y preparados para el funeral, las prótesis no pudieron cubrir las muertes miserables que habían enfrentado esos hombres. Muy pocos de ellos tenían sus extremidades todavía en su lugar y algunos tenían telas negras cubriendo la parte superior de su torso ya que habían sido decapitados en batalla.
Con el rostro pálido, Max observó cómo los sacerdotes colocaban cuidadosamente los cuerpos en sus respectivos ataúdes. Algunas de las damas nobles se desmayaron en el acto y ella también estuvo a punto de desmayarse, pero soportó la sensación de mareo. Necesitaba asegurarse de que ni Riftan ni ninguno de los caballeros Remdragon estuvieran entre ellos.
Max deambuló entre las filas de cuerpos y se tragó las ganas de vomitar mientras luchaba por ver e intentar reconocer alguno de los rostros. Incapaz de soportar el mareo que la había invadido, rápidamente se fue y se agachó bajo un árbol en la esquina del atolladero del patio del templo. Una de las señoras fue tras ella, preocupada por su estado.
—¿Estás bien?
Max miró hacia arriba con ojos temblorosos. Fue la señora que se presentó no hace mucho, Idcilla Calima. Los ojos bronceados de la joven la observaron con preocupación.
—Tu tez no se ve bien. ¿Debería llamar a un sacerdote?
—Oh, n-no. Estaba un poquito… mareada. ¿Qué hay de usted, Señora Calima, se encuentra bien?
—Estoy bien. Soy una dama que viene de una familia de caballeros, esto no me molesta.
La niña levantó la cabeza con valentía, pero su tez estaba tan pálida como la de ella. Idcilla se volvió hacia los ataúdes y miró entre las filas, como para ocultar su debilidad.
—Afortunadamente, mi hermano no está entre ellos. Pregunté a los soldados que trajeron los cuerpos y me dijeron que la mayoría de las personas que estaban atrapadas en Louiebell están a salvo.
—¿E-En serio?
Ruth y los otros caballeros Remdragon aparecieron frente a Max, y una ola de esperanza floreció en su interior; sin embargo, se desvaneció rápidamente al recordar que Idcilla había dicho que la mayoría estaban a salvo. Volvió a mirar entre las docenas de cadáveres y, tras un momento, trató de calmar su corazón tembloroso antes de acercarse a los sacerdotes que los recogían.
En el patio, el alivio y la pena se entremezclaban entre quienes escuchaban los nombres pronunciados por los sacerdotes al identificar los cuerpos. Se oían suspiros de alivio y lamentos por igual. Max no pudo relajarse hasta que se confirmó la última identidad. Bajó las escaleras tambaleándose, empapada en sudor frío.
Todo su cuerpo estaba temblando. El alivio la invadió pero, al mismo tiempo, sintió un escalofrío recorrer sus huesos. Juntó con fuerza sus manos frías y sudorosas. Idcilla se apresuró a acercarse a ella al ver su estado de debilidad.
—Señora, volvamos al monasterio por ahora. Yo te acompañaré.
—G-Gracias.
Max subió torpemente las escaleras, balanceándose de izquierda a derecha mientras se apoyaba en la chica más joven, que era un poco más alta que ella. De repente, la vergüenza se apoderó de ella. Idcilla sólo tenía dieciocho años, era vergonzoso que una chica cuatro años menor pudiera soportar mucho más que ella. Cuando entró en la gran capilla con las piernas temblorosas, hizo todo lo posible por enderezarse.
—Estoy bien a-ahora. Puedo caminar… sola.
—No importa. Me sentiré más tranquila si estoy cerca para atrapar a la señora en caso de que se desmaye.
Max frunció el ceño ante sus francas palabras.
—Yo… no me voy a desmayar.
La niña la miró a la cara con atención y asintió lentamente.
—Ya veo. Para ser sincera, me sorprendió. Pensé que la señora Calypse sería la primera en desmayarse.
—¿Estás… burlándote de m-mí?
La niña se sonrojó y suspiró.
—No quise que fuera un insulto, pido disculpas si te ofendiste. Mi prima Alyssa me dice a menudo que me meteré en problemas por mi franqueza.
—Creo que ella tiene razón…
La niña sonrió levemente ante el tono sarcástico y directo de Max.
