Sin madurar – Capítulo 67: En la tormenta (5)

Traducido por Den

Editado por Lucy


—Evelina.

—¡Excelencia!

Me levanté de un salto y lo saludé, haciendo que Leandro se detuviera antes de salir a la terraza.

¡Nunca había estado tan contenta de verlo! Por supuesto, el protagonista debe aparecer siempre que la protagonista esté en peligro.

—¿Q-Qué? ¿Ha pasado algo? —me preguntó mientras me entregaba una copa de champán espumoso.

Me apresuré a negar con la cabeza en cuanto terminó la pregunta.

—Por mucha autoridad que tengan los nobles, no tienen tanta como la familia real, ¿cierto?

—Así es.

—Excelencia —señalé a las siluetas que seguían agitando orgullosas sus abanicos—, las personas de la terraza contigua estaban hablando mal de la princesa.

Leandro enarcó una ceja, como si pensara que me estaba comportando de forma extraña. Pero tras analizar mi expresión facial, se acercó a la terraza de al lado.

—Es un delito insultar a la familia imperial, no importa el país. Déjame ver las caras de esos miserables que asistieron al baile organizado por la familia imperial para decir semejantes tonterías y groserías —habló, alzando la voz, y luego me miró a la cara.

En ese momento, me sentí muy agradecida con él, que había tomado cartas en el asunto sin que yo tuviera que explicarle las circunstancias. Me reí para mis adentros mientras estaba orgullosa de él.

Es cierto. Aunque yo no sea más que un personaje secundario, Leandro no lo es. Es el noble de rango más alto después de la familia imperial.

Me sentí eufórica por contar con su respaldo de la autoridad.

Me asomé por detrás de él y noté que las siluetas tras la cortina se levantaron de sus sillas y se mostraban inquietas. Se movían tanto que una de las tazas de la mesa cayó al suelo y se rompió.

Leandro se apoyó en la pared y tiró de la cuerda de la cortina. Luego se oyeron unos chillidos. Las mujeres se empujaron frenéticas las unas a las otras y abrieron la puerta de la terraza. Leandro resopló y se mofó.

—No tengo interés en ser un héroe justiciero —dijo cuando nuestros ojos se encontraron.

—Bueno, usted está bastante lejos de serlo, Excelencia.

—Las acusas de insultar a la princesa, pero te encanta insultarme.

—No, claro que no. ¿Cuándo le he insultado, Excelencia? Usted es el mejor, el más guapo, el más rico… —balbuceé mientras lo observaba.

Sonrió con aire juguetón.

—Deja de decir cosas que no dices en serio.

—De todos modos, gracias. No podía soportar escucharlas insultar a la princesa.

—Eres muy entrometida.

—¿Lo soy? ¿De verdad piensa eso? —pregunté sorprendida.

Creía que nunca había intervenido en nada a menos que implicara a Leandro.

—Pues a mí me pareces entrometida. Ojalá solo me prestaras atención a mí.

—¿No le estoy dando ya bastante atención?

—No, no es suficiente.

—Es muy egoísta.

—Entonces haz lo que te digo.

—Usted es quien no debería meter las narices en los asuntos de los demás y hacer amigos. ¿Por qué avergüenza a todas las personas que quieren hablar con usted? —pregunté, recordando la manera en que había ignorado a la mayoría de la gente o enfriado el ambiente de la sala.

Leandro se movió un poco y se apoyó en la barandilla. Bebió un trago de champán y, con una sonrisa suave en la cara, respondió:

—Ya te lo he dicho antes. Solo te necesito a ti.

No sabía qué decir a eso.

Cuando era niño, parecía inmaduro o infantil… Pero ahora, era como si me estuviera seduciendo con esa sonrisa dibujada en sus labios rojos.

—Mm…

Miré aquí y allá de un lado y a otro, sin saber dónde clavar la mirada. Entonces me levanté de un salto del asiento, sobresaltada por el sonido de una fuerte fanfarria.

Después de mirarme con una comisura de la boca curvada en una pequeña sonrisa, Leandro dio un paso hacia adelante.

—Ese sonido anuncia la entrada de la familia imperial en la sala. Entremos.

Lo seguí. Sin mirar atrás, me tendió la mano. La acepté y me paré a su lado. Las manos grandes y ásperas con huesos prominentes me recordaron una vez más que este no era el mismo Leandro que conocí de niño.

Al sentir que retorcía la mano, se giró y me miró.

—¿Qué pasa?

—Nada. Es que… no sé qué estoy haciendo ahora mismo.

—No entiendo ni una palabra de lo que dices.

Mientras hablaba con él, entramos al salón de baile.

Vi a varias mujeres rodeando a una mujer de larga melena rubia. No había muchas mujeres hermosas con precioso cabello color miel, así que de inmediato reconocí que se trataba de Eleonora.

Ella estaba al otro lado, frente a nosotros, así que no me sorprendí cuando sus ojos tristes se cruzaron con los míos un momento. Los ojos verdes claros de la muchacha se llenaron de lágrimas.

