Traducido por Rencov
Editado por Herijo
—Si ibas a desvanecerte al primer golpe, ¿qué demonios te impulsó a lanzarte? —espetó Shael con frialdad, irradiando un aura que me recordaba a su yo del pasado. Aquella actitud previa a mis reproches, cuando la llamé perra.
Ella aguardaba mi respuesta.
—De haber tenido tiempo para desenvainar la espada, no me habría desmayado —respondí.
—¿Ah, sí? —replicó con un tono que denotaba incredulidad ante mi justificación.
Y, sin embargo, era cierto: corría por mis venas la sangre del afamado linaje de espadachines de la familia Baslett. Con la espada en mano, habría evitado esa situación. Aunque conocía los rudimentos de la magia, nunca fue mi fuerte.
Shael sostenía la mirada, afilada como una daga.
—¿De verdad te preocupa mi estado? —pregunté.
—No —negó de inmediato, tajante.
Ante el incómodo silencio, recorrí la estancia con la mirada. Era una amplia sala de hospital. Sobre la mesa junto al ventanal había medicinas de sabor amargo y brebajes indescifrables.
Shael, notando mi atención, esbozó una sonrisa burlona.
—El médico insistió en que te lo tomes todo —dijo, señalando el montón de frascos y líquidos extraños.
¡La cantidad era inconcebible! Después de todo, mi herida era solo una laceración en el abdomen, no una enfermedad crónica. Ni siquiera era tan profunda como para requerir todo ese arsenal farmacéutico, aunque la magia curativa conllevase sus riesgos.
Mi repulsión debió ser evidente, porque Shael —en su papel de villana implacable— depositó los fármacos y brebajes junto a mi cama con suma delicadeza.
—Tómatelo todo.
La cantidad desmesurada de fármacos era increíble: más de veinte píldoras, superando incluso las que ella misma obligó a ingerir al señor de la torre de magos. ¡Y eso que no se comparaba! También había extractos herbales concentrados de varias clases.
—Al señor de la torre de magos le diste veinte píldoras. ¿Por qué a mí me das una cantidad incontable? —cuestioné.
Shael asintió, rasgó los envoltorios y comenzó a colocar las pastillas en mi mano. No, más bien a amontonarlas.
—¿Hasta cuándo vas a seguir? —protesté.
Sin inmutarse, continuó hasta formar un montículo considerable. Mis manos temblaban bajo el peso de tantas sustancias químicas.
—Moriré por sobredosis.
—La gente no se muere tan fácilmente —replicó, imperturbable.
Resignado, me llevé las píldoras a la boca. Por suerte, ninguna tenía efectos secundarios por sobredosis. Aun así, con lo meticulosa que era la villana, desecharlas era impensable.
¿Realmente le importo?
Ese pensamiento se desvaneció en cuanto crujieron las pastillas entre mis dientes. Shael ni siquiera me ofreció agua, solo la sensación arenosa de las pastillas deshaciéndose en mi lengua. La miré con resentimiento, la boca llena de amargor. Ella, lejos de inmutarse, sonrió ante mi disgusto.
Tragué con esfuerzo, pero el mal sabor persistía.
—Agua. Por favor, un poco de agua para quitarme este sabor a medicina.
—No hay agua —dijo Shael. —Solo esto.
Y me tendió uno de los brebajes de color sospechoso. ¿Así se trata a un enfermo? Pensé, pero me callé.
Masticar esa montaña de píldoras había sido más terrible de lo que imaginaba. El sabor áspero se pegaba al paladar, exigiendo algo líquido que lo aliviara. Hasta la magia de agua era inútil: el agua creada con maná no habría servido para nada, solo una ilusión de alivio, un suspiro vacío en la garganta.
No había otra opción. Bebí el brebaje que me ofreció. Error. El concentrado era una infusión amarga, ¡diseñada para corroer el alma! ¡Hasta en esto se notaba la maldad de Shael!
