Traducido por Lugiia
Editado por Freyna
Violette no recordaba cuántos años habían pasado. Ocurrió antes de que su madre quedara postrada en la cama, cuando Violette aún era una niña. Era más o menos la época en que sospechaba que ya no podía pasar por chico, y Marin ya había empezado a trabajar en la mansión.
Navidad causaba grandes fiestas en todas las casas nobles. No recordaba en qué casa estaba ni qué tipo de gente asistía. Sin embargo, durante aquella época de su vida, Violette apreciaba cualquier momento en el que pudiera estar lejos de su madre y volver temporalmente a ser una niña.
Usar un vestido, ser una chica y la alta sociedad: todas estas obligaciones le resultaban constrictivas e inevitables, pero lo que más temía era ver la expresión amarga de su padre después de tanto tiempo. Su rostro era frío, como si ella no le interesara en absoluto; aun así, algo de insatisfacción surgía en sus ojos cuando la miraba vestida. Ahora que lo pensaba, probablemente la había estado despreciando, frustrado por ser ella en lugar de su amada Maryjun. Aunque no tenía ningún interés en Violette y su elegante atuendo, le molestaba que Maryjun no pudiera vestir tan bien. Así era él.
No obstante, mientras estuviera aquí, Violette tenía que comportarse como la hija apropiada que su padre debía mostrar. Y cuando volviera a casa más tarde ese mismo día, tendría que soportar la aguda mirada y la temible ira de su madre por el tiempo que había pasado siendo femenina.
Para Violette, la alta sociedad era un infierno especial que volvía irracionales a todas las personas atrapadas en ella. No importaba qué excusa utilizaran para esta fiesta—el Espíritu de la Navidad o Papá Noel, daba igual—, acabaría siendo dolorosa para ella de cualquier manera. Tendría que compartir este espacio con su padre y luego entrar en otro anillo del infierno cuando volviera a casa. Violette no quería quedarse más tiempo, pero tampoco quería apresurarse a volver a casa. Su tortura no tenía fin.
Al menos, ese era el tipo de día que se suponía que iba a ser.
—¡Te encontré, Vio!
—Oh, Yulan.
—Eres realmente buena jugando al escondite. Te estuve buscando todo el tiempo.
—Dices eso, pero siempre me encuentras.
—Je, je, je.
Las mejillas de Yulan estaban teñidas de rojo, y su respiración ligeramente agitada. Aún era joven, pero había perdido casi toda la gordura que tenía cuando se conocieron. Las diferencias visibles provocadas por su diferencia de edad de un año debían de haber disminuido antes de que ella se diera cuenta. Ahora la única diferencia entre ellos era que Violette era más alta. Como hombre, Yulan crecería más en el futuro, y aunque Violette también crecería, no podría mantener su ventaja durante mucho tiempo. La diferencia de género no tardaría en aparecer, sobre todo porque las chicas crecían mucho antes.
Por aquel entonces, Violette había empezado a asistir a más actos sociales usando vestido. Su feminidad siempre había brillado incluso durante su constante travestismo. ¿Cuándo había empezado a darse cuenta su madre? ¿Podría esa persona inestable soportar ver a su hija recorrer el verdadero camino hacia la feminidad?
Violette sabía desde hacía tiempo que no podía convertirse en un chico. No tenía ningún deseo de serlo, así que fingirlo la llenaba de resentimiento. Sin embargo, también le aterrorizaba la idea de volver a ser niña. Aunque había nacido como su hija, la madre de Violette había dado instrucciones estrictas de que Violette se convirtiera en un chico y en una copia viviente de su padre. El camino de su vida había quedado truncado. No obstante, el camino que debería haber seguido seguía esperándola, más allá de los escombros del otro.
Cuando se resignó a pensar y actuar como un niño, se sintió amargada, pero también extrañamente cómoda. Mientras hiciera lo que le decían, no experimentaría más dolor ni sufrimiento, pero ya no se atrevía a obedecer. Su cuerpo empezaba a madurar por mucho que ella o su madre quisieran que no lo hiciera.
