Prometida peligrosa – Capítulo 81

Traducido por Lucy

Editado por YukiroSaori


Sus ojos inyectados en sangre parpadeaban como salvajes. Al maximizar todos los sentidos de su cuerpo, su visión era muy amplia, y todos los sonidos cercanos le taladraban los oídos.

Oyó a varios animales pequeños corriendo por la hierba y el sonido del viento agitando los árboles. Olió la humedad de las cascadas cercanas. En ese momento, sintió por instinto la sombra de un pájaro que volaba desde lejos.

—¿Poibe…?

Curtis entrecerró los ojos y miró al cielo. Un pájaro blanco volaba por el bosque verde.

Cuando miró más de cerca, lo vio con claridad. Sin duda era Poibe, el loro de corona dorada que se envió a Marianne por orden del emperador. Como era mejor que cualquier otro loro en cuanto a la imitación del lenguaje, valoraba mucho al pájaro mensajero desde su infancia. Para él, que había criado y entrenado a muchos pájaros, Poibe estaba entre los cinco mejores.

—Poibe. ¿Por qué estás aquí…?

Poibe se posó en su brazo estirado y le picoteó la solapa con el pico. Con la boca manchada de jugo rojo, asintió con su cresta amarilla. Del cuello colgaba una madura borla dorada.

Curtis cambió rápido la cara. Aquella borla pertenecía al emperador.

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Habla de un adornito de la ropa.

—El emperador está herido y no podemos movernos —dijo Poibe. La voz de Marianne, que le resultaba familiar, resonó en el tranquilo bosque—. ¿Están todos vivos? Están juntos ahora, ¿verdad?

—Derramaron mucha sangre, así que tengo que darme prisa. ¿Eh?

Poibe respondió sin preocupación a sus preguntas urgentes. Podía deducir varias situaciones de las respuestas.

Primero, la que había hecho que Poibe imitara palabras era Marianne, lo que significaba que estaba viva.

Segundo, Eckart sangraba mucho y seguro estaba tan malherido que no podía moverse.

Tercero, por fortuna, le estaban esperando en un lugar.

—De acuerdo. Démonos prisa. Adelántate tú. Yo te seguiré enseguida.

Poibe voló alto en lugar de responder. Se abrochó las correas de las botas y sacó un par de hachas de la espalda. Sus ojos llenos de ansiedad recuperaron ahora el vigor.

En poco tiempo, la capa blanca de los Caballeros Eluang comenzó a correr por el bosque.

♦ ♦ ♦

—¿No crees que Phebe nos encontró bastante rápido?

Marianne tiró con fuerza de las correas de sus botas de cuero negro. Con un pequeño gemido, hizo un bonito nudo de lazo con sus finos dedos.

La verdad es que pensé que tendríamos que quedarnos aquí uno o dos días más.

Aunque se apretó las botas, se sentía un poco suelta. Sin duda, sus botas serían incómodas para su larga caminata. Se cortó el dobladillo de la bata con expresión hosca. Se lo estaba cambiando para que le resultara menos incómodo al caminar.

Eckhart la observó un rato y abrió la boca.

—¿No quieres volver?

—¿Perdón? Claro que quiero volver cuanto antes. Así podré curarte bien las heridas.

La respuesta de Marianne fue rápida y sin titubeos. Le pareció que su reacción era muy rápida.

En esencia, ella quería volver por él lo antes posible, pero él se sintió un poco melancólico.

—Pero cuando vuelva, no creo que pueda permitirme pasar tiempo contigo así, ¿verdad? —dijo ella como si le hubiera leído la mente con precisión.

Sacudió la cabeza hacia un lado. Poniéndose una bata y atándola a su cintura, le miró.

—Me arrepiento un poco de ello —dijo.

En efecto, parecía lamentarlo mucho. En sus ojos se reflejaba una tierna sonrisa de afecto.

Él la miró a los ojos durante largo rato. El tiempo se detuvo por un momento. Sus ojos verdes y frescos escudriñaron los suyos con suavidad. Esos ojos eran sinceros, dulces y encantadores. Eran un espejo que no podía ocultar nada, una profecía divina que hacía que cualquiera quisiera creer. Eran como el agua del río Lete que hacía que uno se olvidara de todo.

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El Río Lete, de la mitología griega, también conocido como el Río del Olvido, es uno de los ríos que fluyen en el Inframundo, con el poder de borrar la memoria a cualquiera.

Solo entonces se convenció de que algunos sentimientos bullían dentro de su corazón. Ya no podía retroceder más.

—¿No te arrepientes de nada?

Pero conocer su corazón y expresar sus sentimientos era muy diferente.

Se mordió los labios en lugar de responder. A medida que se acercaba la hora de volver al sangriento campo de batalla, las realidades olvidadas por un momento le estrangulaban. Amenazaban con taparle los ojos, cerrarle los oídos y cerrarle la boca.