—Usted parece muy bondadosa, pero en realidad, creo que no es así.
—Basta de bromas. No… es agradable.
—Quise decir mis palabras en el buen sentido. Alyssa no podía soportar mirar los cadáveres, así que regresó a su habitación casi de inmediato —dijo Idcilla, y de repente su rostro se oscureció.
—Aunque no es su culpa. Alyssa es muy pusilánime. Y ella ama mucho a Elba. Tiene demasiado miedo para mirar, no quiere verlo por si Elba está entre esos hombres derrotados.
—¿Quién es… Elba?
Max preguntó por curiosidad. Pensó que hablar con Idcilla la ayudaría a calmarse y a desterrar de su mente los rostros persistentes de los muertos.
—Elba es la forma corta de Elbarto Calima, mi segundo hermano mayor —explicó—. Alyssa y él están comprometidos desde los doce años. En cuanto fue ordenado caballero, le ofreció su vida.
—Es raro ofrecer la vida… a la persona con la que estás comprometido —replicó con una expresión perpleja.
Tradicionalmente, los caballeros dedican su vida a una dama real o a la esposa o hija del señor al que sirven. Idcilla asintió, indicando que las tradiciones culturales de caballería de Livadon no eran tan diferentes de las de Whedon.
—El caso entre esos dos es realmente especial. Alyssa se alegrará de saber que mi hermano sigue vivo. Ahora, sentémonos y descansemos un momento, me empiezan a doler las piernas.
Se detuvieron frente a un pabellón en los jardines y Max se sentó en una silla, exhalando un suspiro tembloroso. Idcilla se sentó frente a ella y se arregló la falda de su vestido en silencio. Aunque no estaba sentada muy cerca de Max, su compañía le brindaba consuelo. Si hubiera regresado sola a su habitación como planeaba hacer, las imágenes de los cadáveres destrozados la habrían perseguido.
De repente, Max se dio cuenta de por qué Idcilla la ayudó. La joven también se estaba recuperando mentalmente.
Idcilla le dedicó una rígida sonrisa y puso sus manos en su regazo.
—Los sacerdotes y sacerdotisas estarán ocupados con los funerales durante los próximos días.
—P-Pero… ahora que la batalla ha terminado, ¿no regresarán todos los caballeros?
—¿No lo has oído?
Los ojos de la niña se abrieron ante su pregunta.
—Las fuerzas aliadas decidieron viajar al norte. Ahora que han recapturado con éxito a Louiebell, el ejército de monstruos se retira a Pamela Plateau y los caballeros los perseguirán. También retomarán las otras tierras conquistadas por los monstruos.
—E-Entonces…
Max no pudo evitar tartamudear con sus labios temblorosos.
—E-Entonces… ¿cuándo terminará todo esto?
Era una pregunta estúpida que nadie podía responder, y menos aún la chica más joven sentada con ella. Idcilla mantuvo los labios cerrados y Max apoyó débilmente la cabeza contra la columna de piedra. A pesar del húmedo calor del verano, los escalofríos le recorrieron los huesos. La batalla de Louibell era solo el comienzo. Cada tres o cuatro días, los soldados traían carros cargados de cadáveres. Como dijo Idcilla, los sacerdotes corrieron todo el día preparando y organizando funerales. Se podían escuchar canciones de réquiem resonando en el gran templo.
Sin una procesión fúnebre adecuada y un ritual de limpieza, aquellos que han perdido la vida podrían convertirse en demonios o no muertos. Debido a esto, cientos de cuerpos fueron limpiados en masa en el Gran Templo todos los días. Aunque el monasterio estaba en silencio, todos los días estallaban sonidos de lamentos y llantos en el gran salón.
La atmósfera lúgubre era tan pesada que el archiduque Aren incluso vino y se ofreció a preparar un lugar para Max en su castillo. Sin embargo, Max se negó, porque cuando llegaran noticias sobre las fuerzas aliadas, el templo sería el primero en recibir la información.
—Por favor, piénsalo otra vez. Con el número de bajas acumuladas por la gran guerra, ningún sirviente en el gran templo podrá acomodar a ninguna de las damas correctamente. Si te quedaras en mi castillo, la Señora podrá vivir cómodamente y yo me aseguraré de prestar especial cuidado y atención.
