Dejaré de ser la rival del protagonista – Capítulo 25

Traducido por Yonile

Editado por Herjo


Ian Wade tenía catorce años, igual que yo.

Tenía un rostro despreocupado, casi inexpresivo, y vestía ropa de entrenamiento de alta calidad que contrastaba marcadamente con la mía. Todo en él era diferente: sus movimientos contenidos, su expresión indiferente, su magnífica espada de excelente calidad y ese aire aristocrático, irritantemente pulcro.

Ya por aquel entonces, y en parte debido a Richard, sentía un profundo resentimiento hacia todo lo que representaba la nobleza. Por eso, terminé odiando a Ian casi por instinto, sin una razón concreta más allá de su origen.

Y entonces llegó el día en que perdí la final contra él.

Después, incluso Caitlyn y Reid me dedicaron miradas frías, sin ofrecerme ni una palabra de consuelo.

Esa noche no pude dormir. Me acurruqué en la cama, encogida como un camarón, llorando en silencio. Incluso habiendo recuperado los recuerdos de una vida pasada y sintiéndome una persona distinta, ese suceso permanecía imborrable, ligado a mi identidad como Annabelle Nadit.

Comprendía, por supuesto, que mi condición de hija ilegítima hacía imposible que me vieran con buenos ojos. Ellos buscaban la riqueza abiertamente, lo cual entendía, pero su actitud me daba motivos de sobra para sentirme herida y enfadada.

Sin embargo, creía firmemente que nadie debería ser sometido a la cruel “tortura de la esperanza”. No podía simplemente ignorar su desdén. ¿Por qué tuvieron que ridiculizar y pisotear de esa forma a una chica de catorce años?

Si simplemente me hubieran ignorado, como si no existiera, la derrota de ese día no habría resultado tan devastadora. Pasé mucho tiempo afilando mi espada, convencida de que Ian Wade era el culpable de la miseria que sentí aquel día.

Sin embargo, al mirar atrás con la perspectiva que me dieron los recuerdos de mi vida pasada, comprendí con objetividad que Ian era, en realidad, quien menos culpa tenía. Él simplemente vivía su vida. Todo lo demás que rodeó aquel suceso, en cambio, fue doloroso.

—Ha pasado mucho tiempo, Annabelle —dijo Richard mientras me guiaba, su tono y su mirada sorprendentemente amables. —No sé si recordarás bien aquellos años, pero… yo era joven entonces, y muy inmaduro.

Yo también sufrí mucho en mi juventud, y sus palabras no aliviaban esas viejas heridas. Además, sabía perfectamente que Richard no era de los que se disculpan sinceramente. Era obvio que estaba calculando; su objetivo era transparente: Querían utilizarme por mi relación con el príncipe.

Aun así, Richard insistió, suavizando aún más el tono:

—Si te pido perdón, ¿al menos me escucharás?

—Por supuesto —respondí, esbozando una leve sonrisa.

Dije que lo escucharía, sí, pero en ningún momento afirmé que aceptaría sus disculpas.

Aunque, como él mismo había señalado, debía reconocer que se trataba de sucesos ocurridos ocho años atrás, durante nuestra infancia. Y planeaba cobrarles intereses por ello.

—Acompáñala, Elburn —ordenó Richard.

A una indicación suya, Elburn se acercó, aunque parecía hacerlo únicamente porque se lo habían mandado.

Seguramente, pensé mientras caminaba tomando la mano que me ofrecía, la idea de recurrir a estas artimañas había sido de Richard. El pobre Elburn simplemente había obedecido, sin más opción que seguirle el juego.

Richard, maldito seas… 

Era triste, en cierto modo, porque comprendía sus motivos para despreciarme.

Fuera cual fuera la estrategia de Richard, Elburn sin duda planeaba seguirla al pie de la letra. Imaginaba que incluso tendría el diálogo ensayado. Preveía que, al final, se reiría y soltaría algo como: “Por supuesto, hice todo tal como Richard me indicó…”.

Entonces, probablemente buscaría mi expresión de ilusa esperanza para, acto seguido, endurecer el gesto con frialdad. Su intención sería rechazarme, diciendo algo como: “Viendo esa expectativa en tus ojos… esa ingenuidad me recuerda demasiado a la niña de catorce años que eras”.

Mientras anticipaba ese momento, sentí un extraño cosquilleo en el estómago.

♦ ♦ ♦

Elburn sentía una creciente irritación mientras escoltaba a Annabelle. Él era de pensamiento directo, pero confiaba en las indicaciones de Richard, quien siempre parecía ir varios pasos por delante.

Es una molestia…

Recordaba cómo su madre había enfermado justo cuando el marqués, su padre, se enteró de la existencia de Annabelle. Siempre había considerado a su padre un hombre algo frívolo, pero nunca imaginó que llegaría al punto de tener una hija ilegítima. Para Elburn, al principio, no fue más que otro chisme social.

Pero su madre, mucho tiempo atrás, le había advertido a su padre: —Fue un matrimonio sin amor, así que no me importa tu vida privada, pero nunca debe haber un hijo ilegítimo en esta familia.

Su padre, de hecho, respondió a la ligera: —Estoy siendo cuidadoso, no hay posibilidad de que eso ocurra.

Elburn no confiaba demasiado en él, pero supuso que, ostentando el título de Marqués, mantendría un mínimo de discreción… hasta que apareció Caitlyn Nadit con un bebé de cabello morado claro.