Fue en ese momento cuando Poibe volvió de improviso.

—¡Idiota!

Poibe se sentó en la rodilla de Eckart.

—Tonto.

Tal vez podría haber llamado a Marianne, pero sintió que la imitación de Poibe era un látigo contra él.

—¡Phebe!

Por otro lado, Marianne le sonrió con expresión brillante. El regreso de Poibe era la prueba de que había alguien a la vuelta de la esquina para ayudarles.

—¡Su Majestad…!

En efecto, como era de esperar, Curtis se acercaba sobre la grava de un arroyo poco profundo.

Curtis también iba vestido con ropas andrajosas. Por un momento pensó que parecía un animal herido.

—Curtis…

Eckhart pronunció el nombre de su fiel sirviente.

Curtis lo escaneó durante ese breve instante. Pudo ver signos de lo sucedido por todo su cuerpo. Deseó que el emperador lo llamara superviviente, pero cuando llegó a su miserable amo, se sintió devastado por la tristeza.

Se arrodilló impotente ante él. La superficie del arroyo salpicó ante sus movimientos.

—Lo siento mucho. Es un error mío. Debería haberte encontrado antes..

Un par de hachas que llevaba en la mano resbalaron. Tomó agua con las manos vacías. Bajó mucho la cabeza.

Acariciando a Poibe en sus brazos, puso una expresión triste.

Curtis estaba llorando, intentando amortiguarlo todo lo posible y apretando los dientes, lloraba tanto que le temblaba la mandíbula.

Ella miró a Eckart. A diferencia de Curtis, este no mostraba un cambio drástico en su expresión facial.

—Bebe.

Pero cuando Eckart le dio una copa de vino de plata llena de agua, se escuchó su resolución en su breve orden.

Marianne parecía saber lo que era.

Era pesar, gratitud, un poco de autorreproche, así como confianza y amistad. Tal vez era una colección de sentimientos que nunca admitiría.

—Conozco muy bien tu personalidad. Es obvio que debes haber venido aquí sin beber ni dormir.

Fue lo bastante inteligente como para levantarse enseguida. Poibe saltó y se sentó en su hombro. Tomó el vaso de agua de la mano del emperador y lo puso directo en la mano de Curtis.

Curtis miró el vaso de agua, a Marianne y a Eckart, que estaba apoyado en una pared. Sus ojos negros temblaban con fuerza.

—Verás, no puedo volver sin tu ayuda. Lo mismo ocurre con Marianne.

Marianne asintió en voz alta como si estuviera de acuerdo. Incluso Poibe dijo: “Pío”.

—Sin duda cuidaré de ti con responsabilidad. Pero como tu sirviente he cometido un pecado indeleble contra ti. Lo asumiré con gusto aunque me castigues de forma capital.

—No te tortures. ¿Alguna vez te he dejado hacer eso?

Eckart frunció el ceño. Su mirada fría y su voz mantenían su autoridad no diferían de su noble actitud. Sus palabras y su mirada tenían el poder de abrumar y cautivar a los demás. Aunque estaba desordenado, no parecía servil ni cobarde.

—Curtis. Mientras yo siga vivo, tu misión sigue siendo válida.

Eckart erguía poco a poco el cuerpo apoyado en la pared. Un dolor agudo en la espalda le sacó de la ilusión.

—Entonces… volvamos ya.

Sus ojos azules miraron a Curtis y Poibe y al final a Marianne. Ocultó sus sentimientos más íntimos hacia ella herméticamente.

Aunque volviera al sangriento campo de batalla de la capital, nunca olvidaría este día como un día afortunado en la vida y como una maldición que le hacía soñar con vanas esperanzas…

♦ ♦ ♦

La noche en Roshan fue temprana y larga.

Los sacerdotes se levantaban antes de que saliera el sol y empezaban a rezar, y no terminaban de rezar hasta que salían las estrellas al amanecer. Las comidas se servían una vez cada mañana y cada tarde. Los carros que vendían mercancías o las carretas de los visitantes solían salir del templo mucho antes de la puesta de sol. Si se retrasaban, tenían que pasar las noches temblando en el valle sin luz.

El templo no había cambiado su rutina. Había mucha gente entrando y saliendo del templo durante el día debido a la búsqueda a gran escala, pero volvían a sus lugares cuando caía la oscuridad.

La cardenal Helena abandonó la serena sala tras una oración vespertina. El rojizo atardecer cubría el blanco puro del templo. Se quitó la capucha que llevaba puesta y llamó a Arsenio, que esperaba en la entrada.

—¿No hay noticias del emperador?

—No, todavía no a estas horas…

Arsenio tanteó las palabras como si fuera su pecado. Helena suspiró profundo. Sus ojos dorados miraban las nubes que fluían a lo lejos.

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