Sorprendida, mis ojos saltaron de Leandro a Eleonora repetidas veces. Él no la observaba a ella, sino a quién estaba detrás de ella. La familia imperial entraba por las puertas dobles de oro, abiertas de par en par.

Una mujer de mirada feroz le dio un empujón a Eleonora con los hombros al pasar a su lado.

—¡Debería darte vergüenza! ¡Hmph!

Luego la siguió un grupo de mujeres que parecían sus subordinadas.

Sola, Eleonora tropezó.

No estaba demasiado lejos de ella, por lo que corrí hacia donde estaba y la ayudé a recuperar el equilibrio.

—¿Estás bien…?

Aunque en el fondo me sentía heroica, como llevaba tacones también perdí el equilibrio mientras trataba de ayudarla.

Leandro se volvió hacia mí en cuanto le solté la mano y nos atrapó a los dos en sus brazos. Parpadeé al percibir el fresco aroma de su cuerpo.

—¿Me vas a seguir diciendo que no estás siendo entrometida? —preguntó Leandro en voz baja—. ¿Por qué no puedes quedarte quieta? Estoy seguro de que un sirviente la habría ayudado. ¿Por qué corriste hacia ella?

De alguna manera sonaba amenazador, así que tragué saliva y solté una risita torpe.

—¿Cómo podría quedarme de brazos cruzados y ver caer a la princesa?

—Disculpe…

Dejé de intentar calmar al gruñón Leandro y me giré hacia la voz clara.

Agarrada con fuerza la cinta alrededor de mi cintura, Eleonora nos miró con un brillo en los ojos.

—Estoy bien gracias a ustedes. Gracias. Mm, ¿signorina?

—Encantada de conocerla, princesa. Me llamo Evelina.

Leandro frunció el ceño y los labios, expresando su descontento sin palabras. Pero cuando lo alejé, empujándolo con suavidad, se retiró en silencio. Le oí chasquear la lengua, pero lo ignoré.

—Y el caballero… Ah, nos hemos visto antes, ¿no?

—¿Ah sí? —le respondió él con las manos detrás de la espalda.

Luego giró la cabeza con aire desinteresado.

—¿De dónde es usted, signorina? —me preguntó Eleonora—. Vengo a este festival todos los años, pero nunca la había visto.

—Princesa, el discurso de Su Majestad está a punto de comenzar —le advirtió Leandro.

Eleonora soltó un grito ahogado y sonrió con timidez. Su sonrisa era más brillante que las velas que iluminaban el salón de baile.

Pero él ni siquiera la miró. Se limitó a beber el champán con cara de aburrimiento.

Mientras tanto, en el podio, el emperador, que llevaba una capa roja, sacó una bola mágica que proyectaba su voz.

—Atención.

La voz del emperador resonó por toda la sala. Llamó la atención de la multitud con una frase. Luego, escrutó el salón de baile con sus brillantes ojos amarillos.

Pensé que el emperador me miraba, pero quizás vi mal. Estaba junto a Eleonora y Leandro, así que supuse que los miraba a ellos.

—Todos habéis recorrido un largo camino. Espero que disfrutéis del festival a discreción.

Alzó la copa de vino.

—Que Dios os bendiga.

Entonces todos los nobles levantaron sus copas y brindaron.

El emperador fingió llevarse la copa a los labios, luego bajó la mano y miró a los nobles que brindaban entre sí.

—Hay otra razón por la que estoy hoy ante vosotros.

Los nobles compartieron miradas de curiosidad.

De repente, la mirada penetrante del emperador se posó donde yo estaba. De reojo, vi que Eleonora se estremecía. Tenía las mejillas rojas como si estuviera nerviosa. Miró alrededor con cautela y, cuando hicimos contacto visual, le sonreí. Solo entonces ella dejó escapar un pequeño suspiro y me devolvió la sonrisa como si se hubiera tranquila.

—Eleonora Levatte Ambrosetti. Da un paso al frente, querida.

Ante la voz grave del emperador, me hice a un lado para que pudiera pasar. Después de tocarse una vez la tiara en la cabeza, ella agarró el dobladillo del vestido y avanzó hacia el frente.

—Diego Rosano Crescenzo. Da un paso al frente, hijo mío.

Cuando pronunció el nombre del príncipe, la gente suspiró aquí y allá. Los nobles se apartaron para dejarlo pasar. Diego se abrió paso con elegancia y la esperó bajo el podio.

Cuando ella lo vio, enderezó los hombros y aligeró el paso. Mientras Diego la esperaba con tranquilidad, miró alrededor de la habitación y nuestras miradas se encontraron.

Me apresuré a girar la cabeza hacia otro lado, pero, aun así, vi cómo abría mucho los ojos sorprendido y me guiñaba un ojo.

Cuando Eleonora por fin llegó al frente, cogió la mano tendida de Diego. Él la escoltó como si lo hubiera hecho antes.

Observándolos, por fin me di cuenta de que el vestido de ella, que dejaba expuestas las curvas de su cuerpo, el pañuelo de Diego y los bordados del pecho en azul oscuro fueron confeccionados de antemano para que hicieran juego.

—¡En este maravilloso día, os anuncio el compromiso del príncipe Rosano y la princesa Levatte!

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