—No tienes buen aspecto —comentó Yulan—. ¿Estás bien?
—Oh, estoy bien.
Su adorable amigo, al que trataba como a un hermano pequeño, la miraba con cara de preocupación. Ahora podía sonreír, pero ella sabía el dolor que albergaba en su interior. Quería devolverle la sonrisa, aunque eso significara ocultar su propia agonía. Aún quería ser una hermana mayor fiable a la que Yulan pudiera admirar.
—Oye, Vio… ¿Sabes qué día es hoy?
—¿Qué día es? —repitió Violette.
—Es Navidad.
—Obviamente sé eso.
Estaban en medio de una fiesta de galas con tantos colores navideños que a simple vista gritaba “fiesta de Navidad”.
—Dicen que Papá Noel viene en Navidad. Si eres un buen niño, te traerá felicidad —dijo Yulan.
—Sí, así es.
Violette esbozó una vaga sonrisa, así que Yulan rió tímidamente y desvió la mirada.
Papá Noel te traerá felicidad.
Era una frase de un libro ilustrado que todo el mundo conocía. Incluso Violette conocía la feliz historia en la que el simpático y alegre Papá Noel regalaba montañas de sonrisas. Muchos niños lo leían una y otra vez, creyendo en él y aferrándose a sus sueños.
Violette no podía ser uno de ellos.
No solo Papá Noel nunca la había visitado, sino que Violette nunca había pasado ese día pensando que parecía Navidad. Nunca experimentó los pasteles del libro ilustrado, ni el gran árbol, ni los regalos. Incluso las sonrisas dibujadas en el cuento no aparecían por ninguna parte en su casa. Para mucha gente, aquel libro ilustrado era como la vida real, pero para Violette era una cruel quimera. No tenía sentimientos tan fuertes como para odiarlo, pero el libro le desagradaba lo suficiente como para no leerlo por segunda vez. Una sola vez era suficiente para grabar el trauma en su memoria. Sin embargo, nunca podría decírselo a Yulan.
—Por eso, verás… ¡Toma!
Con una sonrisa cálida, Yulan extendió las manos delante de ella. Las había acercado tanto a su cara que ella se sintió aturdida, intentando concentrarse. Algo centelleaba en su palma.
—¿Qué?
Cuando se apartó, vio que era una corona, redonda pero ligeramente torcida. La base era verde y estaba decorada de mucho color plateado. Parecía diminuta en las manos de Yulan.
—Um… ¿Qué es esto? —preguntó Violette. Ladeó la cabeza, insegura de lo que estaba pasando exactamente, así que Yulan sonrió aún más.
—Es un regalo de Navidad de mi parte para ti, Vio.
Violette abrió mucho los ojos y se quedó atónita, incapaz de articular alguna palabra. Mientras permanecía allí, congelada, Yulan se plantó ante ella con el aspecto de un niño pequeño que hubiera llevado a cabo con éxito su travesura.
—Papá Noel le da regalos de Navidad a la gente, ¿verdad? Bueno, entonces yo también puedo darte un regalo.
No había árbol ni pasteles deliciosos.
—Se supone que Papá Noel te trae felicidad —continuó Yulan.
Papá Noel no vino a por ella.
—¡Así que quiero ser tu Papá Noel!
A Violette no le gustaba la Navidad porque era un día en el que todo el mundo era feliz al mismo tiempo, algo que ella nunca experimentaría. No había nadie que la consolara cuando se sentía atormentada por el vacío dentro de sus medias.
Papá Noel, o mejor dicho, los padres que la colmarían de regalos, no estaban a la vista.
—Eso lo hice yo. Los que venden en las tiendas son demasiado grandes, y todos son de colores navideños —le dijo Yulan.
—Ah.
—Pensé que estas cintas plateadas se parecían a tu cabello… pero acabé usando tantas que no había suficientes para el envoltorio.
