Traducido por Lucy
Editado por Lugiia
A pesar de que ya se había apagado la luz y de que nadie, salvo los que estaban de patrulla nocturna, estaba despierto, todos los escuadrones supervivientes estaban conectados al para-RAID.
La implicación hizo que Lena se mordiera el labio inferior rosado.
Siempre habían estado preparados para esto.
Para este día que acabaría llegando, en el que tendrían que abandonar a la República a su tonto sueño y luchar contra la imposible y masiva marea de la Legión, por muy desesperadas que fueran sus perspectivas de victoria. Tal vez sabían lo que la Parca del frente oriental predijo una vez, o tal vez fue su propia experiencia en la lucha contra ellos lo que les guio a esta respuesta. Pero los orgullosos Ochenta y Seis siguieron luchando, sabiendo que hoy —el día de su muerte— llegaría de forma inevitable.
Por el momento, solicitó la cooperación de todos los escuadrones para que se concentraran en los ochenta y cinco sectores y ayudaran a defenderlos. Apagó la Resonancia sin tomarse el tiempo de escuchar sus respuestas mientras se dirigía a la sala de control. Sus respuestas no importaban; si tenían alguna intención de cooperar, se dirigirían a los ochenta y cinco sectores. Pero antes de que pudieran hacerlo, tendría que desactivar los campos de minas en su camino y abrir la puerta del Gran Mur.
Apretó los dedos contra el pecho de su uniforme ennegrecido, contra el bolsillo interior de su blusa.
Lo hizo porque, al final, eso era lo que ellos deseaban que hiciera.
Pero mientras caminaba por el pasillo, alguien se paró en el camino adyacente.
—¿Qué quiere hacer, teniente Vladilena Milizé?
Lena se giró sobresaltada, sintiendo que una mano la agarraba por el brazo, y casi gruñó el nombre del hombre que tenía delante.
—¡Comodoro Karlstahl…!
Se liberó del agarre de su brazo y le miró a los ojos mientras él parecía elevarse una cabeza más. Este era el punto de ruptura, el momento crítico que decidiría si la República —si los Ochenta y Seis y Lena— vivirían o morirían. No podía dejar que este hombre insignificante, que se dejaba consumir por la desesperación, se interpusiera en su camino.
—Voy a desactivar el campo de minas y a abrir la puerta del Gran Mur… Reuniré a todos los escuadrones dentro del Gran Mur e interceptaré a la Legión. Si hacemos eso, todavía tenemos una oportunidad de sobrevivir…
—Déjalo. Si tienen que depender de pedir ayuda a los Ochenta y Seis, los ciudadanos de la República estarían mejor dejando que la Legión los alcance.
—¡¿En un momento como este, sigue soltando semejantes tonterías…?!
¿Pretendía adherirse a la absurda retórica de que los Alba eran los únicos que contaban como seres humanos y que los Ochenta y cinco Sectores eran un paraíso solo para ellos? ¿Incluso mientras su patria se tambaleaba al borde de la ruina?
—Los Ochenta y Seis no lucharán por la República.
Esa frase picó como una bofetada en la cara.
—La República los persiguió, los expulsó y los masacró. Tienen la obligación de escuchar nuestras súplicas de ayuda… A lo sumo, se burlarían y dirían que estamos recibiendo lo que nos merecemos.
Lena apretó los dientes con amargura. Eso era evidente.
—Puede que no estén obligados a escucharnos… pero todavía tienen una razón para hacerlo. Tenemos el poder y las plantas de producción que necesitan. Han sobrevivido tanto tiempo en el campo de batalla, y saben que si pretenden seguir luchando, nuestra supervivencia es necesaria.
El rostro lleno de cicatrices de Karlstahl hizo una mueca, como si acabara de presenciar algo insoportable.
—Si fuera tan sencillo… Sí, al principio, puede que sigan siendo obedientes, pero pronto se darán cuenta de que luchar por su cuenta es mucho más preferible que defender a estos inútiles ciudadanos que solo saben quejarse y exigir.
»¿Y qué cree que pasará entonces? Si lo único que les esperara a los ciudadanos de la República fuera una masacre, estaríamos de suerte. Pero usted ha estudiado la historia, Lena. Sabe que las consecuencias no serán nada indulgentes. En especial para una mujer joven como usted.
