Traducido por Lucy
Editado por Lugiia
Desde que tenía uso de razón, podía oír las voces de su madre, su hermano y otras personas de su entorno. Eran voces que hablaban sin palabras y que solo transmitían bondad y afecto. Y por eso se le ocurrió confiar en alguien que no debía. Esa fue la causa de todo lo que había sucedido.
♦ ♦ ♦
Su padre falleció después de alistarse y, poco después, su madre partió también al campo de batalla. Shin y su hermano se refugiaron en una iglesia en un rincón del campo de internamiento, donde un sacerdote los acogió y los crió. El campo de internamiento al que fue enviado Shin se construyó sobre los restos de una aldea en la que vivía el sacerdote.
Aunque él mismo era un adularia, una sub-raza del grupo Alba, el sacerdote se oponía en gran medida al internamiento de los Ochenta y Seis. Cuando la iglesia de los ochenta y cinco Sectores se negó a ofrecer refugio a los Ochenta y Seis, el sacerdote decidió quedarse solo tras las alambradas del campo de internamiento.
Fue rechazado por los Ochenta y Seis por ser un Alba, pero era muy amigo de los padres de Shin. Así que cuando los dos fueron enviados al campo de batalla, el sacerdote acogió a sus hijos. Si no lo hubiera hecho, Shin y su hermano no habrían sobrevivido. En los campos de internamiento había un gran resentimiento hacia los Alba, así como hacia los descendientes del Imperio que iniciaron la guerra. Los dos hermanos, que tenían una espesa sangre imperial corriendo por sus venas, se habrían convertido en desahogos de esa ira de no haber sido por la protección del sacerdote.
Sucedió poco antes de que Shin cumpliera ocho años, la noche en que recibieron el aviso de que su madre había muerto en el campo de batalla. Estaban demasiado lejos para conversar, pero Shin siempre podía sentir las voces de su madre y su padre en la distancia. No obstante, una noche, sus voces se desvanecieron y, unos días después, los chicos recibieron un papelito que les decía que sus padres habían muerto.
Aunque la nota le informaba de su muerte, las palabras apenas tenían sentido para Shin. No había presenciado sus últimos momentos ni visto sus restos, así que la simple palabra “muerte” no podía comunicar la totalidad irreversible de esta gran pérdida a la joven e inocente mente del niño.
No estaba desconsolado ni triste; solo estaba confundido. Aunque la gente le dijera que sus padres no iban a volver y que nunca más los vería, no podía entender por qué. El día que se fue, su mamá le había sonreído y le había dado unas palmaditas en la cabeza, diciéndole que se portara bien y que escuchara a su hermano y al sacerdote. ¿Por qué no iba a volver? Por mucho que intentara responder a esa pregunta, no podía hacerlo.
Por eso, decidió preguntarle a su hermano. Rei, quien era diez años mayor, podía hacer cualquier cosa y lo sabía todo. Siempre lo mantuvo a salvo y apreciaba a Shin más que nada. Así que él también lo sabría. Rei estaba inmóvil en su oscura habitación, con solo la luz de la luna para iluminarle. Shin lo llamó, él estaba de espaldas a la puerta.
—Hermano…
Rei se giró para mirarle con desgana. Sus ojos negros estaban rojos e hinchados de lágrimas y llenos de pena e indignación; pero en contraste con esa tormenta de emociones, había una mirada hueca que Shin nunca había visto en su rostro, una expresión que lo asustó un poco.
—Hermano…, ¿dónde está mamá? —Sintió como si algo dentro de sus ojos negros se resquebrajara. Todavía boquiabierto ante el dolor de su hermano, todavía escuchando su angustia, continuó—: ¿No va a volver? ¿Por qué…? ¿Por qué… murió?
Un pesado silencio cayó entre ellos, como si algo se hubiera roto. Esos ojos negros y congelados se rompieron, y una violenta locura surgió de esa grieta. Al momento siguiente, Shin había sido agarrado por el cuello y lanzado contra el suelo de madera.
