Traducido por Herijo
Editado por YukiroSaori
—Entonces, ¿por qué no pospones la cena en la mansión y cenas junto al duque Kling y el emperador en el palacio? Si lo ordeno ahora mismo, el personal de cocina puede preparar la comida de inmediato.
—¿Cenar con mi padre y el emperador?
—Sí. Después de regresar de Roshan, no has visto al emperador junto a tu padre. Creo que es una buena idea que ambos cenen con él. Pueden discutir los protocolos de la recepción de compromiso y la próxima ceremonia de manera más relajada durante la cena. —Kloud le ofreció algunas excusas plausibles para la reunión, miró a su alrededor y se inclinó ligeramente hacia ella, susurrando—: Su Majestad apenas ha comido en estos días. Creo que es porque suele comer solo… Por favor, hazme este favor. Cena con el emperador junto a tu padre.
Kloud enderezó su postura, observando a Marianne con atención. Ella se mordió el labio, frunciendo ligeramente el ceño.
En realidad, no tenía muchas ganas de ver a su padre en ese momento. Aún estaba distraída y afectada por lo ocurrido con la señora Renault. Sin embargo, al escuchar las palabras de Kloud, la preocupación comenzó a superar el resentimiento que sentía hacia él.
Recordó la figura demacrada de Eckart tiempo atrás. Él siempre decía que estaba bien, incluso cuando su rostro pálido y su mirada exhausta delataban lo contrario, como si hubiera estado sumergido en un mar helado.
—Entendido… —dijo finalmente Marianne, con voz firme pero serena—. Pero no le informes que vine aquí. Déjame esperar hasta que termine su informe.
♦♦♦
Un poco antes, el duque Kling tomó los documentos de Kloud y se dirigió al estudio del palacio principal, donde se encontraba Eckart. Al final del largo corredor, un asistente y dos sirvientes custodiaban la entrada del estudio.
El duque les insistió en que se retiraran temprano, argumentando que su reunión con el emperador sería extensa. Incluso les mintió, asegurándoles que los siguientes sirvientes de turno llegarían pronto para relevarlos. Los guardias, confiando en sus palabras, se despidieron cortésmente y se marcharon.
Cuando desaparecieron de su vista, el duque Kling abrió la puerta del estudio y entró.
El interior era un refugio de tranquilidad en comparación con el bullicio exterior. Un aroma a menta fresca emanaba del incienso que ardía en la pared. Al final de la alfombra dorada, un gran escritorio junto a la ventana estaba rodeado por un bosque de estanterías repletas de libros.
—Que la gloria de nuestro gran dios Airius sea con usted. ¡Es un honor verle! —dijo Kling, acercándose para mostrar sus respetos.
Eckart dejó lentamente los documentos que estaba leyendo.
—Deseo que la protección de Airius también te acompañe —respondió con naturalidad, a pesar de la inusual visita. —¿Tienes la lista de nominados para la División de Caballeros Nacionales en cada provincia que solicité?
—Sí, aquí la tengo —replicó Kling, entregándole los documentos que Colin había preparado.
El silencio volvió a apoderarse de la habitación. Kling permaneció de pie mientras Eckart revisaba las páginas. Tras leer un par de ellas, el emperador comentó con indiferencia:
—¿No ves una silla junto a ti?
—Estoy bien.
—Sé que no eres tan mayor como el duque Hubble, pero tampoco eres lo suficientemente joven como para permanecer de pie durante toda esta reunión —replicó Eckart con ironía.
—No tomaré demasiado de su valioso tiempo.
—Bueno, no creo que eso sea cierto. Debes tener una razón para venir aquí en persona con estos documentos en lugar de enviar a un subordinado —dijo el emperador.
Kling sonrió incómodamente.
—Siéntate. Por suerte, estoy dispuesto a escucharte, incluso si lleva tiempo.
—Gracias.
Eckart continuó revisando la lista, marcando varios nombres con una pluma de plata. Mientras lo hacía, Kling sacó algo de su bolsillo y lo colocó sobre la mesa.