Lena se estremeció por un momento, imaginando las vívidas implicaciones de lo que él quería decir.
Era algo que ella consideraba, por supuesto. Al haber tomado el mando de un escuadrón de combate, puede que se haya ganado la confianza de las tropas hasta cierto punto. Pero desde su punto de vista, antes de ser su controladora, ella era primero un cerdo blanco, escondido con comodidad lejos del daño. Así que una vez que se les permitiera entrar en las murallas, los Ochenta y Seis podrían matarlos, era una posibilidad de la que ella era muy consciente. Y, por supuesto, existía la posibilidad de que la violencia no se limitara al asesinato.
Pero…
Su mano tocó el bolsillo del pecho de su blusa, donde guardaba una carta y una fotografía preciosas en una funda impermeable. Las apreciaba en todo momento, incluso cuando la Legión se acercaba cada vez más. Porque eran las últimas palabras y sentimientos que le habían dejado.
—Aun así… no deseo sentarme de brazos cruzados y esperar la muerte. Incluso si muero, derrotada e impotente, lucharé hasta el final.
Así es como ellos vivieron y murieron. Shin y los demás creían que ella también podía vivir así, y no quería avergonzar esa fe.
Los dos pares de ojos plateados chocaron durante un largo momento y fue Karlstahl quien apartó la mirada primero.
—Como quiera, entonces.
Se apartó y comenzó a caminar por el extremo opuesto del pasillo. Se fijó en un fusil de asalto que colgaba con pesadez de su gran espalda, suspendido por una correa. Era un rifle oficial de la República de calibre 7.62 mm. Estaba bien conservado, pero el número de modelo que figuraba en él tenía un dígito menos que el tipo que ella conocía: un fusil semiautomático de tres disparos. El tipo que se había utilizado cuando Karlstahl aún era joven.
El ejército entregaba rifles para uso exclusivo de cada uno de los soldados, y tanto el entrenamiento como el combate se hacían solo con el arma propia. Eran fusiles de asalto producidos por la industria, pero cada arma tenía sus propias peculiaridades, y se hacía para que cada soldado pudiera hacer suya esa arma, con sus defectos y sus torceduras incluidas. Lo que significaba que este rifle era el que Karlstahl había recibido en su juventud, el que había utilizado para luchar contra la Legión una década atrás, y el que llevaba consigo hasta el día de hoy.
—¿Comodoro…?
—Soñar es un privilegio que se otorga a la juventud, teniente Milizé. Y despertar a los niños de sus sueños… hacerles enfrentarse a la crudeza de la realidad, y morir por defender esos sueños… ese es el deber que tienen los adultos.
Se aflojó la corbata con una mano y la tiró a un lado. Lena se fijó en que llevaba un par de botas de campo, que contrastaban con su uniforme de oficial. ¿Lo había planeado desde el principio?
—Le deseo el sabor de la derrota, Lena. Rezo para que sus sueños infantiles se desmoronen ante la realidad.
—¡¿Qué…?!
Se acercó a la espalda de su “tío”… pero cerró el puño mientras fruncía los labios. Entonces, chasqueó las botas y saludó a su espalda.
—Que la fortuna esté de su lado, comodoro Karlstahl.
Susurrando esas palabras para sí misma, Lena volvió a recorrer los oscuros pasillos del cuartel militar, con las últimas palabras del comodoro resonando en su corazón. Las letras que leía una y otra vez se grababan en su mente, invitándola a llegar a su destino final como la luz de las estrellas brillando en la oscuridad.
Sí, Shin.
Recorreré el mismo camino que tú y encontraré tu última morada, cueste lo que cueste.
♦ ♦ ♦
En un momento fortuito de pausa entre los enfrentamientos de la Legión desbocada, la conciencia de Shin se apartó del campo de batalla. Le pareció oír la voz de alguien. Estaba en medio de una gran ofensiva de la Legión, caminando por el filo de la navaja entre la vida y la muerte. Pero al volver a concentrarse en la batalla que tenía delante, casi se había olvidado de esa voz.
No se detuvo ni una vez a considerar que podría ser la última vez que escuchara “su” voz.