Traducido por Yonile
Editado por Herijo
Si tuviera que elegir entre Richard y Elburn… Sin duda, era Elburn quien peor disimulaba sus sentimientos. Ahí estaba la prueba: me sujetaba la mano para escoltarme, pero sus labios apenas contenían un temblor. Era una clara señal de su desagrado, una que no podía reprimir del todo.
—Sé que mi existencia no te agrada—le dije con calma, retomando la conversación anterior. —Lo comprendo perfectamente. Y lamento que mi madre fuera tan… insistente al pedirles cosas.
Tras esa breve interacción, Richard y Elburn me condujeron ante el marqués de Abedes.
—¡Vaya! —El marqués me sonrió abiertamente. —Ahora que te veo de cerca, te pareces mucho a mí. Especialmente las orejas…
Mis orejas eran de lo más comunes; el marqués podría haber dicho lo mismo de la mitad de la gente presente.
—Sí —repliqué, siguiéndole la corriente. —Y las pestañas también. Ambos las tenemos igual de largas.
—¿Verdad? ¡Justo lo que pensaba!
Siendo sincera, ni en broma encontraba parecido alguno entre nuestras facciones. Y tampoco me parecía a mis medio hermanos. Nuestro cabello era ligeramente distinto, el mío era violeta claro con un matiz rojizo. Pero, por el momento, acepté la farsa de nuestro supuesto parecido.
—He sido muy negligente contigo. Te ves espléndida hoy. Incluso llevas un collar…
—Marqués —proseguí con calma, interrumpiendo sus halagos. —Lo que ha hecho por mi madre es suficiente. Ya no deseo formar parte de la casa Abedes.
Si no fuera por un mínimo de autocontrol, le habría partido la nuca por cómo mi madre se había aprovechado de ellos a mi costa; pero no lo hice, precisamente porque no quería seguir atada a Caitlyn.
Los tres, el marqués, Richard y Elburn, me miraron con evidente sorpresa, como si mi respuesta fuera del todo inesperada. Qué desvergonzados, pensaron que me dejaría embaucar con un comentario sobre un collar.
—Ahora, por favor, no me hagan perder más tiempo —añadí. —Vayamos al grano. Quiero saber qué puedo hacer por ustedes.
Dije que quería saber, no que accedería. Las fosas nasales del marqués se dilataron visiblemente, un signo inequívoco de su contenida satisfacción.
Recordé brevemente la trama de la novela original en la que me encontraba. El título era <La Santa Salvó al Mundo>. La trama, tal como indicaba el título, giraba en torno a una santa, amable y hermosa, que salvaba el mundo y conquistaba el amor. Ian Wade, el protagonista, era igualmente virtuoso. Por otro lado, Richard, el segundo protagonista, era la antítesis de Ian: un personaje obsesivo que recurría a tácticas rastreras.
A pesar de que el protagonista y la protagonista eran intachables, la química entre ellos resultaba algo forzada, casi artificial. Era como leer un manual de moral… Al final, sin embargo, los protagonistas alcanzaban la felicidad. Quizás no fuera la trama más emocionante para el lector, pero sí el desenlace ideal para ellos.
Por eso, en la novela original, el conflicto entre los dos rivales masculinos resultaba más interesante que el propio romance. Richard era ambicioso y buscaba convertirse en el aliado más cercano del príncipe heredero Carlon. A Ian no le interesaba la política, pero era amigo íntimo del otro príncipe, Robert.
A Carlon siempre le había inquietado la posibilidad de que el Duque Wade (el padre de Ian) apoyara a Robert. Así que a Richard se le ocurrieron toda clase de planes para deshacerse de Ian, buscando así ganar el favor de Carlon eliminando a un potencial rival.
Y ahí es donde entraba yo…
En la historia original, era un personaje secundario atrapado en medio de la trama. La heroína e Ian aún no se conocían formalmente, pero sus caminos estaban a punto de cruzarse para salvar el mundo juntos.
Yo, en cambio, acabé en la cárcel por diversas fechorías cometidas durante su incipiente romance. De hecho, mi última aparición era en esa escena carcelaria; mientras yo desaparecía de la narración, Ian y la protagonista femenina estrechaban sus lazos gradualmente.
Y Richard, completamente ajeno a la situación real, lo acusó de “tratar injustamente a su hermanastra” y aprovechó para provocar un enfrentamiento con Ian. Por supuesto, era solo una excusa inventada, ya que no tenía motivos reales para atacarlo. Aunque cualquiera con dos dedos de frente vería que la situación era, en parte, culpa mía, la realidad es que Richard no tenía ninguna intención de salvarme de la prisión.
Ni siquiera se mencionaba qué había sido de mí después de eso…
La disputa política entre los príncipes Carlon y Robert desembocaba en una compleja lucha por la sucesión, sumiendo todo en el caos. Carlon era el villano que amenazaba al mundo con fuerzas oscuras, y la heroína lo enfrentaba guiada por su sentido del deber. Richard, con su amor obsesivo y retorcido, intentaba arrastrar a la heroína a su propia oscuridad, pero fracasaba.
La santa, justa y capaz, salvaba al mundo junto a Ian, reconocido como el espadachín más fuerte. Finalmente, Ian era honrado como colaborador cercano del futuro emperador, Robert, y obtenía el amor de la heroína.
