Prometida peligrosa – Capítulo 86

Traducido por Ichigo

Editado por YukiroSaori


—Pero las dos diosas parecen tener un gran amor especial por ti —dijo Helena.

Como no podía soportarlo más, Marianne cerró los ojos. Su visión se volvió borrosa. Al principio sintió como si todos los nervios de su cuerpo le quemaran como cortados por una daga afilada, y luego se relajó como si la cubrieran con una manta cálida.

Aunque no entendía nada, tenía la extraña sensación de que lo comprendía todo. Sintió que su cabeza se blanqueaba como si estuviera hechizada por algo.

—El destino no esta del lado de los que se detienen y lo aceptan, ni del lado de los que lo rechazan. Es el arma de los que solo avanzan —predicó Helena en voz baja.

Marianne volvió a abrir los ojos. Tenía la vista borrosa. Las lágrimas corrían por sus mejillas. No quería llorar, pero las lágrimas seguían brotando como si se le hubiera abierto la glándula lagrimal.

Al igual que uno tiene que eliminar toda la secreción infecciosa en heridas para sanar, ella lloró durante mucho tiempo.

—Señorita Marianne, ¿no fue divertida mi historia? Lo siento. Me pareció tan extraño que solo hubiera dos estrellas… No lo volveré a hacer. Por favor, no llores…

Hilde, que no sabía qué hacer, también rompió a llorar, agarrándose la falda.

Marianne se derrumbó ante ella.

—Señorita Marianne… Por favor, no llores… Me equivoqué… —dijo Hilde llorando.

Esta, que aún era joven, la abrazó con fuerza. Marianne siguió llorando, apoyándose en sus pequeños hombros. Helena se arrodilló y le acarició la espalda temblorosa.

Fue un consuelo dulce y cálido, igual que Anthea puso vitalidad en el cuerpo de la dormida Kader.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente, Marianne se despertó tarde por la mañana.

Le dolía mucho la cabeza cuando abrió los ojos. Quizá se debía a que había llorado demasiado la noche anterior. Mientras se frotaba los párpados rojos e hinchados, Hess trajo una toalla fría y se los cubrió. Si por ella fuera, querría revolcarse en la cama todo el día. Pero tenía que levantarse y prepararse para recibir al grupo encabezado por el gran duque que llegaría hacia el mediodía.

—Sacerdotiza Hess, ¿ha llevado comida a la habitación del emperador?

—¿Perdón? Oh, no. Su Majestad parecía seguir durmiendo.

—¿De verdad? ¡Qué alivio!

Ella dejó escapar un suspiro de alivio con una toalla en los ojos. Era importante reunirse con la comitiva del gran duque, pero no quería romper su promesa de comer con el emperador esta mañana.

Mientras Hess le masajeaba las piernas hinchadas, Siel trajo medicinas y ungüento. Marianne se bebió la medicina del cuenco de plata, se aplicó pomada en las heridas y se cambió de ropa después de lavarse. Como si fuera demasiado para ella, no dejaba de gemir.

—¿No estás agotada? ¿Quieres descansar un poco?

—Estoy bien. Como sabes, cuando se hace mucho ejercicio, al día siguiente, el cuerpo se resiente. Ayer, usted caminó por un sendero empinado durante cuatro horas, por lo que es natural que este tan cansada ahora. Su Majestad también debe estar cansado.

Siel trató de consolarla, mientras le miraba con una expresión preocupada.

—Permítame añadir algunos analgésicos más en su menú de almuerzo. Resulta que tengo un poco de opio refinado, así que si lo mezclo con…

—¿Opio? ¿Usan el opio en el templo?

Los ojos de Marianne se encontraron con los suyos en el espejo. Siel, que estaba peinando su frondosa cabellera, se mordió el labio y puso una expresión avergonzada.

—¿Conoces el opio?

—Por supuesto. El opio es una medicina muy adictiva con muchos efectos secundarios, aunque es muy eficaz. Casi nunca se refina antes de usarlo. Tengo entendido que no lo usan a menos que sea una emergencia…

—Bueno, tienes razón. Por eso los sanadores no lo usamos a menudo… —Siel tanteó sus palabras y se inventó una larga excusa—. Pero no te preocupes. El opio que se usa en nuestro templo ha sido refinado muchas veces, y hay pocos efectos secundarios porque usamos solo la cantidad adecuada de forma segura. A veces es más eficaz que usar drogas más débiles durante mucho tiempo. Puedo garantizar que nunca les haremos daño a ninguno de los dos.

Marianne sonrió un poco y sacudió la cabeza mientras mostraba también una reacción avergonzada.

—No, no lo pregunté con esa sospecha. Me interesan las hierbas, pero no he visto opio bien refinado. Te lo pregunté porque es sorprendente.

