Traducido por Sharon
Editado por Nemoné
Una cierta mujer caminaba por el pasillo.
Los sirvientes en su camino se movían a los lados del corredor en silencio, arrojándose sobre sus rodillas para esperar que pasara. En sus uniformes negros a juego, lucían como sombras agachadas a los lados del pasillo.
Cuando una joven sirvienta se dio cuenta de algo que goteaba de la mano de la mujer y caía hacia el mármol blanco del piso, abrió la boca para dar el aviso. Al instante, una sirvienta mayor a su lado levantó la mano para taparle la boca. Era diferente en la residencia principal; aquí, en el lado este del Castillo Real, nadie tenía permitido decir nada.
Este era el palacio de la reina.
No importaba qué hacía su maestra, ni cómo lucía, nadie tenía permitido hablarle… Siempre y cuando valorasen sus vidas, claro.
Desde que se había casado en la familia real, hace cuatro años, la reina Marianne siempre usaba un vestido de estilo Llewyniano, atado con una cinta. En la cola de su largo vestido verde oscuro, una mancha negra se estaba formando por la sangre que caía por su mano derecha.
La mitad de su cabello rojizo, un trato común entre los Llewynianos, estaba atado de manera descuidada, mientras que el resto caía por su espalda. Como la mujer más famosa en Farzia, tenía más oportunidades de cenar comidas gourmet que cualquier otro, pero uno nunca habría podido advertirlo si juzgaba su figura esquelética, que finalmente había desaparecido de vista.
Una vez Marianne desapareció, la señora soltó un suspiro de alivio y sacó la mano de la boca de la chica.
—¡Santo cielo! ¡Me asustaste!
—¡Tú me diste un susto, querida! Si la hubieras ofendido de cualquier forma, podrías haberte encontrado del otro lado de un látigo. Debes tener más cuidado —la regañó.
—Gracias por detenerme. Me sorprendió tanto que no pude contenerme —replicó la joven sirvienta entre jadeos, la cabeza baja.
Después de todo, había escuchado las historias sobre la mano herida.
La reina Marianne solía lastimarse la mano. Le gustaba alimentar personalmente a su pájaro mascota, y cuando lo hacía, solía picotearla. Por ello, su mano siempre estaba cubierta con cortes y arañazos.
—Últimamente ha sido más frecuente.
En el pasado, las heridas siempre habían sido leves, pero estos últimos tiempos, ni siquiera cauteriza las heridas, permitiendo que la sangre fluyera libre mientras paseaba por el palacio.
—Ahora que lo pienso, una amiga mencionó que lo vio suceder —comentó la chica con un escalofrío.
Cada vez que un sirviente entraba a su cuarto para limpiar, los nobles ignoraban su presencia y continuaban con sus negocios. Por eso, como siempre, la reina Marianne había continuado alimentando al ave.
La mascota en cuestión era un poco demasiado grande para considerarla como tal, pero la jaula en donde se encontraba era tan alta como una persona, y demasiado ancha para levantarla, así que no tenía más opción que meter todo el brazo dentro para alcanzar la caja de comida. Al ave no le gustaba nada eso, por eso terminaba picoteándola.
Debería doler, pero la reina siempre reía alegre.
Incluso cuando su piel era rasgada, y la sangre caía, ella siempre observaba mientras el pájaro abusaba de su mano.
—Mi amiga dijo que… era como si estuviera ofreciéndole su sangre.
¿Por qué la reina haría algo como eso una y otra vez?
Nadie lo sabía. Si sus ayudantes le preguntaban, ellos también resultaban regañados, así que habían dejado de comentarlo hace tiempo.
En este punto de la conversación, otro noble pasó, por lo que las dos sirvientas hicieron silencio y se apresuraron a regresar a sus puestos.
Mientras caminaba por el corredor, la sirvienta mayor comentó:
—Desde que las visitas del Lord Patriciél se han vuelto más frecuentes, no ha habido rastro de Lord Credias… Podría estar conectado con lo que está sucediendo en el campo de batalla, así que me gustaría poder enviar una carta.
Por un momento, dejó de caminar y soltó un largo suspiro.
Quería enviar un pájaro mensajero desde la capital real, pero cualquier movimiento saliendo o entrando del palacio del príncipe estaba siendo monitoreado con cuidado, así que no tenía la oportunidad de hacerlo. Lo mejor que podía hacer era fingir ser una sirvienta para poder caminar por el palacio real.
