Ochenta y Seis – Volumen 3 – Epígrafe

Traducido por Lucy

Editado por Lugiia


Lo llamaron orgullo.

En ese momento, el orgullo era lo único que conocían.

—Frederica Rosenfort, Recuerdos del Campo de Batalla

♦ ♦ ♦

El carmesí de aquellas amapolas que florecían hasta donde alcanzaba la vista, iluminadas por el atardecer que lo quemaba todo, era tan hermoso como la pura locura.

El sector Ochenta y Seis de la República estaba situado en la parte norte del continente y a menudo hacía frío después de la puesta del sol.

Sintiendo cómo el viento del crepúsculo apagaba las llamas de la guerra que habían ardido durante mucho tiempo en el campo de batalla, Shin observó cómo se oscurecía el cielo.

Hacía un año que había sido enviado al campo de batalla como procesador del dron no tripulado de la República, el Juggernaut. Se había acostumbrado a esta quietud. Una vez que el combate cesaba, tanto los amigos como los enemigos quedaban igualmente reducidos a la nada. Esto era cierto para todas las unidades de las que había formado parte. Lo único que nunca cambiaba era el silencio que dejaban sus compañeros caídos en combate. Había sido durante un año. Ya se había acostumbrado.

El olor a pólvora y el rugido de los cañones ahuyentaban a todos los animales de los alrededores, por lo que el silencio del campo de batalla era total. No se oía el grito de ninguna criatura. Ni siquiera el canto de los grillos era audible mientras el mundo se bañaba en la luz del atardecer. Los interminables lamentos de los fantasmas seguían resonando en sus oídos, pero incluso aquellos se sentían lejanos ahora.

La Legión se había retirado a sus territorios y hoy seguiría allí. Estar indefenso en el campo de batalla de esta manera era un acto de imprudencia, pero Shin deseaba permanecer así un tiempo más. Puede que se haya acostumbrado a la batalla, pero solo tenía doce años. Su cuerpo aún estaba poco desarrollado, no había alcanzado la adolescencia todavía. Luchar contra la Legión, en especial después de que todas sus unidades consorte cayeran a mitad de la batalla, era agotador.

Undertaker. ¿C-Cuantós de ustedes van a volver?

La mirada de Shin se estrechó cuando escuchó la voz de aquel hipócrita controladora, inconsciente de su propia condición de miserable cerdo blanco, afloró en su memoria.

Era una pregunta que no necesitaba ser formulada, y mucho menos respondida.

En este campo de batalla sin bajas, la muerte de los procesadores —la muerte de los Ochenta y Seis— era la ley natural. Fueron los ciudadanos de la República, los cerdos blancos como esta controladora, los que ordenaron a los Ochenta y Seis luchar y morir en lugar de los humanos reales mientras los muros de la fortaleza y los campos de minas obstruían su camino de retirada. Y si sobrevivían a pesar de sus duras condiciones, al final se les ordenaría marchar hacia la muerte.

Sus padres y hermanos murieron pronto, dejándoles crecer sin la guía y la protección que los niños necesitaban con desesperación. Las únicas constantes universales eran las muertes sin sentido que les esperaban y el desprecio y el odio de los soldados de la República. Incluso desde una edad temprana, los procesadores sabían que se esperaba que murieran, por lo que se acostumbraron al resplandor de la muerte inminente, ya fuera en un momento o en cinco años.

Era una amarga verdad que no tenían más remedio que aceptar.

Si tenemos que marchar hacia la muerte de todos modos, al menos no será tan malo con nuestra fiel Parca allí para guiarnos.

Y con esas palabras, todos y cada uno de ellos lo dejaron atrás.

Sí.

Puede que sea cierto, pensó, y sus ojos escarlata y sanguinolentos se estrecharon al contemplar el cielo y la tierra que compartían su color vivo.

La primera unidad a la que fue asignado Shin fue aniquilada, sin dejar a nadie atrás excepto a él. Y lo mismo ocurrió en su siguiente unidad y con la que estaba asignada ahora. Siempre era el único que sobrevivía. Se le conocía como un monstruo que anunciaba la muerte y escuchaba las voces de los fantasmas, y se había acostumbrado a esa etiqueta. Después de todo, tal vez era cierto.

Todo es tu culpa.

Era como su hermano le dijo una vez.

Y aunque había dicho algo tan cruel, el único recuerdo que Shin tenía de él era el de su espalda encogiéndose en la distancia mientras le dejaba atrás.

Shin alargó una mano solitaria hasta el cielo del atardecer, sabiendo que nunca podría alcanzarlo.

Hermano… ¿Por qué…?

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