Princesa Bibliófila – Volumen 5 – Arco 1 – Capítulo 4: La prueba de la princesa

Traducido por Ichigo

Editado por Sakuya


—En otras palabras…

La voz del hombre se entrecortó mientras levantaba su copa de vino con una mano, con un brillo burlón en los ojos.

Hersche era una pequeña ciudad minera cuyo centro estaba atravesado por una carretera, lo que la convertía en un centro neurálgico para los viajeros. Aunque las risas retumbaban en una de sus posadas, este lugar estaba a solo medio día de camino del monte Urma, donde se estaban produciendo las revueltas.

La voz del hombre llevaba su habitual tono burlón mientras explicaba.

—Estaba cazando una presa y seguí su rastro hasta aquí. ¿Y qué encuentro? A ti, mi querido ratón de biblioteca. Decidí vigilarte, supuse que algo pasaba.

Su pelo un poco ondulado era del mismo color negro que sus ojos, y había algo salvaje y desenfrenado en su comportamiento.

Su verdadera identidad no era algo que pudiéramos revelar al público. Lo que me hizo preguntarme por qué alguien como él estaba aquí, en Sauslind. A pesar de la explicación del hombre, la persona que estaba a mi lado seguía tensa. Sus ojos, siempre cautelosos, le clavaron una mirada. Los labios del hombre se despegaron en una sonrisa divertida.

—Me estás provocando un escalofrío. Y después de todo lo que hice para sacarlos en su hora de necesidad.

Habló con ligereza mientras su mirada vagaba en busca de apoyo. Se posó en mí, Elianna Bernstein. El azar quiso que tampoco pudiera revelar mi verdadera identidad ni mi sexo.

♦ ♦ ♦

Al bajar del carruaje, una fuerte ráfaga de viento y nieve me obligó a entrecerrar los ojos. Estábamos en un camino de montaña, uno que llevaba a la ciudad al pie del monte Urma. Si la acumulación de nieve a lo largo de los caminos era un indicio, el lugar no era muy transitado. A pesar de ello, había huellas de cascos esparcidas por todas partes y el hedor de la sangre nos rodeaba.

Hace unos instantes, nuestros asaltantes habían acorralado nuestro carruaje y nos habían exigido que saliéramos. Sin otro recurso, me aventuré en la nieve. Lord Alan y Mabel iban delante, impidiendo que el enemigo me viera. Los escoltas armados que nos acompañaban no aparecían por ninguna parte. En su lugar, unos diez hombres a caballo rodeaban nuestro carruaje. Las máscaras de sus rostros impedían identificarlos, pero era obvio a qué habían venido.

—Usted es Elianna Bernstein —dijo un hombre con una mirada tan aguda que me atravesó.

Hacía solo unos minutos que se había enzarzado en una batalla y, al igual que sus compañeros, seguía irradiando sed de sangre. Llevaba una espada en una mano, cubierta de un espeso líquido rojo.

Me puse rígida y apreté ambas manos. Esa sangre pertenecía al abuelo Teddy y a los otros caballeros del Ala Negra que nos habían estado vigilando. Hasta que bajamos del carruaje, el miedo me había invadido, dejándome los pulmones tensos y restringidos. Sin embargo, ahora me invadía una calma inquietante. Puse las manos sobre los hombros de los dos que trataban de protegerme y pasé por delante de ellos, poniéndome cara a cara con el intimidante hombre montado en su caballo.

—Sí, soy Elianna Bernstein, la prometida del príncipe heredero de Sauslind. Sé que están aquí por mí, pero no permitiré que me hagan daño con tanta facilidad. Di ahora qué espera ganar tu amo matándome.

—Hah.

Sus labios se torcieron bajo la máscara mientras se le escapaba una risa burlona.

—Oh, ¿no vas a llorar y suplicar por tu vida? ¿Vas a dar órdenes en su lugar? Valiente. Pero no esperaba menos de la próxima princesa heredera del país.

El hombre se burló de mí, su animosidad no disminuía.

—Pero no debes entender la situación en la que te encuentras. No eres más que una noble ignorante y protegida. Si vas a morir de todos modos, no te servirá de nada saber la verdad.