El archiduque fue persistente en su persuasión, pero la decisión de Max fue firme cuando ella negó con la cabeza.
—Estoy realmente bien. Me he acostumbrado a vivir aquí… y no importa dónde esté… mis preocupaciones no estarán aliviadas de todos modos.
El hombre abrió la boca para responder, pero no salió nada cuando vio la pura determinación en el rostro de Max. Él suspiró y se resignó a su terquedad.
—Si ese es el deseo de la Señora, entonces lo respetaré. Si cambia de opinión, dígale a uno de los sacerdotes que me llame.
Por el bien de Riftan, el archiduque se fue sin discutir más. Pero tal como dijo el noble, el templo no podía preocuparse por las damas del monasterio. El número de sirvientas que la atendían se redujo drásticamente de tres a una, y esa sirvienta sólo venía a traer agua limpia para lavarse por la mañana y recoger la ropa por la noche. Todo lo demás tendría que lograrlo ella misma.
Ella no fue la única que experimentó eso y algunas de las damas que se reunieron en el templo se quejaron de la situación. Max habría sentido empatía por su queja si no hubiera vivido una expedición de primera mano. A lo largo de su viaje a Livadon, también tuvo dificultades para cuidar de sí misma sin sus privilegios habituales, pero ahora se adaptó fácilmente al cambio.
Todas las mañanas, Max limpiaba su habitación, hacía su cama, se vestía y se arreglaba y luego iba a la capilla a orar. En ocasiones, cuando la ropa limpia no llegaba según lo previsto, lavaba su propia ropa interior y calcetines. Esta era la primera vez en su vida que tenía que lavar la ropa, pero no lo odiaba. Más bien, era reconfortante para ella tener algo que hacer para pasar el día, en lugar de simplemente quedarse en su habitación todo el día, comiendo, orando y durmiendo. Si seguía un horario tan monótono, seguramente se vería consumida por todo tipo de preocupaciones y ansiedades. Necesitaba desesperadamente algo que la mantuviera ocupada.
Max también visitaba a Rem en los establos con la mayor frecuencia posible para cepillarle la melena. Con la atención que había prestado para arreglarlo, la rígida melena blanca de Rem se volvió plateada brillante.
—¡Ahí estás, Señora Calypse! Estaba a punto de ir a buscarte a tu habitación.
Idcilla la llamó un día cuando Max estaba en los establos, arreglando a Rem como de costumbre. Max se volvió para verla a ella, a Alyssa y a otras tres damas nobles intercambiando ocasionalmente saludos con ella en la sala de oración o en los pasillos. Llevaban ropa para salir. Los miró inquisitivamente y Alyssa habló con una sonrisa suave y ornamentada en los labios.
—Vamos a visitar el asilo en la ciudad. ¿Te gustaría unirte a nosotras?
—¿Ahora?
Max se sorprendió por la repentina invitación.
Alyssa añadió con cautela y una educada sonrisa.
—Si la señora tiene otro trabajo que hacer, está bien que no venga con nosotras.
—Ah, n-no. Después de pasar por los establos… iba a regresar a mi habitación.
Max respondió, y trató de quitar un poco el olor a caballo y a establo de su ropa, pero Idcilla se acercó a ella y la abrazó a pesar del olor acre.
—Entonces ven con nosotras. Debes estar asfixiada por estar en el monasterio y harta de las interminables canciones de réquiem.
Alyssa frunció el ceño ante las contundentes palabras de su prima, pero aceptó dócilmente.
—Estábamos hablando entre nosotras y pensamos que tal vez también podríamos aportar algo significativo. Dicen que las familias de los afectados llevan vidas difíciles en este momento. Muchas familias plebeyas que perdieron a sus maridos o hermanos se quedan en el asilo de la ciudad y rápidamente se están quedando sin suministros, por lo que hemos recolectado donaciones de las otras damas y esperamos poder ayudar un poco.
La niña le mostró con orgullo a Max el regordete bolso de cuero que tenía. A juzgar por su forma, en su interior probablemente se encontraban varias pulseras y collares. Trató de pensar si había traído algún artículo de valor para contribuir, pero había empacado lo más liviano posible para no arrastrarlo durante la expedición. Era poco probable que tuviera algo valioso para donar. Sintiéndose avergonzada, Max tartamudeó sus palabras.
