Traducido por Herijo
Editado por YukiroSaori
El cielo era negro, y la lluvia primaveral caía como una canción de cuna. El aire sombrío lo envolvía, como si pudiera arrastrarlo en cualquier momento. Sentía el frío del suelo bajo sus rodillas, arrodillado frente a la cama.
Eckart soltó un suspiro profundo y prolongado. Recordó las palabras de su madre, su rostro pálido, susurrándole al oído: No confíes en nadie.
Si lo que decía el duque Kling era cierto, una de las personas a las que su madre le había advertido que “no debía confiar” podría ser ella misma.
—Para ser honesto, no me gustan las excusas…
Eckart consideró todas las posibilidades imaginables: que Kling hubiera obtenido el anillo y fabricado una historia falsa, que se lo hubiera arrancado por la fuerza a Blair, que lo hubiera recibido por alguna razón oculta, que hubiera saqueado el santuario de la familia imperial y confesado bajo engaño, o incluso que el anillo fuera una falsificación.
Cualquiera fuera la verdad, no podía descartar que Kling estuviera mintiéndole.
—Pero reconozco que es una excusa bastante buena.
Tras sopesar cada opción, llegó a la conclusión de que lo más probable era que Kling dijera la verdad.
—Entonces, según tu lógica, rechazaste las ofertas del emperador para ocupar cargos importantes con el fin de mantener tu promesa con Blair, ¿verdad?
—Así es.
—Aunque esto no era conocido públicamente, entiendo que la emperatriz Blair te escribió varias veces pidiendo ayuda.
—He guardado todas las cartas enviadas por la emperatriz. Solo yo sé dónde están, pero incluso si alguien las descubre, no podrá adivinar su contenido.
—Dijiste que sus cartas no contenían nada más que peticiones de ayuda, ¿correcto?
Kling asintió.
—La emperatriz deseaba que el día en que me buscó quedara borrado del calendario. Pero consideré que ignorar sus deseos era la decisión más prudente.
Fue gracias a la neutralidad absoluta del duque Kling que este pudo mantener su reputación en los círculos sociales. Lo único que ansiaba era el Castillo de Lennox, y nunca intervino en política desde que heredó el título de señor de Lennox tras la muerte del gran duque Bertrand.
Incluso después de que Kling regresara a Milán bajo el escrutinio público, por el escándalo del compromiso de su hija con Eckart, muchos seguían convencidos de su neutralidad.
Ahora, Eckart empezaba a confiar cada vez más en Kling, habiendo evaluado todas las posibilidades.
Según sus deducciones, Kling debía de haberse alejado de la capital intencionadamente para cumplir su promesa. Esa parecía ser la única forma de disipar la desconfianza de sus rivales. No habría tenido motivos para desobedecer a la emperatriz en vida, ya fuera por su frágil conciencia o por su sed de poder.
—¿Rechazaste mi oferta por la misma razón? Acabas de decirme que, cuando yo ascendiera al trono de manera segura, no tendrías que honrar tu promesa, ¿verdad?
—Así es.
—Pero mi ceremonia de coronación tuvo lugar hace cuatro años, y ahora entro al quinto año de mi reinado. Como asististe a mi investidura con tu hija aquella vez, tu débil excusa de “ignorarlo por vivir en un lugar remoto” resulta inadmisible. ¿Acaso te atreves a no reconocerme como emperador de Aslan?
Eckart volvió ligeramente la espalda. Clavaba en Kling una mirada cortante; sus ojos azules burlones prometían aniquilar cualquier atisbo de irreverencia.
—No, nunca me permitiría dudar de su legitimidad. ¿Quién mejor que usted para portar la Corona de los Nueve Dioses? Lo que quiero decir es…
Kling meneó la cabeza con desesperación. Su eterna media sonrisa se desvaneció, sustituida por un gesto agónico. Tragó saliva antes de balbucear:
—Fue porque fui cobarde. —Finalmente, bajó la cabeza con debilidad— Fue porque tenía miedo.
Si en ese momento fuera un confesor frente al dios principal de Aslan, Arius, Eckart sería el juez de sus crímenes. Kling abrió la boca de nuevo, como si estuviera presionado por una fuerza poderosa.
—Mientras me alejaba de la capital con el pretexto de cumplir mi promesa con la difunta emperatriz, descubrí que las fuerzas anti emperador se habían vuelto demasiado poderosas. Aunque lo esperaba en cierta medida, mi corazón se sintió pesado cuando me di cuenta de que tendría que enfrentarlas.
