Princesa Bibliófila – Volumen 5 – Arco 1- Capítulo 2: El enfrentamiento del Príncipe

Traducido por Ichigo

Editado por Sakuya


El suave beso de la nieve en mis mejillas me hizo dudar. Me encontraba en un rincón de un jardín cercano a la parte más interior del palacio. Polvo blanco cubría el suelo, cubriendo en silencio las huellas que había dejado tras de mí.

Era temprano, faltaba una hora para el amanecer.

Siempre asocié la nieve con vientos aullantes y cosas por el estilo, así que la forma en que me salpicaba ahora, sin hacer el menor ruido, fue una sorpresa, que aproveché con la cabeza despejada. Sintiéndome de nuevo como un niño, caminé en círculos por la nieve, tratando de entrar en calor. La zona estaba iluminada de forma escasa y, cuando miré hacia atrás, me sorprendió ver la caótica huella de mis pies en la nieve. Parecía como si hubiera estado entrenando en lugar de deambular de manera inocente.

Mi aliento salió en bocanadas de aire blanco que se fundieron con velocidad en la oscuridad. Las huellas que había dejado atrás eran una visualización de lo que estaba por venir. Comprobé mi equilibrio y repetí el proceso una y otra vez. El peso de una espada pendía de manera pesada en mi mano.

Cuando sentí su presencia, levanté la vista. No era la primera vez que nos enfrentábamos así. Nos habíamos enfrentado numerosas veces cuando éramos niños. Él era tres años mayor, pero aunque yo era el príncipe de Sauslind, nuestras habilidades y estatus encajaban a la perfección el uno con el otro. En mi interior, admiraba su estilo de lucha por ser instintivo, o quizás intuitivo, podría decirse. Se daba cuenta de las fintas y las tácticas. Su olfato era como el de un animal, lo que le permitía descubrir la verdadera naturaleza de una persona. Su corazón era tan puro y honesto.

Se hizo el silencio entre nosotros.

¿Qué expresión estaba poniendo ahora? ¿Era la misma que él tenía en la cara? ¿O tenía yo el porte apropiado y grave que debe tener un príncipe en esta situación?

Ambos exhalamos en silencio el aire fresco de la mañana. No me molesté en contar cuántas respiraciones necesité hasta que por fin conseguí hablar. Las palabras salieron como si estuvieran decididas desde hacía tiempo, como si mi condición de príncipe las dictara.

—Tú eres quien infectó a mi padre.

Solo había un número limitado de personas que podían acercarse al rey, y todas ellas pasaban con cuidado por un tamiz antes de poder acercarse. El jardín interior, al que solo la familia real y unos pocos elegidos podían entrar, se llenó de tensión. El aire de la madrugada parecía helarse. Desenvainó su espada, como si hubiera estado esperando este momento.

♦ ♦ ♦

Los acontecimientos que condujeron a nuestro enfrentamiento comenzaron en principio en la reunión con los otros altos funcionarios. A pesar de la acalorada discusión de los nobles, mi madre tuvo en cuenta los efectos que tendría su liderazgo y me pasó por el momento el papel a mí, el Príncipe Christopher.

Al sentarme en la silla del soberano, sentí su peso. Tras exhalar un suspiro tranquilo, observé los rostros de los presentes. Mi madre ya había abandonado la sala, y tras ella, la rama principal de la facción real -la facción del duque Odín- se quedó apretando los dientes con frustración. Si Su Majestad hubiera conservado el derecho a dirigir, habría dado más peso a sus palabras. Ya sabía que yo no tenía intención de complacer a su casa. Que yo asumiera el liderazgo era un hecho desagradable en lo que a ellos concernía.

Ahora que la cuestión de quién los dirigía estaba resuelta, reanudaron sus mismas quejas mezquinas.

—Qué irresponsables.

La facción a favor de la guerra no estaría satisfecha no importaba lo que decidiera la reina. Eran ellos los que habían sugerido que Su Majestad podía ser responsable de que el rey cayera enfermo, pero cuando ella de verdad reconoció sus sospechas y renunció con elegancia, decidieron culparla por pasar su responsabilidad a otra persona. Aunque en el interior les envidiaba por su sencillez, mis pensamientos estaban en otra parte.

