Traducido por Tsunai
Editado por YukiroSaori
Max hizo acopio del poco valor que le quedaba y a duras penas consiguió abrir los ojos. Era difícil ver lo que ocurría, ya que el polvo que los rodeaba era tan denso como la niebla. Podía oír gritos, el ruido del acero al chocar, el relincho furioso de los caballos y el sonido nauseabundo de la carne desgarrada. Se mantuvo lo más cerca posible de la gente que la rodeaba y se estremeció de miedo. Un grupo de caballos pasó junto a ellos, dejando tras de sí una espesa polvareda de tierra y el resplandor de la armadura gris plateada de los caballeros pasó ante sus ojos. Su silueta cargó contra los trolls como una tormenta y pronto se desató una violenta batalla contra las docenas de trolls.
Max miró nerviosa a su alrededor. Estaban pasando demasiadas cosas y era difícil saber quién iba ganando, todo parecía una pesadilla viviente. Los caballeros lanzaban cadenas con garfios por todas partes y las envolvían alrededor del enorme cuerpo de los trolls como una red y los monstruos contraatacaban, rugiendo de rabia. Sus enormes miembros al golpear el suelo retumbaban y casi partían la tierra en dos.
Max se sintió terriblemente intimidada por la feroz batalla que se desarrollaba justo delante de ella. Los caballeros empalaban sin piedad a los trolls atrapados con lanzas y garfios y les cortaban la cabeza cuando su lucha decaía un poco. Estos contraataques se repitieron varias veces, hasta que la batalla llegó a su fin. Los trolls que aún se mantenían en pie se redujeron a la mitad del número inicial e incluso aquellos tropezaron indefensos bajo los constantes ataques de los caballeros. Finalmente, arrinconaron a los monstruos en una táctica organizada.
—Parece que todo acabará pronto.
Cuando la espesa polvareda se asentó, el archiduque Aren hizo una seña al sacerdote de alto rango. Entonces, la barrera que los rodeaba desapareció, al fundirse en el aire. Max se estremeció: aunque se anunciaba que la batalla había terminado, sus miembros rígidos no podían moverse ni un centímetro.
—Ya ha terminado todo. Daos prisa y ayudad a los heridos.
Les instó un caballero. Fue entonces cuando se acercaron con cuidado al campo de batalla cubierto de sangre y Max miró aterrorizada el cadáver del troll desplomado contra el suelo. Los soldados le quitaron la armadura, revelando su aterradora complexión: piel verde oscura como la de un sapo de pantano, cuerpo musculoso y corpulento y un rostro de monstruo como el que se describía en los libros. Tenía una nariz grande y carrasposa, dientes amarillos con colmillos que sobresalían de su boca, escaso pelo largo y negro y mejillas caídas como la cara de un viejo flácido.
Observaba al trol con una mirada tan absorta que luego se dio cuenta de que la cabeza que observaba ya estaba decapitada de su cuerpo, apartando rápidamente los ojos. Se le revolvió el estómago y sus ojos se desenfocaron.
—¡Daos prisa y llevad a los heridos a un único lugar! Los que estén gravemente heridos deben ser llevados a un sacerdote de alto rango, mientras que los que aún puedan moverse deben ser reunidos en un solo lugar para recibir la ayuda inicial.
Uno de los caballeros dio la orden con firmeza y todas las sacerdotisas empezaron a moverse. Max apartó desesperadamente la espantosa imagen y corrió hacia los hombres caídos. Algunos murieron allí mismo, pero ella apartó los ojos de los que estaban aplastados, concentrándose en encontrar a los que aún respiraban y estaban conscientes.
No podía decirse que hubieran sido afortunados, ya que mucha gente había perecido, pero dos tercios de los hombres que quedaban en el campo de batalla aún respiraban. Tras comprobar cuidadosamente el alcance de sus heridas, Max lanzó magia curativa. Se sintió un poco inquieta, preguntándose si a la gente le parecería extraño que una sacerdotisa fuera capaz de conjurar magia, pero nadie le prestó atención. Soldados y caballeros se apresuraron a retirar la armadura del cuerpo de los trolls, mientras las sacerdotisas y los sumos sacerdotes se ocupaban de atender a los heridos.