—Yo… no puedo ayudar mucho… No traje nada de valor de Anatol.
—Oh, por favor no te preocupes por eso. Una sola visita de la esposa de Lord Calypse traería consuelo a muchas personas. Después de todo, Lord Calypse es el héroe más grande de Occidente.
Max expresó su orgullo por los elogios que recibió Riftan.
—Está bien, yo también iré.
Salir con esas mujeres sería cien veces mejor que sentarse sola en su habitación. Después de discutir los detalles, Max regresó a su habitación y rápidamente se puso ropa limpia. Luego, revisó sus pertenencias en busca de algo que valiera la pena vender. La daga que Riftan le dio podría alcanzar un buen precio, pero la idea de separarse de ella nunca pasó por su mente, lo mismo con el shekel que él dejó a su cuidado. Rebuscando entre sus cosas, Max encontró el pequeño espejo de mano que traía. Escuchó que los espejos son bastante caros, por lo que esto debería ser de ayuda.
Max se guardó el pequeño espejo de mano en el bolsillo y salió. Frente al patio del templo esperaban tres carruajes y seis guardias. Caminó hacia allí e inmediatamente vio a Idcilla, que ya estaba en uno de los carruajes, haciéndole señas para que viniera.
—Por favor siéntase aquí. Ya hemos pedido permiso a los sacerdotes. Solo tenemos que regresar antes del servicio de la tarde.
Tan pronto como Max se sentó a su lado, el carruaje se puso en marcha. Mirando por la ventana, se maravilló ante los exóticos edificios de Levan. A la luz del sol de verano, las construcciones de tono blanco grisáceo brillaban como marfil, y los laureles que bordeaban las calles mostraban un verde intenso y exuberante. La escena resultaba asombrosamente pacífica, en marcado contraste con la tragedia que se desarrollaba más allá de las murallas de la ciudad.
Justo cuando Max comenzaba a perderse en aquella tierra extraña, Alyssa la sacó de sus pensamientos.
—Creo que primero deberíamos detenernos y comprar algunos suministros de ayuda.
—Algunas señoras donaron monedas de oro, pero la mayoría donó joyas como pulseras y anillos. Llevará algún tiempo negociar con un comerciante.
—Yo también encontré algo de valor para dar.
Max rápidamente sacó la mano del espejo de su bolsillo y la tendió. Alyssa pareció avergonzada y agitó la mano.
—No es necesario que la señora haga esto. Es más que suficiente que hayas venido con nosotras.
—Por favor, tómalo. He estado al cuidado del monasterio de Levan durante tanto tiempo… Deseo contribuir también.
Al ver la expresión firme de Max, se rindió y tomó el espejo y lo guardó dentro de la bolsa. Los carruajes pasaron por la plaza de la ciudad y se detuvieron frente a un enorme edificio. Vendieron las donaciones y compraron una buena cantidad de comida, ropa limpia y aceite para lámparas. Con la considerable cantidad de donaciones que recibieron, todavía les quedaban 30 dirhams después de llenar los tres vagones. Decidieron donar los fondos restantes al monasterio, antes de subir de nuevo al carruaje.
Después de unos diez minutos más, Idcilla señaló un edificio.
—Ese es el asilo.
Max siguió su mano y vio un edificio de madera de dos pisos que parecía haber sido construido hace cien años.
—Este edificio era originalmente una capilla, pero ahora se utiliza para cuidar a huérfanos y vagabundos que no tienen adónde ir. Según los sacerdotes, muchas de las familias afligidas que han caído en una profunda depresión han confiado sus vidas a este lugar.
Max frunció el ceño al verlo. El viejo y en mal estado edificio parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. Los tablones de madera, que estaban tapiados para formar el techo, crujían cada vez que soplaba el viento, y una larga fila de vagabundos vestidos con harapos llenaba la entrada.
Los guardias cerraron inmediatamente la puerta del carruaje al verlo.
—Por favor, no salgas todavía. Entraremos y nos reuniremos con los sacerdotes primero.