—Primero —dije, calmando el ambiente nervioso que dominaba la sala. Incluso los partidarios de la guerra se prepararon para esperar las primeras palabras de su príncipe heredero—. Nuestra principal prioridad debe ser encontrar una contramedida para la Pesadilla de Ceniza.

—¡Qué tontería tan ridícula!

Como era de esperar, uno de los miembros de la facción pro-guerra protestó de inmediato. Esta era una gran oportunidad para tomar represalias contra nuestro viejo enemigo, Maldura. Si mostrábamos la fuerza y el poder de nuestro ejército, podríamos disuadir a los países vecinos de intentar atacarnos en el futuro.

Un pensamiento peligroso cruzó por un momento mi mente. En lugar de castigarlos por su descortesía hacia la corona, podría enviarlos al frente de la batalla que con tanta desesperación desean.

Suspiré para mis adentros y deseché la idea.

—Sí, parece que piensan que esta es una oportunidad perfecta para poner a Maldura en su sitio. Me gustaría que recordaran que la Pesadilla de Ceniza no se limitó a devastar Sauslind en el pasado; arrasó todo el continente. Nos estás pidiendo que vayamos a la guerra con una nación plagada de plagas que ha venido en busca de nuestra ayuda. Por no mencionar que hace poco les proporcionamos ayuda cuando se produjo una gran ola de frío. Entiendo que tenemos una historia complicada entre nosotros, pero ¿cómo crees que interpretarán nuestros países vecinos nuestras acciones?

Los que confiaban en la fuerza militar ni siquiera se molestaban en pensar en el futuro. Digamos que abrumamos Maldura con nuestros ejércitos, mostrando nuestro poder a las demás naciones. ¿Qué impacto tendría eso en el resto del continente? Sí, las cosas se calmarían por un tiempo. Se darían cuenta de que desafiarnos era imprudente y mantendrían la guardia con nosotros. Si Sauslind quería ser una potencia militar, tal vez fuera una opción. Pero ¿de verdad era lo mejor para el pueblo y la nación?

Otros países habían hecho lo mismo en el pasado. Dieron prioridad a sus propios intereses y expandieron con velocidad su ejército. ¿Adónde les había llevado eso? La respuesta era bastante clara. No hacía falta mirar más allá de la historia del imperio caído o incluso la del propio Sauslind para ver adónde nos llevaría eso.

—¡Sin embargo!

La facción a favor de la guerra no se dejó amilanar por mi refutación, permaneciendo tan segura de sí misma como siempre.

—¿De verdad pretenden preocuparnos por las opiniones de nuestros vecinos y dejar pasar una oportunidad tan rara?

El hombre que hablaba en nombre de su grupo insistía en que la guerra debía tener prioridad sobre el trato con la Pesadilla de Ceniza. Intentó disimular su desprecio, pero fue ineficaz. En voz baja, pero audible, murmuró:

—Pero, ¿qué puedo esperar de un príncipe tan remilgado?

—Je.

Mis labios esbozaron una sonrisa felina. Por lo visto, era demasiado ignorante para darse cuenta de que esos rumores maliciosos siempre volvían a la persona que los protagonizaba.

Ahora, ¿cómo voy a destriparte?

Eché un vistazo a los destacados nobles reunidos. A mi lado estaba la persona encargada de mantener el orden en la reunión: el primer ministro de Sauslind. Era más bien de perfil bajo y llevaba una mueca permanente, como si luchara contra un dolor de estómago. Su deber era considerar con calma las opiniones de la facción real y de la facción a favor de la guerra, manteniendo una posición de neutralidad.

Esto formaba parte de la ley de Sauslind decidida hace mucho tiempo, durante la era del Rey Héroe. Se suponía que el primer ministro debía trabajar al lado del rey, desempeñando un papel fundamental en la política, y nadie cercano en relación a la familia real podía ser seleccionado para el puesto. Se trataba de mantener el equilibrio. En la historia, el monopolio de los puestos de poder por parte de la familia real había provocado conflictos internos, y esto se pretendía evitar.