Asegurándose de que nadie miraba en su dirección, Max aplicó sigilosamente más magia curativa. Después de curar a siete personas seguidas, su maná llegó al límite. Juzgando cuidadosamente cuanta mana le quedaba, decidió abstenerse de usar magia curativa para prevenir el riesgo de agotamiento mágico. En su lugar, se concentró en trasladar a los heridos a una zona, como ya estaban haciendo las demás sacerdotisas. Los que se encontraban en estado crítico fueron llevados ante el sumo sacerdote para ser tratados con magia divina, mientras que los soldados con heridas leves, como fracturas o fuertes contusiones, fueron conducidos a las tiendas levantadas apresuradamente. Los heridos fueron colocados ordenadamente sobre las mantas, y un caballero que supervisaba gritó en tono severo.
—Por el momento, no podemos lanzar magia curativa para todos. Queda un día más hasta que lleguemos a Servyn. Una vez que todos hayan recibido los primeros auxilios, tomaremos un breve descanso y comenzaremos a movernos inmediatamente. Espero que todos puedan aguantar un poco más.
Los soldados heridos asintieron sin decir palabra mientras las sacerdotisas les quitaban la armadura y empezaban a limpiarles la carne desgarrada. Max también ayudó a quitarles la armadura para limpiarles el polvo y la suciedad de las heridas. Al ver a los soldados retorcerse y gemir de dolor, sintió que un extraño sentimiento de culpa se deslizaba en su interior: si sólo tuviera más maná, todas aquellas heridas sanarían en un santiamén, pero no podía permitirse el lujo de esforzarse demasiado. Si se forzaba y se desplomaba como la última vez, no traería más que problemas.
Max aplicó la escayola a la herida y la envolvió en vendas hechas con sábanas rotas. Algunas de las heridas eran tan grandes que tuvo que coserlas, tal como le enseñó Ruth. Muchos soldados palidecieron ante la idea de que les cosieran la piel con hilo y aguja, pero la mayoría aceptó su ayuda sin mediar palabra. Después de darles analgésicos, empezó a coserles las heridas una a una.
—¡Aquí hay más heridos! Que alguien me eche una mano, por favor.
Justo cuando Max terminó de suturar y vendar la herida, un soldado gritó a lo lejos. Se levantó rápidamente y se dirigió hacia allí. En el momento en que salió, el cuerpo de un troll tendido cerca de una gran roca le llamó la atención y se quedó helada.
—¿Qué haces? Date prisa y ayúdame con este tío.
No tuvo más remedio que seguir al soldado, encontrando a dos hombres inconscientes tendidos junto al cuerpo del monstruo. Max sostuvo a uno de ellos y luchó por levantarlo, mientras el soldado que pidió ayuda levantaba al otro y los dos regresaban a la tienda con los soldados inconscientes a cuestas. De repente, un extraño ruido provenía de detrás de ella mientras se movían, provocándole un inquietante escalofrío.
Lentamente, se giró y vio unos enormes ojos rojos y ardientes que la miraban fijamente. Le temblaron las piernas y se quedó inmóvil. Lo primero que pensó fue en salir corriendo, pero no podía moverse, era como si se hubiera convertido en una estatua de piedra. El gnomo, cuya cabeza apenas estaba unida a su cuello, agarró su cabeza medio cortada y la volvió a colocar en el lugar que le correspondía. En cuanto la carne se curó y su cabeza volvió a estar correctamente unida al resto de su cuerpo, vino corriendo hacia ella.
En ese momento, un enorme anzuelo atrapó el cuello del trol y la pierna de Max cedió. El monstruo gigante, que medía 7 kvet (210 cm) de altura, retrocedió como un pez atrapado en un anzuelo. El troll blandió sus extremidades en represalia, pero el caballero en lo alto de la roca ni se inmutó. Cuando tiró violentamente de las cadenas, su cuerpo chocó contra el suelo, levantando polvo por todas partes. Era realmente un espectáculo digno de contemplar, el de un caballero que conseguía enroscar a un monstruo tres veces mayor que él. En ese momento, desenvainó su espada y la bajó rápidamente sobre su cabeza del tamaño de una roca, que se partió en dos como una calabaza. La escena era tan irreal que Max ni siquiera sintió náuseas.