—Su Majestad —dijo Kling, tocando el objeto con su dedo medio, marcado por el callo de sostener la pluma durante años—. ¿Me guarda resentimiento, Su Majestad?
Eckart detuvo la pluma por un momento antes de moverla rápidamente hacia abajo.
—¿Quieres que responda negativamente? —contestó con frialdad, lo que provocó una sonrisa amarga en Kling.
—No. Sé que usted y su difunta madre me guardaban mucho resentimiento.
—¡Duque Kling! —exclamó Eckart, dejando la pluma con fuerza sobre la mesa. Sus ojos, fríos y penetrantes, se clavaron en él—. Será mejor que midas tus palabras —advirtió con un tono inquietante.
Kling observó cómo el emperador ardía de ira, como si le preguntara cómo se atrevía a mencionar a su difunta madre con tanta descaro. Mientras lo hacía, recordó el rostro de alguien que le era más familiar que el propio Eckart: su cabello rubio brillaba como una mezcla de sol y miel, y sus ojos eran azules como el mar en la lejana orilla. Era la imagen de la emperatriz de Aslan, quien sonreía bellamente mientras sostenía a su hijo en brazos.
—¿Reconoce esto? —preguntó Kling, levantándose de su asiento. Abrió una pequeña caja y la colocó con cuidado frente a Eckart.
El emperador la miró fríamente, pero su expresión se tornó tensa y agitada al ver su contenido.
—Duque Kling, ¿por qué trajiste…? —preguntó, frunciendo el ceño.
Dentro de la caja había un pequeño anillo de oro con un zafiro azul hexagonal incrustado en el centro. Eckart lo tomó con cuidado, girándolo ligeramente para leer la inscripción en su interior: el primer y último verso de las sagradas escrituras, que pedían bendiciones divinas.
No puede ser…
—La difunta emperatriz me lo dio —explicó Kling, conteniendo la respiración.
Solo había un tipo de anillo de oro que grababa los versos de las sagradas escrituras: el anillo Kimel, que la novia, el novio y su testigo recibían durante el compromiso. Era el mismo anillo que Eckart, Marianne y la duquesa Lamont habían recibido en la ceremonia de compromiso en Roshan. Una antigua costumbre de Aslan dictaba que la novia reuniera los tres anillos y los usara como su anillo de boda.
El anillo que Kling entregó era el segundo anillo Kimel que la difunta emperatriz Blair había encargado para su vigésimo séptimo cumpleaños. El primero, usado en su ceremonia de boda, se había perdido años atrás. Este segundo anillo lo llevó consigo toda su vida y fue enterrado con ella en el mausoleo imperial, convirtiéndose en un tesoro que solo aparecía en su retrato.
Ahora, ese anillo estaba en manos de Kling, la misma persona que había traicionado a su dueña de la manera más persistente.
—Hace veinte años… Durante la noche antes de que le pidiera voluntariamente al emperador el derecho de gobernar Lennox —comenzó Kling con un largo suspiro.
El 6 de marzo, durante el reinado de Frei VI en el año 572 del calendario imperial, una lluvia primaveral cayó sobre Milán, donde la primavera temprana ya había comenzado. La lluvia, que empezó por la mañana, no cesó hasta bien entrada la noche. Las calles estaban resbaladizas y húmedas, mientras que el aire se sentía pesado. Una fresca humedad flotaba en cada rincón de la capital.
Gracias a esto, las calles de la parte oriental de la ciudad, que normalmente bullían de gente, al igual que el Camino de los Nobles, estaban silenciosas como una tumba. La mansión donde residía el duque Kling, el mejor amigo del emperador en aquel entonces, permanecía en un silencio similar al de un mercado cerrado hace mucho tiempo.
Los días nublados parecían pasar rápidamente. Los sirvientes y criados encargados de las mansiones oficiales terminaron sus labores antes de la cena y regresaron a sus aposentos. Debido a las densas nubes, el lugar, carente de luces artificiales, se sumió en un mundo de oscuridad al caer la noche.
Los caballeros, ocasionalmente, se movían con lámparas de cristal que brillaban como luciérnagas en la penumbra.