Así pues, yo era una villana secundaria e insignificante al principio, mientras que Richard era un aliado clave del verdadero antagonista.
Obviamente, yo no pensaba terminar en prisión, así que mi camino ya se había desviado del original. Supuse que Richard encontraría alguna otra excusa para enfrentarse a Ian. Pero eso ya no era asunto mío.
Este es mi mundo ahora. Original o no, mientras no acabe en prisión, me basta. Solo estaba concentrada en garantizar mi seguridad y mi bienestar; no me interesaba la trama original. No importaba en qué dramas se vieran envueltos los personajes principales, yo tenía que sobrevivir y prosperar por mi cuenta.
El mundo… Bueno, ya lo salvarían los protagonistas. Pero ahora había espacio para forjar mi propio destino.
Sonreí con fingida alegría, dispuesta a seguirles el juego para, finalmente, darles una lección a estos bastardos.
—Sí. Como miembros de la familia, no importa qué malentendidos hayamos tenido, debemos recordar que al final, somos los únicos que nos tenemos —dijo él, con tono conciliador.
—Sí.
—Me gustaría invitarte pronto a la mansión. Sé que estás ocupada preparándote para la competencia de esgrima, pero ¿podrías hacernos una visita?
—Llámeme cuando guste.
Asentí, fingiendo entusiasmo.
—Estaré esperando.
Richard mantuvo su sonrisa afable, pero Elburn desvió la mirada, incapaz de mantener la compostura por más tiempo.
♦ ♦ ♦
Annabelle había sido subcampeona dos veces en la competición nacional de esgrima.
Era un evento de gran prestigio en el Imperio, e incluso un segundo puesto era un logro considerable. De hecho, muchos nobles y familias influyentes se habían interesado por Annabelle tras sus éxitos, pero el único interés de ella parecía ser ganar el título.
Al fin y al cabo, ella misma lo había manifestado, y su situación como hija ilegítima rechazada por los Abedes era de dominio público. Todos asumían que anhelaba ser reconocida de alguna manera.
Y hoy, por fin, se la había visto con la familia del Marqués de Abedes.
Mientras la mayoría observaba la escena con curiosidad silenciosa, había una persona que sentía una secreta compasión por ella. Era el anciano Sumo Sacerdote, quien creía erróneamente que Annabelle le había salvado la vida.
Seguía profundamente agradecido por el hecho (o lo que él creía que era el hecho) de que ella hubiera recibido múltiples dardos envenenados en la espalda para protegerlo.
Oh, Dios mío… Cuánto debe haber anhelado el calor de una familia. Su gesto, aparentemente puro, resultaba conmovedor, y el Santuario se sentía en deuda.
Desde aquel incidente, Annabelle no había exigido nada al templo. Siendo la hija de la codiciosa Caitlyn, que creía merecerlo todo, esto resultaba aún más sorprendente.
El Sumo Sacerdote había asistido a la ópera esa noche por diversos motivos políticos. Tras reflexionar un momento, se dirigió al sacerdote sentado a su lado:
—¿Es estrictamente necesario obtener un título para ser reconocida como parte de la familia? Recuerdo que existía otra vía… Últimamente olvido muchas cosas, la edad no perdona.
—Bueno… es posible mediante una prueba de paternidad, siempre que se cuente con el consentimiento del templo, de la familia imperial y de la propia familia implicada… —respondió el sacerdote con cautela. —Además, la prueba conlleva unos días de malestar físico… Entiendo que, aunque se hayan presentado solicitudes en el pasado, la familia no las ha aceptado.
—¿Y es cierto que ella me salvó la vida y, aun así, no ha hecho ninguna exigencia? —insistió el Sumo Sacerdote.
El sacerdote consultado, consciente de que no podía restar importancia al acto de salvar la vida del Sumo Sacerdote, guardó silencio.
—Además, resulta enternecedor verlos aparentemente tan unidos ahora —murmuró el anciano Sumo Sacerdote, observando a Annabelle y al marqués a lo lejos. Luego, añadió con determinación:
—Me jubilaré pronto. El próximo Sumo Sacerdote deberá decidir qué hacer si se presenta una nueva petición.
—Oh… —El sacerdote asintió, comprendiendo la intención del anciano.
—El consentimiento de la familia real… bueno, me parece que debería obtenerse a través del Príncipe Robert… —ordenó el Sumo Sacerdote con una leve sonrisa.
—¿Considera el día de la prueba de paternidad?
—Sí. Aunque creo que Ian Wade volverá a ganar la competición de esgrima. Si eso ocurre, Annabelle no podrá ser reconocida por méritos propios a través de ese medio. —El Sumo Sacerdote continuó, con la mirada fija en la figura distante de Annabelle. —Aparentemente, el marqués Abedes se muestra ahora favorable a la señorita Annabelle, así que el consentimiento familiar podría obtenerse. Puedo facilitar eso como pago por haberme salvado la vida.
Su mirada se detuvo en Annabelle. Era conmovedor verla sonreír con tanto brillo.
Por supuesto, no era sólo el Sumo Sacerdote quien observaba atentamente.
Ian Wade también intercambiaba palabras corteses con otros nobles, pero su mente estaba claramente en otra parte. Ver la expresión falsamente radiante de Annabelle… le resultaba inquietante.