—¿Ni siquiera puedes confirmar adecuadamente si está muerto?
La fría voz del caballero resonó como un látigo. El soldado junto a Max fue rápidamente sacudido de su estupor y lanzó una ronda de disculpas por su incompetencia.
—P-Perdóneme.
El caballero chasqueó la lengua con desaprobación y luego señaló con la barbilla hacia la tienda.
—Date prisa y tráelo.
El soldado con el herido a cuestas obedeció de inmediato. Max quiso seguirle, pero sus piernas se negaron a moverse, solo pudo mirar al caballero que la había salvado. El caballero tenía una expresión tan despiadada que ella apenas podía creer que fuera él quien había asestado un golpe tan fuerte. Se apartó de un salto del cuerpo del monstruo muerto como un grácil gato y se limpió la sangre con la espada. Su capucha ondeaba y su pelo moreno brillaba como el oro bajo la luz del sol.
Max gimió internamente cuando se dio cuenta de quién era. El caballero que acababa de salvarle la vida era sir Leon Quahel, el comandante de los Caballeros Sagrados.
—¿Qué pasa? ¿Estás herida?
Max bajó inmediatamente la cabeza y se agarró la capucha cuando el caballero se volvió hacia ella.
—Estoy bien.
Intentó bajar la voz para evitar que la reconocieran y luchó por ponerse en pie. Sus piernas habían perdido fuerza y al intentar cargar el peso del soldado inconsciente sobre su espalda, temblaban como si fuera un potro recién nacido. sir Quahel, que observaba su patética lucha, se acercó y le arrebató al soldado.
—Yo lo llevaré.
Max se miró los pies, indecisa sobre lo que tenía que hacer. Se puso la capucha para cubrirse la mayor parte posible de la cara, pero parecía que él no estaba cerca de reconocerla. Si lo hacía, Max no tenía ni idea de qué tipo de explicación iba a ofrecerle.
—¿Qué haces ahí parada? Ve y abre el camino.
Al oír su voz fría y apremiante, se dirigió apresuradamente hacia donde estaba el campamento. El caballero sostuvo con suavidad al caballero inconsciente y caminó a su lado. Podía sentir su mirada picándole en la parte superior de la cabeza, pero no se atrevió a levantar los ojos para comprobarlo.
¿Me habrá reconocido?
Sin embargo, se limitó a dejar al hombre inconsciente sobre una cama vacía sin decir palabra. Cuando por fin desapareció de su vista, la tensión acumulada desapareció de sus hombros.
Es imposible que recuerde a una persona que solo vio una vez. Max se convenció a sí misma y se dirigió hacia donde estaban los carros. Por una vez, agradeció no ser tan memorable.
—Escuché que uno de los trolls caídos estaba realmente vivo y de repente atacó. ¿Estás bien? —preguntó Idcilla inquieta cuando vio a Max y esta asintió con la cabeza en respuesta.
—Estoy bien. Un caballero… me salvó.
—Tuvimos suerte. Los refuerzos que llegaron están dirigidos por el comandante de los Caballeros Sagrados.
—Sí… llegaron justo a tiempo.
—Deben haber estado patrullando por esta zona por si los trolls atacaban para robarnos la comida —respondió Selena mientras bajaba del carro, llevando un caldero.
Max se endureció ante la perspectiva de que hubiera sido un ataque premeditado. Contrariamente a su aspecto insulso, los trolls eran considerados monstruos muy inteligentes. Si unos monstruos tan aterradores tenían la capacidad de formar ejércitos y fabricar armas y armaduras, seguramente sobrevendría un tremendo desastre para la raza humana.
Sacó un paquete de hierbas del carro mientras intentaba disuadir sus pensamientos negativos. En aquel momento, tenía que centrarse en ayudar a los heridos, en lugar de perder el tiempo preocupándose por cosas tan inútiles. Pasó las hierbas a las sacerdotisas y les dijo cómo crear una mezcla que les ayudará a reponer energías. También prepararon té medicinal e hicieron que los heridos lo tomaran. Luego, Max fue a ayudar a recuperar los cuerpos de los guerreros caídos.