El hermano mayor de Elianna, Alfred, había sido un contendiente más fuerte para suceder en el cargo, pero debido a nuestro compromiso, ni él ni su padre reunían ya los requisitos. Los dos también asistían a esta reunión, con las mismas expresiones ilegibles de siempre. Dado que mi prometida pertenecía a la Casa Bernstein, era natural que formaran parte de la facción real y me apoyaran como príncipe, ¿verdad?

Por desgracia, no era así. Desde que ocuparon importantes cargos en el gobierno hace cuatro años, habían permanecido como fieles miembros de la facción neutral. No solo no se unieron a la facción real, sino que ni una sola vez mostraron en público su apoyo hacia mí. Aunque, siendo sincero, la mejor ayuda que podían prestar era guardar silencio en este momento.

Tamborileé varias veces con los dedos sobre la rodilla antes de soltar por fin:

—Guerra, guerra, guerra. Es de lo único que hablan.

Por mucho que intenté reprimir mi ira, sentí un escalofrío en la mirada mientras los miraba con atención.

—Pero ahora, nuestro país no está en condiciones de entrar en batalla.

—¡¿Qué?! —se burlaron.

—No digas semejantes disparates. Sauslind ha tenido cosechas abundantes desde el año antepasado, y nuestras reservas están a rebosar. Hay más que suficiente para alimentar y equipar a nuestros soldados.

—Bien dicho —añadió otro con una risa burlona—. Está claro que nuestro príncipe es demasiado inexperto para comprender nuestras circunstancias.

—Tal vez sea demasiado pronto para que se siente en la silla del rey.

En respuesta, la facción real estalló.

—¡Eso es una blasfemia!

Son todos imposibles, pensé, tratando de reprimir la irritación que me bullía en la boca del estómago. El tiempo apremiaba. La Pesadilla Cenicienta estaba minando despacio la fuerza vital de todos los afectados, incluido mi padre.

Suspiré, conteniendo mi impaciencia. Mis palabras salieron tranquilas y serenas.

—Este invierno —empecé, con la voz baja y retumbante mientras observaba la habitación en silencio—. Sauslind ha visto mucha nieve.

Hubo intervalos notables de tiempo despejado hasta el Banquete de la Nochebuena, al menos durante el día. Las nevadas nocturnas, sin embargo, empezaban poco a poco a tener efecto. Los señores regionales estaban ocupados intentando adaptarse. Nos habían enviado misivas indicando que sería difícil enviar a sus hombres en las circunstancias actuales. Sauslind estaba atascado por lo imprevisible: las intensas nevadas y el brote de peste. En cuanto a la mano de obra que sería necesaria para una guerra…

—Tal y cómo está ahora Sauslind, no podemos permitirnos enviar soldados al combate. Los señores regionales están muy ocupados tratando de gobernar sus propios territorios. En cuanto a las reservas que mencionaste, se están utilizando para aliviar la tensión que esto está teniendo en la gente. Ahora que también ha estallado la Pesadilla de Ceniza, estamos en estado de emergencia. Nuestra primera prioridad debería ser encontrar una forma de contrarrestar la enfermedad.

Miré a mi alrededor, esperando a ver si alguien protestaba.

La facción a favor de la guerra retrocedió, su ímpetu se debilitó. Si no había soldados, no había guerra. La nevada, superior a la media, estaba afectando a todo Sauslind. Aunque nuestros territorios quisieran enviar tropas, primero tenían que ocuparse de sus propios asuntos. El clima adverso también retrasaría la entrega de suministros, por lo que estaban rebuscando en sus reservas para alimentar a la gente. No tenían soldados extra para enviarnos. Teniendo en cuenta cómo la Pesadilla de Ceniza podría extenderse en sus zonas en las próximas semanas y meses, había una posibilidad real de que no pudieran suministrarnos ninguna de sus reservas. Si eso ocurría, la guerra quedaría aún más descartada.

