Traducido por Lugiia
Editado por Freyna
La voz de Marin bajó como una manta cálida. La mano que acariciaba la espalda de Violette era cómodamente suave y rítmica, y la tranquilizaba como a un niño al que arrullan para que se duerma. La temperatura de Marin era fría en comparación con la de la mayoría de la gente, pero resultaba cálida para el frío cuerpo de Violette. Violette apoyó la frente en el hombro de la doncella mientras meditaba sobre cómo podría dar forma de discurso a aquellos pensamientos desordenados. Cada vez que abría la boca, solo salía aliento. Tal vez fuera mejor así. Si era capaz de hablar, lo mejor que podía ofrecer era un esbozo de lo que realmente había sucedido.
—M-Marin… Yo… Yo…
A Violette le falló la lengua. Algún dique se había roto dentro de su cabeza, y necesitaba aferrarse a su doncella para no derrumbarse. Se estaba dejando llevar por sus emociones, pero no sabía qué más hacer. ¿Debía llorar hasta derrumbarse? ¿Debía dar cualquier explicación insatisfactoria que se le ocurriera y luego pedir consejo? ¿Debía dejar que sus emociones brotaran de ella, desordenadas y crudas, con la esperanza de que Marin las validara y aliviara su carga?
Seguramente, la Violette del pasado habría optado por la tercera opción. Su único consuelo era creerse la heroína de una tragedia. Mientras alguien aceptara ser su aliado, era suficiente; no le importaba si lo hacían por compasión o lástima. Lo que quería eran motivos para convencerse de que tenía razón.
Aquí y ahora, sin embargo, quería algo completamente distinto.
—Señorita Violette, cálmese. Tómelo con calma y…
—N-No. ¡Todo está… mal!
Aunque Marin trató de mirar a Violette para tranquilizarla, los ojos de Violette, que no parpadeaban, iban de una dirección a otra, presa del pánico. Sentía la cabeza tan caliente como si le estuviera hirviendo el cerebro; notaba su calor hirviendo a fuego lento el fondo de los ojos. Mientras su cuerpo ardía, sus manos y su corazón se congelaban. Se estaba calentando y enfriando al mismo tiempo. Sus emociones y su raciocinio, que deberían haberle informado de sus verdaderos sentimientos, se gritaban desde lados opuestos. Ojalá uno de los dos fuera falso. Entonces podría separarlo, arrancar sus emociones o su lógica de su interior. Pero todo era verdad. No podía soportarlo.
—¡Yo… me he… enamorado de Yulan!
En su interior, aullaba que era imposible, un delirio y un sueño creado por su deseo de monopolizarlo. Suplicó que alguien, cualquiera, la desmintiera.
—Está mal. Todo, está… mal. No puede ser…
Se suponía que Violette debía suplicar amor, tener hambre y sed de él. Todas las historias de amor que se construyeron alrededor de Violette tuvieron finales trágicos. Sus sentimientos por Klaude no eran amor: él representaba un peldaño hacia la felicidad que estaba más allá de él, pero ella no deseaba necesariamente su afecto en concreto. Quería ser amada por mucha gente. Cualquiera le serviría y su amor podría venir en cualquier forma, sin importar lo retorcido o contaminado que estuviera. Violette aceptaría todos y cada uno de esos sentimientos con el corazón abierto. Suponiendo que lo contrario del amor fuera el desinterés, para Violette cualquier interés podía interpretarse como amor.
El único amor que había conocido era profundo, oscuro y pesado como el plomo. Le obligaba a consagrar su vida, o incluso la de su propio hijo, a una sola persona. Era un deseo que tomaba las lágrimas derramadas a su alrededor como sustento para hacerlo florecer. El rostro de Bellerose había brillado de deseo… y en su lecho de muerte, estaba empañado a partes iguales de decepción, desesperación, odio y repugnancia. Así era el amor a través de los ojos de Violette.
—No, yo no… ¡Ugh! ¡No quiero que sea así!
Bellerose cacareaba el nombre de Auld mientras acunaba las mejillas de Violette con ambas manos. ¿Fue fortuna o desgracia que Violette no hubiera desarrollado el ego para hacerse valer en aquel entonces, antes de que su cerebro pudiera hacer poco más que reconocer palabras? Aun así, recordaba una cosa: el terror que albergaban aquellos ojos brillantes, del color de la sangre fresca.
El entrenamiento al que Violette había sido sometida era duro e indulgente a la vez. Bellerose era terriblemente estricta cuando se trataba de hacer las cosas exactamente como las había hecho su padre, pero permanecía despreocupada por muy mal que Violette se desenvolviera como dama en sociedad. Incluso si Violette correteaba al aire libre o se subía a los árboles, Bellerose lo permitía alegremente siempre que Violette no se lesionara ni se bronceara. Bellerose no parecía tener ningún problema con el comportamiento infantil de su hija. Más bien, su malestar radicaba en la floreciente feminidad de su hija. Cuanto más femenina se volvía Violette, más probable era que su madre la descartara como una pobre sustituta de su padre.
Bellerose veía a Violette como un sacrificio por su amor, una ofrenda que ella misma había parido. Por desgracia, su padre rechazó su regalo, y fue entonces cuando Bellerose encontró un papel aún más valioso, y terrible, para Violette. En las profundidades de la locura, transformó a su hija en una imitación fallida de su amado, con la esperanza de obtener una sincera muestra de afecto.
Esto demostró que la emoción que inundaba el corazón de Violette no podía ser amor. Sería demasiado horrible de soportar si lo fuera.
Entonces, ¿por qué…?
—¿Por qué? ¿Por qué me siento tan feliz? —susurró Violette.
Esta emoción era preciosa para ella ahora. Era lo suficientemente valiosa para ella como para llevarla al borde de las lágrimas. Y, sin embargo, se suplicaba a sí misma que nunca podría ser amor.