—¿Cuánto me vas a dar? —exigió sin reparos. Dinero, eso era lo que quería. —No permitirás que la hija del marqués Abedes crezca en una choza en ruinas, ¿verdad?

Su padre, irritado, acabó cediéndole una lujosa mansión en la capital.

—Toma esto y no vuelvas a molestar.

Pero Caitlyn apareció exactamente dos veces más después de eso. En ambas ocasiones, fue porque se había quedado sin dinero.

—Es la hija del Marqués Abedes. ¿Vas a dejar que la críe como a una mendiga?

Y él volvió a darle una suma considerable. Desde entonces, Caitlyn tuvo la “decencia” de no volver a importunar al marqués directamente.

Sin embargo, pronto llegaron noticias de que a la hija ilegítima, Annabelle, le estaban enseñando esgrima. Caitlyn pregonaba que su hija ganaría la competición nacional y así conseguiría ser reconocida como miembro de la familia Abedes. Continuó usando el nombre de los Abedes, proclamando su intención de ascender a la aristocracia.

—Si mi hija obtiene un título, ¿no me convertiré naturalmente en noble? —decía Caitlyn, dándose aires y lujos propios de la alta sociedad. —¡Vivimos tiempos en los que hasta una plebeya puede llegar a ser Duquesa de Wade!

En cualquier caso, estar relacionados de algún modo con semejante persona era una vergüenza para la familia. Si él mismo hubiera sido el hijo ilegítimo, habría vivido discretamente hasta su muerte. Pero fue su madre, ya de por sí delicada, quien empezó a sufrir las consecuencias sociales. Elburn recordaba bien cómo su madre siempre padeció por culpa de Caitlyn.

Murió de su enfermedad crónica apenas un mes antes de que Annabelle participara en su primera competencia de esgrima. Al enterarse de que Annabelle se había inscrito, su madre apenas pudo conciliar el sueño hasta el día de su muerte.

—Si esa Annabelle Nadit gana. Caitlyn Nadit irá por ahí con la cabeza bien alta… ¡Lo veré aunque sea desde la tumba!

Viendo el sufrimiento de su madre, Elburn no podía evitar desear con fervor que Annabelle Nadit nunca fuera reconocida como miembro de los Abedes. No permitiré que Caitlyn Nadit se saliera con la suya.

Por eso, cuando Annabelle llegó a la final de aquella primera competición, tanto él como Richard deseaban fervientemente que Ian Wade la derrotara. Fue una suerte que Ian estuviera allí, a pesar de que los Abedes no mantenían buenas relaciones con el ducado de Wade. Cuando más tarde se enteraron de que Annabelle, despechada, acosaba a Ian a diario, tanto él como Richard se regodearon en silencio.

Pero ahora, las circunstancias habían cambiado. Su hermano mayor y su padre le habían pedido que se pusiera una máscara y tratara a Annabelle con amabilidad. Elburn había accedido a regañadientes, pero le costaba ocultar su desagrado; su rostro se crispaba al forzar la sonrisa una y otra vez.

Y, sin embargo, tal como su hermano y su padre habían predicho, Annabelle le seguía el juego con una sonrisa, aceptando su brazo como si nada. A pesar de cómo la habían tratado con catorce años, y de la indiferencia que le habían mostrado desde entonces, parecía no tener orgullo. Después de todo, es la hija de Caitlyn Nadit.

Se preguntó también si ella sería consciente de las implicaciones de su cercanía con el Príncipe Robert. Había esperado que Annabelle se mantuviera discreta tras la muerte de Caitlyn, pero ahora estaba causando revuelo en la sociedad por otros medios.

¿Cómo demonios habrá cautivado al Príncipe Robert…?

Definitivamente, es una joven incapaz de llevar una vida tranquila.

Elburn observó a Annabelle de reojo, evaluándola. Debía admitir que se veía bien con aquel atuendo. Acostumbrado a verla siempre con ropa de entrenamiento, hoy descubría en ella un encanto elegante. Probablemente no sabía nada de etiqueta, pero quizás gracias a su entrenamiento como espadachina, mantenía una postura impecable y una expresión serena incluso en aquel entorno formal.

—Sé que mi existencia no te agrada —dijo Annabelle de repente, con amabilidad. —Lo comprendo perfectamente.

Elburn frunció levemente el ceño, sorprendido. Ahora que caía en la cuenta, era la primera vez que mantenían una conversación propiamente dicha. Recordó haber intentado hablarle durante aquella primera competición, años atrás, pero apenas habían intercambiado palabras.

—Lamento que mi madre fuera tan… insistente al pedirles cosas.

—Bueno, claro —respondió él, casi por inercia.

Por supuesto, pensó Elburn. Seguro que es tan desvergonzada y detestable como su madre. Estaba convencido de que, si la reconocían como parte de la familia, intentaría reclamar una herencia de inmediato.

Además, lo que Annabelle había dicho poco antes delante de su padre había sido realmente impactante.

—Marqués.

Elburn había esperado que se aferrara a él, llamándolo “padre”.

—Lo que ha hecho por mi madre hasta ahora es suficiente —declaró ella con calma. —Ya no tengo intención ni deseo de formar parte de la casa Abedes.

Habló con serenidad y, para su asombro, sonrió.

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