¡Cuidado con esos hermanos! – Capítulo 20.5: Hari Ernst

Traducido por Sweet fox

Editado por Herijo


Actualmente, el nombre que más resonaba en la alta sociedad de Arlanta era, sin duda, “Hari Ernst”.

¿Y quién era ella?

La hermana del actual duque Ernst. Sin embargo, no había nadie en Arlanta que no supiera que aquella niña que vendía flores en la calle se había convertido en la hija adoptiva de los Ernst, elevando su estatus social.

Dado que se trataba de la familia ducal Ernst, cuyo poder en Arlanta solo era superado por la familia imperial, el revuelo en la sociedad en aquel momento fue inevitable.

Durante un tiempo, circularon rumores desagradables sobre Hari Ernst. Y era lógico: una niña de los callejones, de origen desconocido, se había convertido en noble de la noche a la mañana.

Gracias a la protección de los Ernst, durante los dos primeros años se mantuvo un relativo silencio, pero el panorama cambió cuando los anteriores duques Ernst, quienes la habían adoptado, murieron trágicamente.

En particular, se difundieron discretamente los testimonios de la señora Leonard, hermana del anterior duque, y de la señora Memma, la tutora de Hari. Decían que Hari Ernst, fiel a sus orígenes plebeyos, ignoraba por completo las normas de etiqueta más básicas y actuaba con una arrogancia desmedida, como si hubiera nacido noble.

Sin embargo, esos rumores disminuyeron cuando la casa de los Marqueses Reynold cayó en desgracia y su nombre fue finalmente borrado por completo de Arlanta.

Además, aunque los detalles no se conocían, corrió el rumor de que la señora Memma, la anterior tutora de Hari, había sufrido una gran humillación a manos de la señora Bastier.

Se decía que había cometido un acto terrible, impropio de una tutora. Poco después, la señora Memma se retiró al campo, como si admitiera los rumores, lo que llevó a la gente a murmurar sobre su comportamiento habitual.

Más tarde, la historia que surgió de boca de la señora Flora, la nueva tutora de Hari Ernst, era completamente diferente. Aseguraba que Hari Ernst aprendía diez cosas si le enseñabas una; que era sorprendentemente versátil y ya dominaba a la perfección todas las aptitudes de una dama —incluyendo la ceremonia del té, los instrumentos musicales, el bordado y la etiqueta—, además de demostrar un talento excepcional en otros estudios académicos. Y a pesar de todo, siempre se mostraba humilde, sin alardear jamás, y poseía una personalidad tan amable y cariñosa que cualquiera que la conociera en persona no podía evitar quedar cautivado.

Como era de esperar, la curiosidad de la gente crecía día a día.

Como Hari Ernst no salía mucho durante su estancia en la residencia Bastier, la intriga del público no hacía más que aumentar. Sin embargo, a través de los comentarios de los sirvientes de Bastier y de su caballero escolta, así como por las breves apariciones que hacía en sus esporádicas salidas, la percepción de la gente fue cambiando gradualmente hacia la idea de que «Hari Ernst podría ser, en realidad, una señorita decente».

Poco después, su nombre empezó a extenderse desde la Academia. Hari Ernst había visitado, junto a Louise Bastier, la academia donde estudiaban sus hermanos.

Después de aquello, no era ningún secreto que Kabel Ernst había acumulado tantos puntos de penalización —casi a punto de repetir curso— por ir dando palizas hasta dejar casi muertos a los estudiantes que se enamoraban de su hermana.

Pronto, se hizo famosa en la academia por otro apodo: ¡La domadora del perro loco!  Todos se asombraron al descubrir que Kabel Ernst, cuyo terrible carácter hacía que hasta los profesores negaran con la cabeza, obedecía ciegamente a su hermana menor.

De hecho, estaba previsto que Kabel ingresara en la Segunda Orden de Caballería Imperial justo después de graduarse. Aunque fuera insufrible, había que admitir que su habilidad era excepcional, de las mejores de Arlanta. Sin embargo, su carácter endemoniado y sus pésimas notas, que lo ponían al borde de repetir curso, eran sus puntos débiles.

Por eso resultaba tan sorprendente que, por una simple palabra de su hermana, se sentara tranquilamente a estudiar e incluso empezara a pegar menos a los estudiantes  (aunque, en realidad, no es que dejara de hacerlo por completo, sino que pasó de pegarles abiertamente a hacerlo a escondidas, pero incluso eso dejó atónitos a los alumnos).

¿Y qué decir de su tono de voz, impropiamente suavizado?  Bueno, claro está, se trataba de un “tono suave” según sus estándares. Pero antes…

«Maldito i######, ¿acaso quieres morir? ¿Debería arrancarte la v####, hacerla m##### y metértela por el c###? ¡Arrodíllate si no quieres que te muela a golpes!»