Alyssa asintió con una cara sombría mientras Max miraba por la ventana los rostros de las personas sin hogar y sin esperanza. La mayoría eran mujeres jóvenes que llevaban a sus hijos a la espalda. Se preguntó si esas mujeres estarían viviendo una vida difícil por haber perdido a sus maridos en la guerra. Mientras continuaba mirando entre sus rostros afligidos, Max sintió que se le revolvía el estómago.
Aunque no quería hacerlo, Max no podía evitar pensar en lo que sucedería si perdía a Riftan. No acabaría como las demás viudas; a ella la arrastrarían de regreso al castillo de Croix, donde recibiría un trato cruel hasta el día de su muerte.
Se mordió los labios. También existía la posibilidad de que su padre la obligara a casarse de nuevo. Cualquiera de las dos opciones la sumiría en una pesadilla. Incluso si, por un milagro, le permitían pasar el resto de sus días en un monasterio, viviría añorando a Riftan por el resto de su vida.
Max llevó una mano al bolsillo y acarició la moneda, pasando los dedos por la áspera superficie de cobre. Las emociones que se agitaban en su pecho comenzaron a calmarse poco a poco.
—Señoras, he traído a los sacerdotes. Pueden entrar ahora.
Después de unos cinco minutos, los soldados que entraron en el asilo regresaron a los carruajes y les abrieron la puerta.
—Gracias por venir incluso si el lugar está en mal estado.
—Escuchamos que la gente aquí se encuentra en una situación difícil, por eso hemos traído alimentos y otras necesidades.
Los sacerdotes miraron los carruajes llenos de suministros y les mostraron una amplia sonrisa.
—Gracias. Estábamos a punto de pedir ayuda a la familia real.
— ¿Tan mala es la situación aquí?
—Como puede ver, el número de personas que buscan refugio aquí se ha duplicado y no podemos satisfacer las necesidades con nuestro fondo.
Uno de los sacerdotes suspiró y confesó la triste verdad.
—No solo estan quienes huyeron de sus hogares a causa de los monstruos, sino que ahora se sumaron viudas y huérfanos. Hoy en día, es difícil servir a todos al menos una comida al día. ¿Les gustaría a las damas echar un vistazo al interior?
Alyssa se volvió para mirarlos, como si no estuviera segura de querer hacerlo. Pero antes de que alguien pudiera decir algo, Idcilla valientemente dio un paso adelante.
—Por supuesto, tenemos que mirar alrededor de las instalaciones internas para saber qué traer la próxima vez.
Ella tomó la iniciativa y entró junto a los sacerdotes, seguida de mala gana por las damas restantes de Livadon. Max también la siguió, observando con atención. El asilo se parecía más a un granero que a un santuario: una fila de mesas de madera albergaba a niños visiblemente desnutridos, bebiendo una sopa clara y sin sabor. Algunos estaban sentados en el suelo, mordisqueando pan duro. En las camas improvisadas con tablas mal clavadas yacían ancianos que se movían con incomodidad. Más allá, mujeres vestidas con ropa sucia y rota se acurrucaban en el suelo bajo mantas mugrientas, amamantando a sus bebés.
Contrariamente a las expectativas de Alyssa, ninguna de las personas que estaban dentro ni siquiera los miró, a pesar de sus donaciones caritativas. La pérdida y el dolor que atormentaban a estas personas eran tan tremendos, tanto que no podían prestar ningún interés al mundo que los rodeaba. Incluso Idcilla, que entró rápidamente en el edificio en ruinas, tenía una expresión de desconcierto en su rostro. Ni siquiera podían soportar ver lo que había en el segundo piso, antes de que finalmente se fueran.
Alyssa fue la primera en hablar con un profundo suspiro.
—Nunca imaginé que sería tan malo. Tan pronto como regresemos al monasterio, intentaremos conseguir más donaciones.
—Se lo ruego, señora.
El sacerdote la tomó de la mano y le suplicó con fervor. Desde entonces, Max y las demás damas nobles de Livadon comenzaron a frecuentar el antiguo asilo, realizando generosas donaciones. A veces, incluso repartían comida y ropa entre los huérfanos.
Algunas de ellas mostraban desagrado por tener que estar en un edificio tan destartalado, rodeadas de refugiados, viudas y niños vestidos con harapos. Sin embargo, la mayoría colaboraba con sinceridad. Max también acudía cada vez que el grupo visitaba el asilo.