—Lo amargo es bueno para la salud, ¿no? —comentó, disfrutando de mi mueca de asco.
¿Así trataba a quien la había salvado? ¡Era el colmo de la ingratitud! Decidí tramar mi venganza.
—¡Este jugo tiene un dulzor inesperado! —exclamé, fingiendo una sonrisa.
Shael frunció el ceño, escéptica.
—¿De verdad?
—¿Hay más? —insistí, arrebatándole otro frasco y bebiéndolo a grandes tragos. —¡Está casi melosa!
Era la trampa perfecta: Shael, golosa como era, no pudo resistirse. Sus dedos rozaron el brebaje que quedaba junto a la cama. “Ingenua villana”, pensé. Disimuladamente, se lo llevó a los labios… y bebió.
—¡Puaj!
Su cara se contrajo en una mueca horrible. La justicia poética, servida en tragos amargos. La villana sucumbiendo a la amargura.
—Qué asco… ¿Qué clase de maldad haces delante de un enfermo? —le reproché.
Ella se quedó callada, sin poder responder, solo emitiendo un gemido ahogado.
Pasaron unos minutos y la retorcida mujer recuperó la compostura. Ya no me miraba con odio, sino que parecía estar pensando en nuevas formas de molestarme. De repente, ordenó que trajeran comida. ¡Un festín que llenaba la mesa!
Para mí, solo colocó platos insípidos y saludables: verduras al vapor, sopa sin sal, pan sin levadura. Mientras que para ella dispuso manjares exquisitos: carnes con especias, frutas confitadas, vinos añejos.
—¿Y esto? —pregunté.
—Comida sana. Dicen que es lo mejor para recuperarse —respondió, llevándose a la boca un trozo de pastel de miel con evidente placer.
Contraataqué:
—Te preocupas demasiado por mi salud, ¿es tu manera de demostrarme tu amor?
Shael se atragantó con la comida y me lanzó una mirada furiosa. Pero entonces… se echó a reír. Una risa maliciosa. Y con un gesto solemne, colocó una porción de su banquete en mi plato.
La desconfianza me invadió. Algo tramaba esa perversa, algo oculto tras esa falsa generosidad.
♦♦♦
Cuando Eran recibió el hechizo en su lugar, Shael no daba crédito a sus ojos. ¿Por qué demonios se había interpuesto? No había rastro de magia en él cuando lo golpeó.
Siempre había sido así…
Recordó cuando se cortó con los pedazos de una taza rota y el peligro de envenenamiento en el banquete… Eran siempre la protegía.
Por eso, ahora, furiosa por la mezcla de sentimientos que él le provocaba, llenó su habitación de hospital con medicinas horribles. Le haré tragarse cada píldora. Que el amargor le queme el alma.
Y lo consiguió: Eran masticó montones de pastillas. Aunque ella también terminó bebiendo el jugo amargo, víctima de su propia trampa.
Su siguiente estrategia fue la comida: un festín para ella, comida insípida para él, con la excusa de “cuidar su salud”. Pero Eran, mirándola con sorna, soltó:
—Te preocupas demasiado por mi salud, ¿es tu forma de demostrarme tu amor?
Shael se atragantó. Tosió. Lo miró con furia. Siempre igual. Nunca lograba alterarlo.
Entonces recordó la única vez que él sí perdió la compostura. Cuando ella, bajo los efectos de la píldora de las mentiras, confesó sus sentimientos. ¿Y si lo intento de nuevo?, pensó.
Decidida, colocó un delicioso plato frente a Eran.
—¿Qué significa esto? —preguntó él, desconfiado.
Así. Ahora era el momento.
Inspirada, recordó sus palabras en el salón de banquetes: “Ese hombre es mío”.
Con voz dulcemente amenazante, declaró:
—Aunque tengas un carácter terrible, cuido bien de lo que es mío. —Sonaba como si Eran fuera de su propiedad. Una afirmación que escandalizaría a cualquiera.
En ese preciso instante, el duque Jespen entró en la habitación.