El hombre blandió su espada en el aire vacío en un intento de intimidarnos. El brillo de sus ojos me hizo tragar saliva. El aire que nos rodeaba se tiñó de blanco al inhalar y exhalar de los caballos.

Lord Alan y Mabel corrieron hacia mí, intentando interceptar a nuestro atacante. Pero antes de que pudieran, espoleó a su caballo y levantó su arma, con la intención de cortarme sin piedad.

Una espada corta salió zumbando de la nada, atravesando el brazo del hombre. Dejé escapar un suspiro tembloroso y, en el mismo instante, Mabel ahogó un grito. Nuestros asaltantes giraron la cabeza confundidos. Más cuchillas atravesaron el aire, centelleando cuando la luz las captó. No pude darme el lujo de ver si daban en el blanco, porque alguien me agarró de repente.

—¡Señora!

—Jean —jadeé.

—¡Date prisa, mientras tengamos una oportunidad!

Al parecer, en la confusión, había soltado a los caballos de nuestro carruaje. Pero mientras nos dirigíamos hacia ellos, uno de nuestros atacantes escapó de la lluvia de dagas para bloquearnos el paso.

La atmósfera que rodeaba a Jean cambió al instante cuando una espada se acercó corriendo hacia nosotros. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo, pero antes de que pudiera hacer nada, un caballo pasó corriendo por delante de nosotros. El jinete abatió a nuestro enemigo.

Otra ráfaga de nieve me azotó en la cara, pero pude ver a nuestro salvador. Su pelo era negro como la medianoche, su cuerpo ligero y ágil. Sus ojos albergaban un brillo feroz, pero no nos observaba de manera tan burlona como cuando nos conocimos; no se permitía el lujo de ser condescendiente con nosotros cuando estaba demasiado ocupado mirándonos mal.

—¡Ven, princesa bibliófila!

Se inclinó y me rodeó con un brazo levantándome.

—¡Lady Elianna! —gritó Mabel.

Jean y Lord Alan gritaron tras nosotros, pero no estaban menos sorprendidos que nuestros asaltantes por este suceso.

—¡Tras ellos!

La lluvia de puñales había terminado. Nuestros enemigos, que solo habían sufrido pequeños rasguños, volvieron a dirigir su sed de sangre hacía nosotros. Miré por encima del hombro de mi salvador. Alguien que supuse que era nuestro aliado se enfrentaba solo a nuestros atacantes. Lord Alan consiguió enganchar un caballo que había perdido a su jinete y se subió a la silla antes de subir también a Mabel. Jean también se las arregló para encontrar una montura y se puso a la retaguardia. Detrás de ellos había tres sombras enzarzadas en una batalla con nuestros perseguidores.

—Esos son… —murmuré.

—Te morderás la lengua. Mantén la boca cerrada.

Esa frase le hizo sonar más como un secuestrador que como mi salvador.

Su cuerpo se envolvió alrededor del mío, bloqueando la ventisca que nos rodeaba. Le miré a los ojos oscuros. Había algo extraño y misterioso en él.

Sus labios se curvaron en una sonrisa burlona.

—Si te asesinan unos vándalos sanguinarios, mi país asumirá la culpa. Eso desencadenaría una guerra total. Me gustaría evitar eso, princesa bibliófila.

Era el príncipe de Maldura, Irvin Orlanza.

Tomamos caminos remotos y estrechos mientras serpenteábamos por las montañas, intentando despistar a cualquier perseguidor. Aunque los minutos se convirtieron en horas, no nos detuvimos. No hasta que yo, como novata, estuve segura de que habían perdido nuestro rastro. El sol ya se había escondido en el horizonte y el frío de la noche empezaba a envolvernos.

Éramos seis repartidos en cuatro caballos. El príncipe Irvin y yo íbamos en cabeza, vigilando el camino. Lord Alan cabalgaba a nuestro lado, ayudando de vez en cuando en la navegación. Mabel se sentó detrás de él, su preocupación por mí era inquebrantable. Nos pisaba los talones el sirviente del príncipe Irvin, que estaba decidido a proteger la espalda de su señor. Jean actuaba como nuestra retaguardia.