Violette sostuvo la pequeña corona en sus manos, desconcertada. Las yemas de sus dedos tocaban las ramas rígidas y acariciaban las suaves cintas. Ya la tenía en sus manos, pero seguía en trance, incapaz de aceptar que el regalo era real. No sabía cómo reaccionar. ¿Qué debía hacer? ¿Cuál era la forma correcta de expresarse? Mientras miraba lo que tenía en las palmas de las manos, la corriente turbia de sus pensamientos la engullía. Ni siquiera abrió la boca; solo el aire flotaba entre los dos.
Yulan no entendió el motivo de su confusión.
—¿No… te gusta? Debe ser porque no lo hice bien.
—¡Oh, no! ¡No es eso! —Violette gritó presa del pánico.
La tristeza en la voz de Yulan la obligó a apartar la mirada de la corona. Su desconcierto no significaba nada ante el malestar de Yulan.
Violette no recordaba la Navidad. Hasta ese momento, nunca había recibido un regalo. Nunca había comido felizmente un pastel. Nunca había mirado su hermoso árbol. No tenía nada.
O al menos, no hasta hoy. No hasta ese momento.
—Gracias, Yulan… Es la primera vez que tengo una Navidad tan maravillosa.
♦ ♦ ♦
—Qué nostalgia —se dijo Violette.
El entorno había cambiado rápidamente después de aquello, así que nunca tuvo otra oportunidad de pasar las Navidades con Yulan. A medida que crecían, surgían diferentes problemas si ella recibía un regalo de alguien del sexo opuesto.
Antes, la corona le cabía en las dos manos, pero ahora podía sostenerla fácilmente con una sola. Era el primer regalo de Navidad que recibía desde que había nacido, y el único recuerdo que tenía de la Navidad.
—Ahora lo recuerdo. Ella lo escondió aquí para mí.
En cuanto llegó a casa ese día, corrió directamente a ver a Marin.
—Por favor, escóndelo en un lugar donde nunca pueda ser encontrado —le había dicho Violette.
Si su madre lo encontraba, podría tirarlo. Podría destruirlo.
Bellerose se había opuesto con vehemencia a que Violette se relacionara con alguien más. Solo se le permitía existir dentro de esa habitación. Bellerose llamaba a Violette a su habitación, echaba a los sirvientes y pasaba tiempo a solas con su hija. Esa era su única realidad; rechazaba todo lo que estuviera fuera de ella.
Si esa persona hubiera descubierto que Violette atesoraba un regalo de otra persona, ¿qué habría ocurrido? La respuesta era tan clara como el agua.
—Ciertamente, este es un lugar seguro para guardarlo.
Marin había escondido la corona en su armario, en el fondo de un cajón de ropa de dormir. Ni siquiera la dueña del armario solía aventurarse tan lejos. Violette no supo que estaba aquí hasta hoy.
—Debería lavarme.
Ella guardó su recuerdo de Navidad junto con toda la ropa recogida. Ya no era la niña asustada de entonces, pero seguía queriendo esconder este precioso tesoro suyo. Era un recuerdo en el que nadie de la casa se había entrometido. Su pequeño secreto que nadie había ensuciado, que nadie había negado.
No quería que nadie en esta casa hablara de ello. Que lo supiera. Que lo tocara. En el momento en que lo hicieran, la realidad cubriría su sueño. Cualquiera se burlaría de este fragmento de deseo si una sola palabra saliera de sus labios. No obstante, para Violette era la prueba de que su sueño se había hecho realidad, por breve que fuera.
En el rincón más alejado de un enorme armario de la amplia mansión, Violette conservaba su único recuerdo navideño.
Pobre Vio, es desgarrador leer su infancia…
Gracias por su trabajo, me encanta.
Chao, ya no quiero vivir. Ser lectora de Mi prometido está enamorado de mi hermana menor y este libro, fue mala idea para ya mi mala estabilidad emocional.