Prometida peligrosa – Capítulo 173

Traducido por Herijo

Editado por YukiroSaori


Cinco días pasaron. Al final de junio, Roshan recibió por fin su temporada de lluvias.

El funeral del duque Hubble transcurrió sin incidentes. Bajo la lluvia, numerosos nobles observaron cómo su ataúd era trasladado a la mansión Hubble.

Marianne también estuvo allí. Aunque sus condolencias no eran del todo puras “libres de sentimientos personales”, rezó por su descanso con la mayor sinceridad posible, convencida de que el precio por sus crímenes, no pagado en vida, se saldaría en las llamas del purgatorio.

Ober se presentó ante Eckhart el día en que el féretro del duque abandonó la capital. Como era de esperar, informó al emperador de la desaparición de los testigos. Pero su arrogancia seguía intacta: dejó entrever que ahora contaba con el apoyo de aún más nobles.

Sus palabras no incluyeron ni una disculpa por no haber llevado a los testigos a la capital, ni un intento de culpar a otros por el fracaso. Solo exhibió, sin tapujos, su codicia desmedida.

Eckhart no lo reprendió. En lugar de ello, cerró un trato con Ober. El mismo día en que el gran duque Christopher recibió la orden de regresar al cuartel general de los caballeros de Eluang, Elias obtuvo un decreto imperial que lo reconocía como sucesor legítimo del título de su padre.

♦♦♦

La mansión Elior amaneció agitada esa mañana.

Marianne armaba un rompecabezas con Roxanne, quien la visitó para tomar el té.

La señora Renault, reconciliada tras enterarse de la situación por boca de Jed, cenó con el duque Kling el día de su regreso anticipado. Y cuando el gran duque partió con los caballeros, Rane llegó con un pastel gigante para celebrar la inocencia de su tío.

Aunque, claro, terminó devorando tres cuartas partes del pastel ella sola.

La persona que Ober prometió enviar a Marianne “la doncella de la señora Chester, Anette” apareció tres días después. Llegó con la excusa de entregar un regalo, pero, mientras fingía servir el té junto a Cordelli, señaló sin rodeos a los espías de Ober infiltrados en la mansión: ocho en total, incluida Eve, la jardinera. Esa misma tarde, en el palacio Lucio, identificó a los siete restantes.

—¿Solo siete en el palacio imperial?

—No, hay muchos más —respondió Anette—, pero no necesita memorizar todos sus nombres o rostros. Basta con conocer a los ubicados en los lugares que frecuenta.

Marianne percibió un dejo de incredulidad en su voz, pero no la cuestionó.

Anette le reveló los nombres clave: el informante era Roeth; la asesina, Kiara. Le entregó además un anillo de plata con un grabado de serpiente en obsidiana “un símbolo para darles órdenes”. Al probárselo en el meñique, Marianne sintió un escalofrío: encajaba a la perfección, aunque jamás había mencionado la medida.

Mientras ella se reunía con estos personajes, los cielos de Roshan se oscurecieron.

La llovizna inicial dio paso a truenos y relámpagos en la distancia. Durante días, las nubes taparon el sol sobre la capital.

El día que Marianne visitó a Eckhart, el cielo amaneció nublado.

—Si desea comenzar la rehabilitación, hágalo. La inmovilidad prolongada podría rigidizar su brazo.

En el salón de la residencia imperial, las velas permanecían encendidas a pesar de ser pleno día. Tras los cristales empañados, la lluvia arreciaba.

—Pero evite levantar peso, montar a caballo o practicar esgrima. Tampoco debe escribir por largos periodos. Use la mano izquierda para comer y mantenga la férula, excepto durante los ejercicios. Y como las heridas de su espalda no están curadas del todo, absténgase de movimientos bruscos.

Eckhart hizo un gesto de fastidio, palpando su brazo derecho libre de la férula mientras el médico cambiaba los vendajes.

—¿Por qué no me dices directamente que no haga nada? Si enumeras prohibiciones como si fuera un niño contando con los dedos…

—Justamente, ese es un buen ejercicio de rehabilitación. La repetición lenta recuperará el control muscular.

—Ja… Era una broma.