Estar expuesta a la visión de la sangre entumeció sus sentidos. Mientras se recogían las pertenencias de los caídos, los horripilantes cadáveres aplastados fueron envueltos en grandes paños y llevados ante los sumos sacerdotes, que rezaron y rociaron agua bendita sobre sus cuerpos destrozados. Una vez terminada la sencilla ceremonia, los soldados empezaron a cavar tumbas y a construir lápidas para los muertos, y Max se quedó bastante sorprendida por la informalidad de todo aquello.
—¿No son todos los cuerpos… enviados de vuelta a la capital?
—Es demasiado difícil enviarlos a la capital. Como aquí hay sacerdotes, se podrían ejecutar los ritos funerarios y enterrar los cuerpos inmediatamente. Solo sus pertenencias serán enviadas más tarde a sus desconsoladas familias.
Selena susurró con voz sombría y Max sintió que el estómago se le retorcía ante la posibilidad de que un caballero Remdragón también fuera enterrado de esa manera. Hizo todo lo que pudo para deshacerse de aquellos ominosos pensamientos, pero nublaron su mente como una espesa niebla. Tal vez fuera porque había presenciado demasiados horrores en un solo día.
Asistió a los funerales ayudando a recuperar los cadáveres destrozados con la mente y el cuerpo en estados separados. Una vez enterrados todos los cadáveres, se realizó otro ritual para purificar a los monstruos muertos. Cuando todo estuvo solucionado, su viaje continuó de inmediato. Max se sentó en la esquina del carro y se frotó los ojos, rígidos y cansados. Apestaba a sangre y su estado mental era un caos, pero extrañamente no derramó ni una sola lágrima. Los Caballeros Sagrados, abrazados por el resplandor del sol poniente, parecían más sombríos e intimidantes que nunca.
¿Pudiste entregar mi carta…? Max quería preguntar cómo estaba Riftan, o si estaba herido, pero sabía que no estaba en posición de hacerlo.
Cuando lleguemos al castillo de Servyn, podré saberlo. Se tranquilizó Max.
Se ahogaba en el terror y el pavor, pero la idea de poder ver a Riftan le daba fuerzas. Mientras pudiera verificar que él estaba a salvo, podría soportar cualquier cosa.
Solo una mirada, a distancia, es todo lo que necesito. Se dijo a sí misma mientras enterraba la cara en su regazo, alejando las dantescas pesadillas de su mente.
Se retrasaron considerablemente debido al ataque de los trolls que, para cuando se detuvieron a acampar, la oscuridad ya había descendido sobre el cielo. Los caballeros montaban guardia sosteniendo antorchas, mientras las sacerdotisas se centraban en los heridos. El estado de la mayoría de ellos empeoró debido al continuo viaje a pesar de la debilidad de sus cuerpos.
Max fue con Idcilla a buscar agua al manantial, para que pudieran utilizarla para hervir hierbas para el té medicinal. Tras dárselo a los soldados heridos, fueron a preparar una comida con las demás sacerdotisas. Estaba tan agotada como para desmayarse, pero no había tiempo ni para un breve descanso. Solo después de ocuparse de los heridos y de repartir comida a todos, pudieron por fin sentarse a comer su propia comida, consistente en el pan y la sopa que quedaban.
A Max no le parecía injusto. Cuando estalló la batalla, los soldados arriesgaron sus vidas para protegerlas, ahora les tocaba a ellas ayudar a curarlos. Se llenó el estómago con la escasa comida en la oscuridad y fue a tumbarse en una manta cerca de la hoguera. Idcilla, que también había trabajado sin rechistar, se acercó a tumbarse a su lado. Tras un momento de silencio, Max pudo oír a la muchacha arrastrando los pies.
Le preguntó en un susurro.
—¿Te encuentras bien? ¿Te has hecho daño en algún sitio…?
—N-No. Es sólo que… es más aterrador de lo que pensé que sería…
Idcilla se sonó la nariz en la manta, con los ojos brillantes de lágrimas no derramadas.