Además, cualquiera que dejaba el lugar era inspeccionado durante la salida, así que ella habría sido expuesta de inmediato como la ayudante del príncipe, Mabel.
Los rumores decían que Évrard había soportado el ataque de Llewyne. El príncipe Reginald había resultado sin heridas. Al parecer, había aparecido un hechicero en el margrave.
Aunque era un alivio saber que estaba a salvo, no podía relajarse. Dada su posición, Reginald no tenía otra opción más que detener la marcha del ejército Llewyniano a la capital.
Mabel deseaba desesperadamente poder huir. Si pudiera, le diría que no tenía necesidad de soportar más sufrimiento, ayudarlo a escapar a alguna nación amistosa y dejarle vivir el resto de los días como un caballero normal.
Desafortunadamente, su cabello plateado serviría como marca para cualquiera que estuviera persiguiendo al príncipe.
Después de perder a su padre y observar la persecución de su madre, él no debía tener ningún sentimiento positivo hacia la realeza de Farzia. Pero trágicamente, el color de su cabello marcaba su vínculo a la familia real, y mantenía al príncipe encadenado.
Todo lo que Mabel podía hacer era reunir información, deseando pasarla algún día.
La razón por la que una vez más había salido del palacio del príncipe era para buscar al rey, que no había mostrado su rostro desde el anuncio del llamado a las armas contra Llewyne y anunciado al General. Mabel teorizaba que el enemigo lo tenía prisionero en alguna parte. Si tenía la oportunidad, tenía que rescatarlo.
Por supuesto, en cuanto a sus sentimientos personales, Mabel no quería salvar al rey. Pero siempre y cuando estuviera perdido en acción, la reina estaría gobernando el reino en su nombre.
La reina ya había comenzado a dictar varios asuntos bajo el pretexto de la mala salud de su esposo. Su actitud entrometida era al culpable de la imprecedente cantidad de problemas que el General enviado a interceptar a los Llewyanos estaba teniendo para reunir soldados.
Además de eso, porque tenía el permiso de la reina para visitar, aquellos que habían pasado a través de los rangos Llewynianos sin problemas, como el conde Patriciél, no estaban siendo inspeccionados. Por el contrario, él entraba y salía del palacio como si fuera el dueño
Aun así, no importaba cuánto había estado buscando durante los últimos días, Mabel no se las había arreglado para encontrar al rey por ninguna parte. Por eso había hecho su camino hacia el palacio de la reina.
Mientras fingía limpiar y barrer, gradualmente iba moviéndose más y más profundo en la residencia.
Todavía no había encontrado ningún lugar sospechoso.
Ahora mismo, estaba agotada de su búsqueda, pero cuando vio a un noble pasar, se escondió en la capilla. Siempre y cuando no se estuviera dando servicio, la capilla de la familia real estaba fuera del alcance para cualquiera que no fueran los sacerdotes.
Una vez había logrado escapar de la atención del hombre, Mabel intentó dejar el lugar… pero se congeló cuando el olor de la sangre alcanzó su nariz.
A partir de ese día, un nuevo rumor se extendió entre los sirvientes.
El rey ya había sido asesinado por la reina.
♦ ♦ ♦
—Je, je… ¿Lo escuchaste? Hay rumores en el aire de que maté a mi esposo. Pobre de mí. ¿No crees que alguien haya encontrado eso, Owen? —preguntó la reina Marianne a su visitante, el conde Owen Patriciél, con una sonrisa.
No parecía molesta ni ofendida por esos rumores. Hablaba del asunto como si fuera el problema de otra persona.
—¿Debes continuar dañando sus hermosos dedos, Su Majestad? —replicó el conde con el ceño fruncido. Se levantó y se acercó a donde Marianne estaba de pie junto a la jaula, para luego tomar su mano derecha entre las suyas.
—¿Hermosas? —rió ella, liberándose de su agarre—. ¿Qué belleza puede haber en estos dedos que se han vuelto nada más que piel y hueso?
—No, le aseguro que son los más hermosos. —El conde se arrodilló en el lugar, levantando el borde de su vestido para colocar un beso—. Es igual de radiante que cuando la vi por primera vez, Su Majestad.
—¿Eso quiere decir que sigues viéndome como una tonta niña de trece años? Completo imbécil.
La mirada que el conde Patriciél le dirigió a la reina era tan honesta que Kiara se habría asombrado de verlo. Sin embargo, ella no le regresó el sentimiento.
Simplemente siguió observando el pájaro verde en la jaula con ojos firmes.