Una voz amarga protestó:

—Sí, pero ¿significa eso que pretendes abandonar el Dominio de Edea entonces?

Levanté la ceja.

Al mismo tiempo, uno de los miembros de la facción real intentó intervenir, pero un fuerte estruendo resonó por toda la sala. En medio de los militares estaba el silencioso general Eisenach. Tenía el puño cerrado sobre la mesa, más para silenciarlos que para intimidarlos. La mayoría lo conocía como un hombre jovial y desenfadado, pero incluso él estaba perdiendo los estribos ante esta disputa constante.

—¿Podríamos avanzar y discutir de una vez qué acciones vamos a emprender? —ladró el general—. Por muy líder temporal que sea, el príncipe sigue siendo un miembro de la familia real y sus críticas van demasiado lejos. Muchos de ustedes parecen más obsesionados con oponerse a él porque sí, en lugar de conceder algunos de sus puntos.

Por fin, los partidarios de la guerra parecieron reflexionar y se callaron.

El Primer Ministro se aclaró la garganta, poniendo orden en la sala. Él sería quien tomaría la decisión final sobre mi propuesta, así que era hora de pasar a los detalles concretos sobre lo que debíamos hacer.

En primer lugar, hablé del tratamiento que había ideado el Laboratorio de Farmacia, que aún no se había probado clínicamente. Necesitábamos obtener información sobre su progreso lo antes posible, confirmar con cuántos infectados nos enfrentábamos dentro y fuera de la capital, y establecer instalaciones de tratamiento. También necesitábamos difundir información sobre la enfermedad, para que la confusión y los rumores no indujeran a la gente a esconderse o perjudicar a los infectados.

Al final, el primer ministro añadió:

—Hasta que la situación esté controlada, mantendremos a la delegación de Maldura bajo nuestra custodia. Espero que pueda entender mi razonamiento, Alteza. ¿Son aceptables estos términos?

Suspiré. Aquí es donde iba a tener que transigir. La Pesadilla de ceniza se estaba extendiendo por Maldura, y la visita de su delegación coincidía con la enfermedad del rey. Eran hechos ineludibles. Si esta información se hacía pública, podría poner a la delegación en peligro. Tal vez fuera más seguro para ellos estar encerrados en las profundidades del palacio, donde las manos de la gente común no pudieran alcanzarlos. Además, hasta que los militares no dieran marcha atrás, nuestras fronteras seguirían en punto muerto. Nuestro único punto en común en este momento, era acordar no lanzar una guerra total.

Acepté las condiciones del primer ministro. Mientras continuaban las conversaciones, miré alrededor de la sala y recordé lo angustiada que había estado Eli a finales del año pasado. Mencionó no tener la confianza para gobernar el palacio interior como mi madre, pero para mi amargo disgusto, podía empatizar demasiado bien.

Aunque podía tratar con la facción real y la facción pro-guerra de forma individual, seguían mirándome por encima del hombro. Me resultaba imposible influir en ellos cuando se agrupaban así. Me preguntaba cuánto tiempo y experiencia necesitaría para dominar la sala como mi padre. Ahora mismo, estaba inconsciente, con su vida en juego. La duda brotó en mi corazón como una mala hierba. Intenté cortarla de raíz centrando toda mi atención en los problemas del país.

♦ ♦ ♦

Me ocupé tanto de los asuntos domésticos y de hacer arreglos que varios días pasaron en un abrir y cerrar de ojos.

El número de casos de Pesadilla de Ceniza aumentaba de a poco. Recibíamos informes de personas infectadas no solo en la capital, sino también en las regiones vecinas. Entre los ciudadanos, las voces de duda y ansiedad no hacían más que crecer.

Tenía que ocuparme de muchos asuntos. Era como una montaña de papeleo que nunca disminuía por mucho que trabajara. Ahora mismo, sin embargo, había un asunto más urgente que los problemas de la capital.

Alguien cercano a mí estaba filtrando información, y también era responsable de infectar a mi padre.