—¿Tienes miedo de luchar contra ellas?
—No. Ahora que lo pienso, he llevado una vida recluida hasta ahora, pero siempre pensé que en algún momento me sumergiría en el campo de batalla creado por el poder.
El duque Kling rió con amargura. Aunque desconfiaba de la lucha por el poder desde los días del difunto emperador, la gente en los círculos sociales creía que se había recluido en Lennox por intereses políticos. Lo que poseía era demasiado valioso como para llevar una vida aislada, indiferente a su atención.
—Lo que temía no era la lucha política en sí, ni la victoria o la derrota. Lo que temía era el proceso.
El proceso…
Eckart podía adivinar lo que diría a continuación tan pronto como mencionó esa palabra. Él mismo había perdido demasiado en ese juego.
—El duque Hubble y la señora Chester son bastardos crueles. Conocen el valor del poder y no dudan en usar cualquier medio para alcanzarlo. ¿Crees que les importa la moralidad o las vidas que sacrifican en su lucha política?
Las manos de Kling temblaban, sus nudillos blancos por la fuerza con que las apretaba. Cuando habló, su voz era un rugido contenido:
—Si me hubiera unido a ellos por mi promesa con la difunta emperatriz, o si hubiera mostrado inclinación hacia algún bando, sin duda habrían amenazado a Marie. Ella es mi única debilidad… y lo saben.
Eckart no podía negarlo. Él mismo había llegado a la misma conclusión, por eso había llevado a Marie a la capital cuando osó hacer un trato con él. La había convertido en su rehén precisamente para arrancar a Kling de su retiro en el castillo de Lennox.
—Intenté ganar tiempo —confesó Kling, la voz quebrada—. Hasta encontrar la manera de protegerla…
Eckart ahora estaba casi seguro de que podía confiar en Kling.
Las excusas de Kling hasta ahora eran bastante humillantes, pero al mismo tiempo desesperadas y confiables, porque Eckart sabía mejor que nadie que Kling haría cualquier cosa por su hija.
Mientras tanto, el duque Kling apenas lograba recuperar el aliento cuando dijo:
—Dices que quieres ganarte mi confianza, ¿verdad? —Se arrodilló con lentitud, añadiendo—: Te ofreceré todo con gusto. No codiciaré nada: ni riqueza, ni honor, ni nada más. Si quieres algo de mí, te lo daré.
Sus ojos tranquilos bajo el cabello castaño oscuro, aparentemente heredados por su hija Marianne, estaban fijos en él. Su voz y mirada de juramento eran honestas y sencillas.
Eckart vio reflejado en aquella actitud sincera al rostro de su hija, quien debía parecerse a él más que nadie en el mundo. Recordó sus palabras del pasado.
En aquel entonces, ella hizo una promesa como esa, apoyando su cabello en su hombro.
—Así que… Por favor, mantenga a mi hija alejada de esta lucha política.
Kling se inclinó profundamente, suplicando con sinceridad.
Eckart apretó el puño con una expresión casual. La afilada gema azul atormentaba su mente como una espina en la palma de su mano.
—Duque Kling, ¿sabes lo egoísta que es tu petición?
—Lo sé. Soy un hombre astuto y desvergonzado, así que incluso si me culpa por buscar mis propios beneficios, no podré negarlo.
—Creo que es muy contradictorio que digas eso cuando conoces muy bien mi punto de vista.
—Pero me necesitará más a partir de ahora. Solo si continúo a su lado con el mero pretexto de mantener mi buena conciencia, podrá luchar contra ellos.
Kling levantó la cabeza de nuevo y miró a Eckart. Sus ojos tranquilos ahora temblaban violentamente como un volcán en erupción.
Las únicas dos personas que conocían a ciencia cierta lo oculto tras la destrucción de Lennox eran Eckart y Kling, desde que la emperatriz Blair muriera. En el presente contexto, los intentos de Eckart por monopolizar la información amenazando a Kling constituían una estrategia peligrosa.
Eckart no podía permitirse convertirlo en su enemigo. Kling sabía demasiado. Solo quedaban dos opciones: tenerlo como aliado para su beneficio, o eliminarlo para sepultar sus secretos para siempre.
El problema radicaba en que ese hombre era el padre de Marianne. Asesinarlo o volverse contra él equivaldría a traicionarla. ¿Acaso ella, que había aceptado el trato garantizando la seguridad de ambos, seguiría cooperando si él ponía en riesgo a su padre?