Observando su mirada, Hess le colgó del cuello un collar de diamantes rojos. Marianne se miró en el espejo. Mientras acariciaba la fría joya, agarró de repente las manos de Siel que tocaban su cabeza. Sus brillantes ojos verdes en el espejo mostraban su emocion.

Siel se puso rígida, como a quien atrapan robando algo.

—Sacerdotisa Siel. Si no te importa, ¿puedes enseñarme ese opio? Si lo comparte conmigo, se lo agradecería.

—¿Perdón? Oh, déjeme preguntarle a Su Eminencia. —Siel asintió, sonriendo.

—Me impresiona que el templo tenga a mano cosas tan preciadas como el opio refinado…

Aunque lo dijo como un cumplido, Siel se calló en lugar de expresar gratitud.

Hess le puso un tallo de rosa entre el pelo, a juego con su vestido.

A Marianne le gustaba esa rosa fresca. Era la planta del amor que anunciaba la llegada del verano al final de la primavera. Tocó los finos pétalos con la punta de los dedos, emocionada.

—Por cierto, ¿dijiste a los dos? Dijiste que nunca les harías daño a ninguno de los dos.

Es cierto. De hecho, Siel lo dijo sin darle ningún significado.

Marianne saltó del asiento. Como resultado, una pequeña silla redonda de madera se volcó. Sorprendidos, Siel y Hess dieron un paso atrás. En ese momento, la parte delantera de su sencillo vestido ondeó como la bandera de los caballos en el campo de batalla.

—¡Señorita Marianne!

Salió corriendo de la habitación, dejando atrás a los dos que intentaban detenerla.

Dos guardias estaban de pie ante la puerta de la habitación del emperador, al otro lado del pasillo no tan ancho.

Eran un sacerdote que sostenía una bandeja de plata y el duque Kloud, cuyo rostro parecía cansado.

—¡Buenos días, señorita Marianne!

Mientras hablaban entre ellos, la saludaron en cuanto la encontraron.

Marianne se dirigió hacia la habitación a grandes zancadas en lugar de responder.

Sin darles tiempo a detenerla, alargó la mano hacia la bandeja de plata. Abrió la tapa del cuenco de porcelana blanca. Dentro había polvo fino de color marrón oscuro. El inconfundible aroma del opio le hizo cosquillas en la nariz antes de tocarse la cara.

Emociones feroces se reflejaron en sus ojos verdes, que eran una mezcla de ira, profunda preocupación y un poco de miedo que ella misma no podía entender.

—¿Qué tal Su Majestad?

Kloud suspiró por lo bajo. Le hizo una seña al sacerdote para que saliera primero.

—Entremos.

Abrió la puerta con una voz resignada por el mal estado del emperador.

Marianne entró en la habitación sin vacilar.

Estaba a oscuras a pesar de que era por la mañana. A excepción de las ventanas más alejadas, el resto tenían gruesas cortinas. Había una que estaba abierta para ventilar, pero el olor del opio y las hierbas seguía por todas partes. Sobre la mesa se encontraban tazas de té y vasos de plata desordenados. Desde luego, no era té, sino todo tipo de drogas lo que había en ellas. Curtis, que estaba de pie junto a la ventana sin cortinas, la miró e hizo una reverencia. Agradeciendo su saludo, se dirigió a su cama.

Eckart yacía dormido en una posición incómoda, tumbado de lado. Su respiración agitada se oía en medio del pesado silencio.

Marianne le acercó el dedo a la nariz. Su aliento estaba muy caliente. Dudó un par de veces y luego le puso las manos en la frente. La fiebre no era tan alta. Estaba un poco mejor que la de aquella anoche, cuando su temperatura corporal era muy baja.

—Se durmió hace un rato —dijo Kloud, que la siguió después de cerrar la puerta—. Como anoche le subió la temperatura de repente, no tuvimos más remedio que usar opio. No podía dormir. No te preocupes demasiado porque lo usamos con la garantía y el permiso de su eminencia.

Aunque le informó con calma, debieron de pasarlo mal anoche cuidando del emperador.

Eckart era el tipo de hombre que no quería mostrar a los demás que era débil. Tan testarudo que se esforzó en ocultar la magnitud de la herida en su espalda, hasta el punto de desarrollar una hipotermia. Soportó el dolor en silencio. De seguro trató de aguantar el malestar durante toda la noche hasta que Curtis o Kloud rompieron su orden y fueron a llamar a una sacerdotisa.

Marianne retiró la mano. El dorso de su mano no estaba solo tibio, sino caliente.

—¿Está mucho mejor ahora?

—Según la sacerdotisa,  sí, está bien. Dijo que le dio fiebre porque se sentía relajado aquí. Añadió que podría recuperarse en una semana, una vez superado lo peor —respondió Kloud mientras limpiaba la mesilla de noche.

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