El caballero imperial pelirrojo, Glen Eisenach, es tres años mayor que yo y somos amigos desde la infancia. Su expresión, cálida y acogedora, no aparecía por ninguna parte. La única vez que su actitud había cambiado tanto, era cuando alguien atentaba contra mi vida.

Su rostro y sus movimientos estaban tensos cuando se apartó, permitiéndome encarar a la persona que tenía detrás, a la que acababa de acusar de haber infectado a mi padre.

—Chris…

El culpable exhaló una bocanada de aire blanco y sus ojos se desorbitaron por la sorpresa. Sabía lo que estaba pasando; solo le había llamado a él y había bloqueado la zona para que nadie pudiera interrumpir.

Envuelto en ropas negras de caballero, Ian Brennan casi desenvainó en la oscuridad. Incluso su cabello bañado por el sol estaba envuelto en sombras. Su expresión amable se había contorsionado de asombro por un momento, pero pronto soltó una risita, intuyendo por el ambiente que ninguna excusa podría librarle de esto.

—¿Cómo lo has sabido?

Era típico de él responder así. Toda la tensión de mi rostro se desvaneció y mi expresión volvió a la normalidad con la facilidad de una simple exhalación.

—Intuición —dije—, eso es todo.

Volvió a reír. Su sonrisa era tan suave como la nieve recién caída.

—Vamos. Sé que no eres de los que llegan a una conclusión así sin llevar a cabo una investigación exhaustiva. Encontraste alguna prueba que me identificaba como culpable, ¿verdad? Tch, soy un tonto. ¿En qué estoy pensando al descubrirme así?

Estaba tan alegre como siempre. Su voz desafiante y despreocupada era la misma ahora que cuando nos conocimos.

—Ah, bueno.

Ian sonrió, a pesar de las circunstancias, sus ojos transmitían que ya había aceptado la situación.

—Chris, eres el príncipe de Sauslind. Lo reconocí desde el primer momento en que te conocí. Eres el verdadero gobernante.

Sacó su espada de la vaina y su afilado filo resaltó en la oscuridad.

Solo los miembros de la guardia del palacio, la guardia imperial o los caballeros del Ala Negra podían llevar armas en palacio.

Respiré hondo. Todas las emociones que había estado reprimiendo amenazaban con aflorar. Una parte de mí se preguntaba si no podríamos revertir todo esto. ¿No había otra manera? Pero este hombre era un criminal serio que había infectado al rey de Sauslind. Ninguna de las excusas de Ian, fueran las que fueran, lo absolverían de ese pecado. La muerte era lo único que le esperaba. Había cometido esta atrocidad sabiendo muy bien cuáles serían las consecuencias. Incluso ahora, no estaba tratando de mentir para escapar o negociar conmigo. Había desenvainado su espada, señal de que aceptaba su culpa.

Mientras las emociones contradictorias seguían arremolinándose en mi interior, vislumbré algo en la tenue luz que nos rodeaba. Cuando Ian sacó la espada, se abrió una pequeña brecha en la manga, dejando al descubierto su piel enrojecida y cubierta de sarpullidos. Ese síntoma no estaba presente cuando llegó a la capital.

Tiene la Pesadilla de Ceniza. Así es como infectó al rey. Desde el momento en que cometió ese grave pecado, estaba preparado para que yo lo juzgara. La forma silenciosa en que me miraba lo transmitía, como si me restregara mis defectos en la cara.

“Eres el príncipe de este país.”

Si lo que quería no era al joven que era cuando me conoció, sino al príncipe heredero de este país, lo único que podía hacer era cumplir esa petición.

La espada de Ian brillaba, reflejando el fuego del brasero cercano.

Glen estaba de pie a poca distancia junto al subcomandante de su escuadrón, Zack. La expresión de ansiedad en el rostro de este último era demasiado evidente, para mi disgusto. En nuestro combate de no hacía mucho, no había sabido leer todos los movimientos de Ian y había perdido. Esta vez era una batalla a muerte. Tal vez era natural que Zack se sintiera incómodo.

A pesar de la situación, la sonrisa nunca abandonó el rostro de Ian. Él ya lo sabía. Mi habilidad con la espada no se debía solo a los ejercicios.