—Lo siento. Soy una tonta. Lo que hice prácticamente no se diferencia de rogarte que vinieras conmigo…
—No, no lo eres. Yo… tomé mi propia decisión.
Max respondió rápidamente, y luego añadió vacilante.
—¿Quieres volver?
Idcilla negó con la cabeza.
—Nada de eso. No, siendo sincera, quiero volver. Pero aun así… no lo haré. —Se mordió ligeramente el labio antes de continuar—: Recuerdas que te hablé de mi hermano mayor, ¿verdad?
Max asintió. La voz de Idcilla era tan débil como la mecha de una vela moribunda.
—Elba no se unió a la guerra para mantener su honor como caballero a pesar de sufrir una herida. Aunque afirmó que era para mantener su honor… en realidad, lo hizo para recaudar dinero para mi dote. Mi familia es una de las más antiguas de Livadon, pero… desde la generación de mi padre, nuestra riqueza e influencia han ido en constante declive. Y mi prometido es del clan Sedo de la región sur…
—En esa r-región… ¿piden una gran cantidad de dote?
Idcilla asintió rígidamente.
—Les dije que rompieran el compromiso, pero mi padre no quiso escucharme. Para una mujer noble, romper un compromiso o un matrimonio equivale a una sentencia de muerte… Elba no quería que me viera sometida a una situación tan deshonrosa. Así que, para ganar mi dote, mi padre vendió las pocas tierras que nos quedaban y Elba se vio obligado a unirse a la guerra. Yo lo sabía… Solo fingí no saberlo y no hice nada para impedirlo. Si hubiera entrado antes en el monasterio y me hubiera convertido en sacerdotisa… Si Elba… termina como esos soldados enterrados hoy… Si algo así le ocurriera, nunca podría perdonármelo.
Max oyó el débil sonido de un sollozo. Pensar que Idcilla estuvo luchando con la culpa todo ese tiempo… todo tenía sentido ahora, podía entender por qué tomó una decisión tan imprudente. Ella no estaba muy familiarizada con todo eso. Un hermano que arriesgaría su vida por su hermana pequeña, o un padre que vendería su tierra por su hija; sonaba como algo sacado de un libro de cuentos.
—Lo siento. Debes sentirte incómoda por lo que acabo de revelarte.
—Está bien…
—Mañana todo irá mejor.
Idcilla se secó las lágrimas con las mangas y afirmó desafiante.
—Debo estar muy cansada porque mis emociones se volvieron vulnerables.
—Duerme ahora… Cuando a-amanezca… tendremos que salir de nuevo a la carretera.
Idcilla asintió y se cubrió la cabeza con una manta. No se oyeron más llantos, la chica debía estar realmente agotada ya que se durmió muy pronto. Max rodó sobre su espalda y miró al cielo estrellado con expresión sombría. Aunque había nacido niña, nunca imaginó que la querrían. Si fuera más lista, más guapa y no tartamudeara, ¿la trataría de otra manera el duque de Croix? Sintió que se le helaba el corazón al pensarlo.
Es inútil que te sientas miserable comparándote con los demás, pensó para sí misma mientras se acurrucaba y se tapaba la barbilla con la manta.
Ahora tenía a Riftan. Incluso cuando estaba hecha jirones y cubierta de tierra, él la quería. Tenerlo a su lado era lo que probablemente necesitaría siempre. Max cerró los ojos y trató de borrar los recuerdos de su pasado miserable.
Al día siguiente, los preparativos para partir comenzaron incluso antes del amanecer. Max, sintiendo que su maná regresaba, aplicó algo de magia curativa a los heridos. Los soldados heridos no se sorprendieron, ya que pensaban que estaban recibiendo magia divina. Suspirando aliviada, Max fue al arroyo a buscar agua para preparar el desayuno; sin embargo, cuando llegó allí, era la única sacerdotisa que había. Quizás las otras sacerdotisas ya habían traído agua.