Todos estábamos nerviosos, ansiosos por poner distancia entre nosotros y nuestros perseguidores. Nadie hablaba más que unas pocas palabras mientras avanzábamos por el desierto. Justo cuando la aprehensión, el cansancio y el aire frío de la noche empezaban a hacer mella en nosotros, el príncipe Irvin nos guió hasta una pequeña aldea. Los habitantes desconfiaban de nosotros, pero tras negociar con ellos, el príncipe Irvin consiguió una habitación para Mabel y para mí. Los chicos pasaron la noche en un granero.

No tuve tiempo de hacer preguntas al príncipe Irvin y, además, ni siquiera tenía fuerzas para hablar. Me hundí en la cama junto a Mabel, pesada por el cansancio, y caí dormida con profundidad.

A la mañana siguiente, Mabel se despertó mucho antes que yo e improvisó algo de ropa para ayudarme a disfrazarme. Por alguna razón, me estaba vistiendo como un asistente masculino en prácticas. Me trenzó el cabello y me lo recogió con cuidado en la parte superior de la cabeza, envolviéndolo con un paño. El estilo se parecía a algo que había leído en libros extranjeros, pero el concepto no era del todo extraño, ya que la región era fría y la gente solía cubrirse la cabeza aquí. Aunque su propósito principal era servir de disfraz, agradecí el calor que me proporcionaba.

Una vez terminado, Mabel me explicó con brevedad que debía ocultar mi identidad, ya que me tenían en el punto de mira. El general Bakula también lo había mencionado, pero alguien estaba filtrando mi información. Mientras el culpable siguiera en libertad, tendríamos que mantener esta frase, sobre todo porque seguíamos en territorio inseguro.

No podía negarme cuando eran ellos los que me protegían y cuidaban. Así  que asentí. Mabel seguiría vistiéndose de mujer y yo interpretaría el papel de él, su aprendiz masculino. Parte de la razón por la que no se disfrazaba era porque su figura femenina era más llamativa que la mía.

También es probable que se esté preparando para el peor de los casos, con la intención de ocupar mi lugar si nuestros perseguidores nos alcanzan. Apreté los puños.

Para cuando el sol de finales de invierno empezó a ascender, ya estábamos de vuelta en la carretera. Hoy también viajaba con el príncipe Irvin.

Mientras la nieve crujía bajo las patas de nuestro caballo, lo miré por encima del hombro.

—Um…

Ya era hora de empezar a hacer mis preguntas. El príncipe Irvin estaba arrancando bocados de un trozo de pan duro. A pesar de lo seco que estaba, no le costó tragar antes de hablar.

—No es momento de preocuparse por lo maleducado que es comer a caballo. Solo acéptalo. Considéralo una oportunidad para experimentar algo nuevo.

—De acuerdo….

Mientras miraba entre el trozo de pan y el duro bloque de queso que me tendía, recordé que no había comido desde el desayuno del día anterior. Tomé pequeños bocados mientras mi cuerpo se mecía de un lado a otro encima del caballo, una experiencia que sin duda nunca había tenido antes.

Lord Alan cabalgaba a nuestro lado, Mabel sentada detrás de él una vez más. Me miró y me dijo:

—Lady Elianna, me temo que solo tenemos agua para beber, pero ¿le apetece un poco?

Quise rechazarla con cortesía, pero estaba demasiado ocupada luchando por tragar el pan seco.

El tono del príncipe Irvin era ligero cuando contestó:

—Despertarás sospechas si le hablas con tanta educación, y será mejor que no uses su verdadero nombre cuando estemos en la ciudad.

Mabel lo miró con los labios fruncidos. Lord Alan ya le había explicado la verdadera identidad del príncipe Irvin y que no era un enemigo (al menos por el momento). Solo sospechó más cuando supo que era un príncipe de Maldura.

Cuando decidimos quién cabalgaría con quién, Mabel había protestado, alegando que yo debería cabalgar junto a mi criado o lord Alan. Jean, y el criado del príncipe no estaban de acuerdo, insistiendo en que sería más fácil protegernos a los dos si íbamos juntos. Tenían razón; sería un escándalo internacional si nos ocurriera algo a cualquiera de los dos. Sobre todo porque el príncipe Irvin era un príncipe de Maldura y ya estábamos en una situación políticamente precaria en Sauslisd.