—Chris.

Su voz era la misma ahora que cuando éramos más jóvenes; suave pero firme, con una resolución inquebrantable.

—No es que esté tirando mi vida por la borda o que me haya hartado de vivir. Hay algo en lo que creo con firmeza. Así que no voy a caer sin luchar.

En un instante, se abalanzó sobre mí. Paré el ataque y saltaron chispas al chocar metal contra metal. Ahora que estaba más cerca, volví a mirarle a los ojos y se disiparon mis últimas dudas. Tiré la vaina que sostenía en la mano contraria y desvié su siguiente golpe. Aprovechando el impulso, retrocedí poniendo distancia entre nosotros. Los dos nos movimos al mismo tiempo, cargando el uno contra el otro.

La hoja se clavó en la carne con un eco viscoso, seguido de la breve, pero audible, salpicadura del líquido al golpear la nieve recién caída. Por desgracia, la oscuridad no podía ocultar el penetrante olor de la sangre. El vencedor se decidió por una diferencia muy importante: mientras yo me balanceaba con la intención de matar, Ian dudaba en hacer lo mismo.

Cuando dijo que “no iba a caer sin luchar”, cabía la posibilidad de que quisiera decir que esperaba escapar de esta situación, y planear su siguiente movimiento. Por otra parte, tal vez estaba indicando su desesperación y resignación.

Dejé escapar un suspiro tranquilo y miré hacia atrás, hacia la vida que acababa de quitar. Al acercarme a él, la nieve crujió bajo mis botas. Era como si volviera sobre mis pasos, intentando salir de esta pesadilla en la que me había metido, para escapar del entumecimiento de mis pensamientos. La resistencia que sentí al cortarle aún perduraba en mis manos, y la realidad no era tan amable como para permitirme apartarme de ese hecho.

Me arrodillé junto a mi amigo caído, un charco de carmesí brillante se extendía bajo él. Jadeaba, pero a pesar de que se le escapaba la vida, su mirada seguía siendo tan amable como siempre.

—Ian, ¿quién te ha tendido una trampa?

Su voz salió como el silbido del viento que se cuela por una puerta agrietada. No hubo palabras, solo un estremecimiento mientras hacía acopio de sus últimas fuerzas por última vez. Poco a poco, la luz se desvaneció y su respiración se calmó. El tiempo se congeló en una pausa silenciosa, hasta que sus párpados se cerraron por última vez. Nunca más volvería a ver aquellos ojos amables.

En cuanto volví a ponerme de pie, mis guardaespaldas se deslizaron para cubrir el cuerpo de Ian y llevárselo, borrando cualquier rastro que pudiera haber quedado. Cuando amaneció y la luz se asomó por el horizonte, el lugar donde había caído Ian quedó despojado, como si nunca hubiera habido nada ahí.

Me quedé ahí, en el gélido aire de la mañana, sintiendo que alguien se acercaba por detrás.

—Toma —dijo Glen con voz ligera mientras me tendía la vaina—. Si sigues ahí de pie, aturdido, con la espada desenvainada, la gente va a empezar a hacer preguntas. Date prisa y úsala.

Me quedé mirando la vaina, vacío de toda emoción.

Así es. La tiré durante la batalla.

Sin previo aviso, la vaina salió disparada por el aire hacia mi cara. Ni siquiera pensé en esquivarla. Más tarde, me preguntaría qué demonios me pasaba.

Se oyó un eco sordo mientras una luces estallaban detrás de mis ojos. Presa del pánico, Glen dijo:

—¡Lo siento! Estaba seguro de que ibas a esquivarlo. Es que… parecía mi única oportunidad de… No, eso no está bien. Lo siento, en serio. En serio, lo digo en serio.

Me llevé una mano en la frente y sentí un dolor agudo. Mis labios se crisparon, formando una sonrisa maníaca.

Tienes agallas para atacarme así. Recuerdo algo que Eli me comentó sobre un libro que leyó. Algo sobre cómo a los hombres que vivían en palacios extranjeros -eunucos, creo que los llamaba- se les extirpaba cierta parte inferior antes de que sirvieran a la familia real. Tal vez debería hacer lo mismo contigo.

