Traducido por Lugiia
Editado por Freyna
—Por favor, discúlpeme —dijo Marin, tomando la taza vacía de Violette.
—Estaba delicioso. Gracias —dijo Violette.
Marin se fue a limpiar. Aunque todos los días traía lo mismo, Violette siempre le decía que estaba delicioso. Pero hoy, su expresión era más brillante de lo normal. En lugar de su habitual tono cansado, parecía casi… animada.
En los últimos siete años, Marin no había visto nada parecido. Violette siempre estaba tensa, a la defensiva, estirada como una goma elástica empujada hasta su límite. Cuando el padre de Violette convirtió a su amante en su esposa legal, Marin pensó que la goma se rompería por fin, que liberaría toda su rabia.
Pero últimamente, la expresión de Violette parecía más suave.
Solo eso era motivo de celebración. La querida maestra de Marin luchaba por cuidarse a sí misma, y sus emociones se desbordaban cuando finalmente no podía reprimirlas más. A Marin siempre le preocupaba que el dolor de Violette se tragara por completo cualquier alegría o placer en su vida. Si tan solo su maestra pudiera experimentar un momento de tranquilidad.
—Haré que preparen los platillos favoritos de la señorita Violette para el desayuno de mañana —murmuró Marin para sí misma.
Ella tenía que ser un poco disimulada. Violette odiaba crear trabajo extra para el personal, así que Marin hacía pequeñas cosas a sus espaldas, proporcionando sutilmente golosinas extra o haciendo pequeños ajustes en su menú para que fuera más de su agrado. Los cambios siempre eran pequeños y discretos, para que no pareciera que se había hecho un gran esfuerzo. Esperaba que estas cosas pasaran totalmente desapercibidas para el resto de la casa.
Oh, pero tendré que vigilar a la señorita Maryjun.
Maryjun había notado que las comidas de Violette eran diferentes casi de inmediato. Estaba impresionada con el poder de observación de la chica, pero eso la convertía en una molestia. Si Maryjun quería algo, el idiota de su padre sacrificaría a Violette sin pensarlo para conseguirlo. Maryjun ni siquiera se daría cuenta de que tenía la culpa, ya que Violette se vería obligada a seguirle la corriente con una sonrisa.
Esa chica era como una princesa inocente, pura y hermosa y digna de ser protegida, pero para Marin solo era una espina en el costado de Violette. Observó cómo Maryjun y sus padres intentaban crear una familia feliz idealizada sacada de un libro ilustrado, dejando a Violette fuera de su círculo.
Son tan… irritantes.
Marin se dio cuenta de que estaba rechinando los dientes con tanta fuerza que le dolía la mandíbula. Pensar en lo enfadada que estaba solo la llevaría a hacerse daño, y entonces la bondadosa Violette se preocuparía. Se obligó a respirar hondo y a aflojar la mandíbula. Al exhalar, liberó la tensión de sus hombros. Con la mente más despejada, miró su desorden de emociones y comenzó a ordenarlas.
Respeto, fe y lealtad.
Ira, asco y desprecio.
Su amor y devoción por Violette.
Su odio absoluto por la familia Vahan.
En el pasado, cuando era más honesta con lo que decía, deseaba que desaparecieran. Solía creer ingenuamente que el dolor y la ruina les harían reflexionar sobre la forma en que trataban a Violette. Pero hoy en día, sabía que era inútil maldecirlos. No podía esperar nada de ellos.
Por ahora, su empleador era Auld, el jefe de la familia, pero Violette era su única y verdadera maestra. Ella soportaría cualquier humillación por Violette. Preferiría morderse la lengua y morir antes que servir a cualquier otro.
Desde aquel día, hace siete años, dedicó su corazón a Violette.
♦ ♦ ♦
Marin se quedó huérfana cuando cumplió cuatro años. Ese fue el día en que sus padres la abandonaron en una iglesia, como si su partida fuera un regalo de cumpleaños. Esperó allí desde el amanecer hasta el atardecer, pero cuando nadie vino a buscarla, se sintió más resignada que sorprendida.
Comprendió que sus padres no la querían.
Era por sus ojos. Aquellos ojos rojos, del color de la sangre fresca, no eran raros, se veían de vez en cuando en la ciudad. El problema era que ninguno de sus padres los tenía. Ninguno de sus parientes tampoco. El lado de su padre estaba lleno de gente de ojos verdes, y el de su madre, de azules. No había forma de mezclarlos y obtener el rojo. Cuando su padre se preguntó cómo pudo ocurrir, su madre tuvo una explicación sencilla:
—Ella no es tuya.
Su madre tuvo una aventura y fue bendecida, o cargada, con Marin. ¿Con quién? ¿Quién era su verdadero padre? Incluso ahora, no lo sabía, pero también había dejado de importarle años atrás. Dudaba que un hombre que había tenido una aventura con una mujer casada fuera una buena persona.
Cuando su padre se enteró de la verdad, tomó una decisión.
—Tu hija es mi hija —dijo. Después de todo, la quería y pensó que perderla le dolería más que su traición. El padre de Marin la perdonó y trataron de hacer que funcionara, pero él no estaba preparado para ser padre.
Por mucho que amara a su mujer, criar a una hija, especialmente a una ajena a él, era algo muy complicado. Perdonar a su mujer era más difícil de lo que pensaba, y amar a la hija, un recuerdo constante de su traición, era aún más difícil. Después de cuatro años, ambos llegaron a su límite. No soportaban seguir mirándola.
Las monjas la compadecían. Al principio, intentaron decirle que seguramente alguien vendría a buscarla pronto. Más tarde, intentaron decir que debía haber una buena razón para no poder cuidarla, pero ella sabía la verdad. Sabía que nunca la habían querido y que nunca iban a volver.
Las monjas creían en Dios, en un amor del que no se podía dudar. Sus sonrisas eran amables y cálidas, y cortaban a Marin como cuchillos. Intentaron hacerle sentir una falsa esperanza.
Dejó esa iglesia asfixiante cuando tenía doce años.
Estaba agradecida con las monjas por haberla criado, pero no eran su familia, sino más bien conocidos lejanos a los que mantenía a una distancia prudencial. No obstante, cuando se fue, tuvo muchos problemas. Era huérfana, sin educación ni amigos. Dormía a la intemperie y pasaba hambre. Cuando rara vez encontraba trabajo, este era explotador y no le pagaban casi nada.
Cuando comparó su dura vida con la bondadosa pero asfixiante que había dejado atrás, decidió que apenas prefería vivir en la calle. Y un año después de dejar la iglesia, poco después de su decimotercer cumpleaños, encontró un punto de inflexión.
Ese día, la vida de Marin cambió para siempre.