—Jed tenía razón.

—¿Sobre qué?

—Dijo que Su Majestad no tenía talento para los chistes.

El suspiro del médico provocó una carcajada de Marianne.

—¡Perdón! —se excusó, sin poder contener la risa—. Es que el doctor lo dijo con tanta seriedad…

Aunque ambos la miraron perplejos, siguió riendo. Le resultaba curiosamente divertido ver al emperador discutiendo con alguien.

—Me honra haberla entretenido, señorita Marianne —dijo Ostaschu, aplicando ungüento sobre el tejido granuloso—. Ojalá el emperador me diera el mismo gusto, pero insiste en hacer justo lo que le prohíbo.

—¿No te hace caso? —preguntó Marianne, fingiendo inocencia—. Él me juró que seguía sus indicaciones al pie de la letra.

—¿En serio? Si no tiene gracia para bromear, al menos miente con maestría.

Ostaschu, visiblemente turbado, se limpió la mano manchada de ungüento en el pañuelo. Su expresión se endureció de inmediato, como si acabara de decidir informar al consejo imperial.

—¿Pretende decir que siguió mi tratamiento? ¡Imposible! Le ordené reposo absoluto durante días y jamás me obedeció. Cuando le pedí examinar las heridas de su espalda, alegó que «no eran necesariamente algo malo»… ¡Y ahora afirma que podrían ser «pruebas valiosas»!

—¡Doctor Ostaschu!

—¡Es el sofisma más ridículo que he oído en todos mis años de práctica! —exclamó el médico, la voz cargada de indignación profesional—. Y como preví, ahora luce una horrible cicatriz en la espalda. De haber seguido mi tratamiento, habría quedado mucho más discreta.

—Ostaschu, basta ya… —Eckart intentó interrumpirlo con un gesto, pero fue en vano.

La expresión de Marianne se transformó en la de una cazadora que encuentra una presa atrapada en su trampa.

—¡Ah, ya veo! Imagino que habrás sufrido mucho con la terquedad del emperador.

—Le agradezco profundamente que comparta mis sentimientos.

—Pero eso de que «la herida en la espalda podría ser evidencia valiosa» puede tener sentido.

—¿En serio?

Ostaschu, que se había envalentonado como un zorro montado sobre un tigre ante sus halagos, se ruborizó de golpe, como si alguien le hubiera golpeado en la cabeza. Eckart se llevó la mano a la frente con un suspiro profundo.

—Ostaschu, si ya terminaste, sal inmediatamente de aquí.

Su orden fue firme, pero en su tono había un calor extraño más que una amenaza.

Ostaschu miró alternativamente a Eckart y Marianne, luego dejó un vendaje limpio sobre la mesa. Tomó el resto del equipo médico y se despidió.

—¡Su Majestad! No debe sobreesforzarse bajo ningún concepto. ¡Nunca, jamás!

Repitiendo su consejo médico hasta el final, salió rápidamente antes de que el emperador perdiera la calma.

Cuando el médico se hubo marchado, Marianne se levantó de su asiento y se acercó al sofá donde Eckart estaba sentado. La abundante tela de su falda ondeó y rozó sus rodillas al avanzar.

Eckart enderezó la espalda instintivamente, retrocediendo mientras ella se aproximaba.

Pero Marianne se atrevió a tomarle del brazo primero y echó un vistazo rápido a su espalda.

La herida había sanado bien, en comparación con cuando ella le aplicó el ungüento hemostático.

Considerando que se esforzaba al máximo cada día, la herida en su espalda cicatrizaba bien sin infectarse. Sin embargo, estaba formando una cicatriz de textura claramente diferente a la piel suave que la rodeaba. No era particularmente fea, pero tampoco agradable a la vista. A ella no le parecía repulsiva, sino que más bien le daba pena verla.

—¡Ah, lo recuerdas! Una vez me dijiste que esta herida era una valiosa prueba de lo estúpido que fuiste al rescatar a un rehén.

—Sí, lo recuerdo.

—Entonces, ¿no recuerdas lo que te dije justo después? Te dije que a los demás quizá no les importaría esto… pero a mí sí.

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