Ahora, había empezado a “moderar” su lenguaje a algo como: «”¿Quieres morir, pedazo de m###? Si mi hermana no hubiera dicho que no le gustan los hermanos violentos, un i##### como tú ya estaría muerto, ¿entiendes? Ugh, es tan frustrante no poder maldecir libremente. M###, no puedo evitarlo, solo recibe un golpe. ¿Por qué demonios estás holgazaneando frente a mí y haciéndome enojar? ¡Si andas diciendo por ahí que te pegué, entonces sí que te voy a joder!»

Era un cambio increíble.

Ejem, para empezar, la cantidad de palabras censuradas se había reducido drásticamente, ¿no? Además, si antes hubiera golpeado sin más a cualquiera que le molestara, ahora empezaba a usar un poco la cabeza para pegar de forma que no se notara tanto. En cualquier caso, el hecho de que Hari Ernst fuera casi la única persona capaz de frenarlo, aparte de su hermano mayor Eugene, era asombroso.

Sin embargo, Hari Ernst alcanzó la verdadera fama después del banquete celebrado en el Salón Kazenta. Esa fue la primera vez que apareció en un acto oficial. Y ese día, todos los asistentes al banquete se quedaron sin palabras al verla.

Su distinción, elegancia y belleza desbordaban de la cabeza a los pies. Hari Ernst, que entró en el salón del brazo de Johannes, el heredero de Bastier, parecía más noble que los propios nobles. En el momento en que la veían, sus orígenes quedaban completamente olvidados. Incluso en el centro del deslumbrante Salón Kazenta, un lugar tan espléndido que intimidaría a cualquiera, ella destacaba con una presencia imponente. Aunque seguramente era la primera vez que asistía a un evento así, Hari Ernst sonreía con una calma aparente, sin mostrar el menor nerviosismo.

Sorprendentemente, incluso el Príncipe Heredero Dice mostró un enorme interés por ella. Después de aquello, Dice no dudó siquiera en visitar personalmente la residencia Ernst para verla. Hari Ernst se convirtió así en la primera invitada a pasar tiempo con él en el Palacio Imperial. Los rumores de que había robado el corazón del Príncipe Heredero se extendieron por todo Arlanta. Ambos aparecieron juntos en diversos lugares posteriormente, dando más credibilidad a los rumores.

Como la chica del cuento de hadas que calzaba el zapato de cristal, Hari Ernst se encontró de repente en el centro de todos los comentarios.

Como la querida amiga de Dice, el futuro emperador; como la hermana menor del duque Ernst, que gobernaba a los nobles de Arlanta; y como una joven de noble belleza que cautivaba a todo el mundo.

Así pasó un año.

Durante ese tiempo, Hari Ernst se despojó de su aire juvenil y se convirtió en una joven tan hermosa que cualquiera detendría inevitablemente su mirada en ella. Cuando sus ojos púrpuras se posaban sobre alguien, esa persona olvidaba momentáneamente cómo respirar.

Ahora, su origen ya no era considerado un defecto en absoluto. La niña que había estado en lo más bajo había ascendido a la posición más alta y brillaba con luz propia.

♦ ♦ ♦

—Hubert, ¿podrías enviar esta carta a Bastier hoy mismo?

Alrededor de las diez de la mañana, Hari bajó de las habitaciones superiores y buscó a Hubert, el mayordomo. Él tomó el sobre que ella le tendía y habló:

—¿Es por el acompañante que mencionó el otro día, señorita?

—Oh, ¿lo recordabas? —Hari sonrió radiante, complacida de que Hubert recordara sus asuntos con tanto detalle.

Había estado preocupada por quién sería su acompañante en el próximo banquete. Por supuesto, no era porque le faltaran candidatos, sino más bien por todo lo contrario.

La niña a la que Hubert solía acariciar la cabeza se había convertido en toda una dama. Ahora, cada vez que había una fiesta, recibía invitaciones sin parar, y las cartas pidiéndole ser su acompañante se acumulaban como montañas sobre la mesa cada día.

—Para ese día, quizás podría pedírselo al duque. Estoy seguro de que él aceptaría encantado su petición, señorita.

—Pero Rosabella también asistirá a esa fiesta, ¿no? —respondió Hari, sonriendo levemente y negando con la cabeza. —Mi hermano debe preocuparse por su prometida antes que por mí.