Max se volvió hacia el campamento, cuando de repente vio su reflejo en el agua. Llevaba puesta la asfixiante túnica desde el principio de la expedición, por lo que la parte de la cara y el cuello que quedaban al descubierto estaban pegajosos de sudor. Dudó un momento y se sentó rápidamente cerca del agua, se quitó la capucha y se salpicó la cara y el cuello con el agua fría. La ropa se le empapa, pero no le importa. Enrollándose las mangas, se lavó los brazos y las axilas antes de levantarse.
En ese momento, Max oyó un crujido por encima de ella. Levantó la vista y se quedó helada, mientras su rostro palidecía: era sir Quahel Leon, encaramado en lo alto de una roca escarpada. La miraba con rostro inexpresivo mientras mordía su manzana. De repente se dio cuenta de que no había nadie por allí para no perturbar su descanso. Se cubrió apresuradamente la cabeza con la capucha y se dispuso a marcharse, pero una voz monótona le impidió escapar.
—¿En qué estabas pensando al venir hasta aquí?
El corazón se le cayó al estómago. El caballero arrojó el corazón de la manzana a los arbustos y saltó de la roca.
—He estado husmeando y me he dado cuenta de que el archiduque no sabe nada de esto… ¿cómo te has colado?
—¿De q-qué… está hablando…?
Max se bajó la capucha hasta la barbilla y se hizo la ignorante. El hombre no dijo nada durante un rato y la miró fijamente, como incitándola a responder a su pregunta.
Max sintió que se le secaba la boca.
—Debo volver, tengo algo que hacer…
—Le he entregado tu carta.
En cuanto dijo eso, Max no pudo moverse como si estuviera atrapada en una trampa. Se le ocurrió que él podría estar mintiendo, pero la tentación era demasiado difícil de resistir para ella, quería saber de él.
—¿Está… está herido…?
—¿Quién demonios podría hacerle daño a esa persona?
Sus ojos se llenaron inmediatamente de lágrimas ante su tono confiado y su corazón se iluminó de alivio. Levantó lentamente la cabeza para detectar alguna mentira en sus palabras, pero el hombre se limitó a mirarla con una expresión inexplicable. Sus cejas se fruncieron y sus ojos se entrecerraron con suspicacia.
—¿Has venido hasta aquí solo para comprobarlo?
Max enrojeció ante el tono acusador.
—P-Por favor, finja que no me ha visto. Me aseguraré de no traerle problemas…
—No tenías que llegar tan lejos, nada le hará daño.
Max lo miró furiosa, molesta por su tono hosco.
—R-Riftan… no es inmortal.
La boca del Paladín se torció, como queriendo refutar su afirmación, pero decidió mantener la boca cerrada. Una extraña emoción, demasiado rápida para comprenderla, centelleó en su fría mirada.
—Nada cambiará incluso con la señora aquí.
—Ya lo sé… Yo s-sólo… quiero ver su cara aunque sea de lejos, le e-echo de menos…
Max tartamudeó avergonzada; sus orejas se pusieron rojas de vergüenza. Sir Quahel, que la miraba con desprecio, habló sin rodeos.
—El campamento donde se encuentra Calypse está al menos a un día o más del castillo de Servyn. ¿No hará eso que tu objetivo sea bastante difícil de alcanzar?
Haciendo su mejor esfuerzo para ocultar su decepción, Max habló con la mayor calma posible.
—No importa. Mientras pueda obtener noticias frecuentes sobre la situación, ya que está más cerca que la ciudad, eso sería suficiente para mí.
La boca del paladín permaneció cerrada ante su respuesta y Max miró su rostro impasible con ojos suplicantes. Percibiendo su desesperación, el hombre frunció el ceño y fue a recoger la capa que había dejado en una rama cercana.
—Sería mejor para mí fingir que no sé qué estás aquí. De lo contrario, tendría que tomarme la molestia de buscar una escolta para la Señora. Haz lo que te plazca.
Los ojos sin emoción del hombre la miraron lentamente de arriba abajo. Max encorvó los hombros, dándose cuenta de lo desaliñada y sucia que debía parecer. El caballero abrió la boca, como si quisiera decir algo más, pero se dio la vuelta y se alejó, sabiendo que no era asunto suyo entrometerse. La tensión en sus hombros apenas disminuyó. El caballero no parecía querer involucrarse en sus asuntos y tenía sentido. Al comandante de los Caballeros Sagrados no podía molestarle lo que ella estuviera haciendo. Regresó lentamente al campamento para preparar el desayuno con las otras sacerdotisas y luego atendió a los heridos.