—¡Urk…!
Sus pulmones estaban siendo aplastados, y el aire que intentaba escapar de ellos estaba atascado en su estrangulada tráquea. Su visión se volvía negra por la falta de oxígeno. Su hermano había movilizado su peso y fuerza hacia la garganta de Shin, la presión amenazaba con aplastarla. Los ojos de Rei le miraban a quemarropa, brillando de rabia y odio.
—Es tu culpa. —Su voz escapó como un gruñido de entre los dientes apretados—. Porque tú estabas allí, mamá fue al campo de batalla. Mamá murió por tu culpa. Tú mataste a mamá.
»Si tan solo no existieras.
Shin pudo oír la voz de su hermano atravesando aquel grito atronador. Era como un fuego infernal, como una cuchilla, un pensamiento crudo incapaz de ocultar nada por su pureza. Ese pensamiento se clavó en su mente sin piedad como una daga.
—Ojalá nunca hubieras estado aquí. Ojalá nunca hubieras nacido. Podría arreglar eso ahora. Desaparecerte de este mundo.
»Muere.
»“Pecado” [1]. Está en tu nombre. Encaja. Todo es tu culpa. Todo… ¡Todo es tu culpa! Que mamá muriera, que yo vaya a morir… ¡Todo es por tu pecado!
Estaba aterrorizado por los gritos de su hermano, por el tono de voz de su hermano. No obstante, como no podía moverse ni taparse los oídos, Shin escapó de ese lugar. Más allá de las profundidades de su corazón, más profundo que los confines de su alma, el lugar más recóndito al que habían ido sus padres. Su conciencia se apagó en silencio, y todo se desvaneció en negro y se disipó.
♦ ♦ ♦
Cuando despertó, estaba tumbado en su cama, con solo el sacerdote sentado a su lado. Dijo que todo estaba bien ahora. Rei no estaba allí. Parecía que seguía en la iglesia, pero no se reunió con él ni una vez. Mientras tanto, su hermano había terminado los protocolos de alistamiento y salió de la iglesia unos días después. El sacerdote le acompañó a la salida, como si tratara de ocultar su espalda. Su hermano se negó a dedicarle a Shin una última mirada o incluso una palabra de despedida. Era probable que siguiera enfadado, y el pequeño tenía miedo de decir algo, por temor a que volviera a enfadarse con él.
Y así, Rei se fue, sin que ninguno de los dos dijera nada hasta el final. Fue entonces cuando Shin dejó de oír la voz de su hermano, que antes siempre había podido escuchar, y en las raras ocasiones en que se armaba de valor para llamarle, nunca obtenía respuesta. Al final no tuvo más remedio que aceptar que su hermano no le había perdonado… Que su hermano nunca lo haría.
Fue también en el momento en que su hermano le dejó esta cicatriz cuando Shin se dio cuenta de que podía oír esas voces, aunque fueran débiles, susurrando desde lejos. No podía distinguir lo que decían, pero entendía lo que intentaban transmitir. Y en algún momento, las voces humanas comenzaron a mezclarse con ellas. Recitando los mismos mantras, como si fueran discos rayados; puede que el fraseo difiriera, pero todos lloraban en busca de lo mismo.
Como era natural, entendía esos susurros que nadie más que él —ni siquiera el sacerdote— podía escuchar. Podía ser probable que su hermano lo hubiera matado entonces… Era probable que estuviera muerto desde ese momento. Y como había muerto pero seguía en este mundo, podía oír los lamentos de otros fantasmas como él. Y un día, su hermano se unió al coro de lamentos. Se dio cuenta de que había muerto y lo estaba llamando.
Ese día, Shin se alistó en el ejército.
[1] La traducción al español pierde el significado en esta frase. “Sin” es la palabra inglesa para “pecado”. A eso se refiere su hermano. Shin=Sin.