La amable y gentil señorita Ernst siempre se preocupaba así por las personas de su entorno. Por eso, Hubert pensaba que era natural que tanta gente perdiera la cabeza por ella, tan bella y de buen corazón. Como muestra de respeto a su decisión, Hubert inclinó la cabeza una vez y se retiró con la carta.

Después, Hari levantó la vista y fijó la mirada en las escaleras. Su cabello plateado, que le llegaba hasta la cintura, ondeó con el movimiento. Su atención se dirigía a la oficina del piso de arriba. Allí estaba Eugene. Hoy no había ido al Palacio Imperial y se encontraba en la mansión, pero no parecía estar descansando adecuadamente.

Hari se había enterado por un sirviente, temprano esa mañana, de que la luz de la oficina no se había apagado en toda la noche.

Había ido a buscar a Eugene después, pero finalmente no se atrevió a llamar a la puerta de la oficina. Desde el interior se filtraba el sonido de una conversación en voz baja, como si estuviera hablando a través de una esfera de comunicación. Aunque no pudo oír el contenido, por el tono de voz parecía una conversación bastante seria. Así que Hari tuvo que marcharse sin poder decirle a Eugene que bajara a desayunar.

Pero no puedo dejar que se salte también el almuerzo.

Como ya había pasado un buen rato desde el amanecer, los sirvientes se movían atareados por dentro y fuera de la mansión. Hari intercambió breves saludos con quienes se cruzaba y se dirigió al jardín.

Hoy estaba sola, ya que también le había dado el día libre a Ethan. Menos mal que hablé con Eugene anoche, pensó. Tal como estaban las cosas, parecía que no podría ver a Eugene en toda la mañana.

Elogiándose mentalmente por su previsión, caminó un poco más hasta que apareció a la vista el jardín, primorosamente cuidado. Ahora, a principios de verano, el aroma de la hierba fresca llenaba el aire.

Sus delgados tobillos se dejaban ver intermitentemente bajo el dobladillo de su vestido blanco a cada paso. Las voluptuosas rosas que florecían a su alrededor eran de un rojo intenso. La figura que paseaba por el jardín resplandecía, de un blanco aún más brillante en contraste con ese color. Su cabello plateado, que ondeaba a la altura de su cintura, el vestido que envolvía su cuerpo, ahora hermosamente desarrollado, y la piel expuesta bajo la luz del sol… todo era de una blancura inmaculada. Esto hacía que sus labios, teñidos de un rojo como pétalos de flor, y sus ojos púrpuras, de un brillo misterioso, destacaran aún más. Solo con estar allí de pie, la rodeaba una extraña atmósfera que hacía imposible apartar la mirada.

Pronto, una mano de aspecto elegante rozó una rosa en plena floración. Sus cautivadores ojos violetas bajaron ligeramente, tiñendo el ambiente de melancolía.

Hmm… La mermelada de rosas que comí la última vez que fui a ver a Dice al Palacio Imperial estaba bastante buena. ¿Dijo que era una receta del país vecino, Obelia? ¿Debería sugerirle a nuestro chef que intente hacerla?  Total, como la forma de hacer mermelada es siempre parecida, no creo que haga falta ninguna receta complicada, ¿no?

Con estos pensamientos ociosos, Hari examinó detenidamente las espléndidas rosas con la mirada de quien evaluaba ingredientes.

Sintiendo la mirada de alguien sobre ella, apartó la vista de la rosa y alzó la cabeza. A lo lejos, Eugene estaba de pie, su cabello castaño brillaba bajo el sol y se movía ligeramente con la brisa. Sus fuertes brazos se veían bajo las mangas remangadas de su camisa blanca. Parecía que acababa de salir de la oficina.

En el instante en que lo vio, una sonrisa radiante iluminó el rostro de Hari.

—Eugene.

Aunque aún era por la mañana, el sol de principios de verano debía de ser fuerte, pues Eugene parecía ligeramente deslumbrado. Sin embargo, cuando Hari sonrió y pronunció su nombre con alegría, por alguna razón, los ojos de él temblaron visiblemente.

De repente, Eugene retrocedió un paso. Era un gesto incomprensible, ya que seguramente había venido hasta allí por ella.

—¿Eugene? —Una pregunta cargada de extrañeza flotó en el aire perfumado por las flores.

Pero Eugene, como si ni siquiera oyera su voz, mantuvo el rostro tenso y empezó a retroceder lentamente…  hasta que finalmente dejó a Hari sola en el jardín y se marchó.

Los labios de la joven, ahora sola, se movieron ligeramente. La intensa fragancia de las rosas comenzó a llenar el entorno. El sol, en lo alto del cielo, esparcía una luz deslumbrante.

Principios de verano. Con la nueva estación, algo estaba a punto de cambiar.

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