Una vez salió el sol, la expedición se puso en marcha. Los que podían montar a caballo lo hicieron, mientras que los que no, fueron transportados en carros. Debido a ello, los ya abarrotados carros apenas tenían ahora espacio para respirar. Max, en medio de todos, empezó a cabecear. Las demás sacerdotisas también estaban agotadas por el susto del día anterior y se durmieron a pesar de las violentas sacudidas del carromato. Después de medio día de viaje, el carro dejó de moverse de repente. Max, todavía aturdida, miró por la ventanilla y vio las murallas de un enorme castillo. Habían llegado al castillo de Servyn.
—I-Idcilla… Creo que hemos llegado.
Idcilla, que dormía sobre el hombro de Max, levantó la cabeza. Se inclinó y miró por la ventana. Pronto, las puertas enrejadas del territorio se abrieron para ellos y los carros comenzaron a moverse de nuevo. Miró con curiosidad por la ventana mientras atravesaban las puertas. Había edificios en ruinas y escombros esparcidos por todas partes, tal vez traídos por la conquista de los trolls. La mayoría de las murallas estaban medio derruidas y los edificios quemados, algunos incluso reducidos a cenizas. Si no hubiera sido por las tiendas densamente amontonadas delante y la bandera de Livadon, Max habría pensado que la ciudad estaba abandonada.
—Hemos llegado. Ya pueden salir.
Los carros se detuvieron y los soldados fueron a abrir las puertas. Max salió del carro con otra docena de sacerdotisas y un soldado las condujo a su tienda.
—Seguidme.
Les ordenó.
Ella hizo lo que le decían mientras miraba a su alrededor. Los caballos estaban atados a las vallas, los soldados entraban y salían diligentemente de los barracones y los sacerdotes se afanaban en atender a los heridos. Asomó la cabeza, tratando de encontrar alguna cara conocida, cuando el soldado que las guiaba se detuvo bruscamente, haciendo que chocara la nariz contra la espalda de Selena, que caminaba delante de ella.
—Las mujeres se quedarán aquí.
El soldado enrolló la entrada a sus barracones y Max se agachó para echar un vistazo al interior. Gruesos montones de heno ensuciaban el suelo de la tienda de techo bajo. Estaba claro que el oscuro espacio solo estaba preparado para dormir, no había sitio para la intimidad si uno quería cambiarse o asearse y tampoco había ropa de cama adecuada. El espacio era tan reducido que Max pensó que ni siquiera había sitio para dar vueltas en la cama mientras dormían.
Todas las sacerdotisas entraron y Max se sentó en una esquina de la tienda con Idcilla. Ella organizó su bolsa e inmediatamente volvió a salir. El sacerdote que estaba fuera les dio instrucciones sobre sus tareas. Eran responsables de preparar el desayuno y la cena, mientras cuidaban de los heridos durante todo el día. Además de sus tareas principales, también tenían que ir a buscar agua varias veces al día, atender a los caballos, lavar la ropa una vez cada diez días y, ocasionalmente, atender a los caballeros. El rostro de Max palideció ante la idea de tener que hacer tanto trabajo, pero no tenía derecho a quejarse. Decidida, se puso inmediatamente manos a la obra.
Ella también quería reunir información sobre los caballeros Remdragon de inmediato, pero con tanto en su plato, iba a ser difícil encontrar tiempo para hablar con los soldados. Max se preocupó tanto internamente que Selena se apiadó de ella y se desvivió por reunir información sobre Etileno para ella.
—He oído que han llegado refuerzos de Balto. Y parece que la situación no es tan mala como parece.
—¿En serio?
Max, que estaba encendiendo una hoguera con la cara embadurnada de hollín, sonrió con sinceridad.
Selena asintió.
—También he oído que sir Calypse lo está haciendo increíble bien en el campo de batalla. Consiguió derrotar implacablemente a un ejército de mil trolls con solo doscientos caballeros. No hay nadie tan valiente como él.