—¡Chris! Mi disculpa es sincera, lo juro. ¡Lo siento! Así que, por favor, deja de mirarme así. Me estás poniendo la piel de gallina.

Suspiré molesto ante sus frenéticas súplicas y le arrebaté la vaina. Mientras volvía a deslizar la espada en su interior, eché un breve vistazo a mi propio reflejo y esquivé por los pelos una mano que venía hacia mi cabeza.

—¿Qué intentas hacer? —espeté.

La mano de Glen se congeló en el aire. Lo más probable era que pretendiera darme una palmadita en la cabeza.

—Oh, nada.

Tenía la misma expresión alegre de siempre.

—Solo pensé que, ya que eres más joven que yo, podría soportar mimarte de vez en cuando.

Arrugué la nariz en señal de disgusto, con el labio superior despegado hacia atrás.

—¿Qué pasó con tu reputación de príncipe guapo?

Glen esbozó una media sonrisa.

Siguió mi mirada cuando volví los ojos hacia el sol de última hora de la mañana. Aproveché la oportunidad para deslizarme detrás de él, como escondiéndome a su sombra. Por un momento se quedó inmóvil, pero me di la vuelta y apoyé la espalda en la suya. Un suspiro profundo y gutural salió de mis labios.

Había emitido mi juicio basándome en hechos irrefutables y en los resultados de nuestra investigación. Estábamos en un punto muerto con Maldura. La inquietud se extendía por todo Sauslind a medida que crecía el número de infectados. Para empeorar las cosas, el rey está enfermo e inconsciente. No podíamos dejar escapar que un hombre de los Caballeros del Ala Negra, liderados por el héroe de guerra del país, era un traidor. Por lo tanto, decidí resolverlo por mí mismo. Tal vez si hubiera abordado el asunto de forma pública, podría haber descubierto a la persona que movía los hilos detrás de todo esto, pero no me atrevía a hacerlo.

No tenía ni idea de si la decisión que había tomado era la correcta. Las dudas me asaltaban una y otra vez. Pero fuera cual fuera la respuesta, mi decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

Antes de que pudiera pronunciar el nombre de Glen, él soltó:

—Chris, te juro que nunca te traicionaré.

Su voz era alta y firme con determinación, como si estuviera haciendo la declaración al sol.

—Incluso si llega el día en que tenga que volver mi espada contra mi familia, juro que nunca, nunca la volveré contra ti.

Había fuerza y calidez en su espalda mientras me apoyaba. No era la suave amabilidad que había recibido de Ian, pero era lo único que me quedaba ahora.

Tras un breve silencio, por fin dije:

—Glen…

Su espalda se crispó, mostrando que estaba escuchando.

—Me estás dando náuseas.

—¡¿Qué?!

Me reí entre dientes y metí la espalda en la vaina. Aún me quedaba mucho por hacer. Le pasé la espada a Glen y, con renovada determinación, emprendí el camino de vuelta hacia el palacio.

—¡Su Alteza!

Zack se había marchado un poco antes para ayudar a deshacerse del cuerpo de Ian, pero ahora regresó con otro soldado a cuestas. Este último llevaba una insignia que indicaba que era un mensajero urgente.

En ese momento se me erizaron todos los pelos del cuerpo. Se me hundió el estómago, como si presagiara lo peor.

El mensajero se arrodilló y me hizo un resumen de la correspondencia que llevaba consigo. Era una misiva de emergencia de Alexei Strasser, de la región de Ralshen.

—El general Theoden Bakula, de los Caballeros del Ala Negra, ha sido asesinado por un asaltante desconocido —comenzó.

Detrás de mí, Glen temblaba de miedo. Su reacción me inquietó aún más, pero la conmoción no se detuvo ahí.

El mensajero tragó saliva con fuerza, como si estuviera tragando plomo, antes de continuar:

—Su prometida… Lady Elianna Bernstein está…

Desaparecida.

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