Hablando de eso…

Empecé a engullir trozos de pan, tratando de apurar el desayuno para poder llegar por fin a la pregunta que había estado deseando hacer. Mabel bromeó:

—Tengo toda la intención de ser cuidadosa con los demás, pero agradezco la aportación de nuestro “guardaespaldas extranjero a sueldo”.

Puso especial énfasis en las últimas palabras, burlándose del disfraz del príncipe Irvin. A pesar de que no pude ver su reacción, ya que estaba sentado justo detrás de mí, pude percibir su diversión.

Antes de que los dos pudieran seguir discutiendo, se oyó una voz.

—Basta de discusiones. Les agradecería que se acabaran la comida rápido. En cuanto entremos en la autopista, aceleraremos.

Rei, el criado del príncipe Irvin, también llevaba el pelo envuelto en tela y escondido. Su forma de hablar era firme e inflexible, como si no fuera a perdonar un retraso en nuestro horario.

Al igual que el príncipe Irvin, Rei tenía poco más de veinte años. Para ser hombre, tenía unos rasgos hermosos y una figura esbelta, pero el espantoso número de pecas esparcidas por su rostro arruinaba su aspecto, por lo demás cautivador. Incluso los aldeanos que nos habían prestado su habitación se compadecieron tanto de Rei que se desviaron de su camino para sugerirnos un tónico local.

Rei parecía de verdad culpable tras el intercambio, y murmuró para sí:

—Nunca imaginé que alguien se tomaría tan en serio mi disfraz.

Lord Alan soltó una risita, devolviendo mi atención a la conversación en curso.

—Supongo que incluso en Maldura hay gente como Alex.

Otra voz sonó desde atrás, cargada de tristeza.

—Es la primera vez que sirvo a la señorita que tengo que comer algo tan aburrido e insípido. La última vez que comí así fue para limpiar mi estómago después de comer ese brebaje que hicieron la señorita y su hermano mayor.

Cuando el cielo empezó a oscurecerse tras un largo día de viaje, llegamos por fin a nuestro destino original, una pequeña ciudad central cerca del monte Urma llamada Hersche. Quería darme prisa y detener las revueltas ahí lo antes posible para poder redirigir nuestros esfuerzos a cuidar de los infectados. Al mismo tiempo, me preguntaba qué habría sido del abuelo Teddy, de los Caballeros del Ala Negra y de los demás que habíamos dejado atrás en el segundo carruaje. Había tantas cosas que pesaban en mi mente. Sin embargo, por el momento, lo único que podía hacer era ocultar mi verdadera identidad.

Para empeorar las cosas, no tenía ni medicinas ni provisiones, y no había médicos conocedores de enfermedades a mi lado. Había un límite a lo que podíamos hacer aunque consiguiéramos llegar hasta donde se estaban produciendo las revueltas. Aunque estaba protegida y desconocía el mundo, no era tan ingenua como para creer que mi título de prometida del príncipe bastaría para llevar alivio al pueblo.

Cuando la Pesadilla de Ceniza se extendió antes, trajo consigo una abundancia de desinformación que aún permanecía muy arraigada. Era peor cuando se unía a los prejuicios infundados de la gente. Si eso no estaba ya muy claro para mí, pronto lo estaría.

Cuando llegamos a la posada, sentí alivio. Al menos teníamos un techo sobre nuestras cabezas. La habitación principal era cálida, acompañada por el tentador aroma de la comida fresca. El interior era un poco estrecho, pero las habitaciones estaban bien cuidadas y las camas limpias. También resultaba reconfortante ver lo normal que era la vida de los residentes y comerciantes del lugar, a pesar de lo sombrío y angustioso que era el mundo exterior.

Agotados por el viaje del día, nos lavamos las manos y nos reunimos para cenar. Fue entonces cuando empezaron los problemas.

Un par de comerciantes de artesanía se preocupaban por su hijo de siete u ocho años, cuya tos alarmó a los demás clientes de la posada.

—Eh —susurró alguien—. ¿Seguro que ese niño no tiene la Pesadilla de Ceniza?

El ambiente de la sala cambió con brusquedad. Los rostros de la gente se tiñeron de miedo y aprensión al distanciarse del niño. Subyacía un fuerte deseo de autoconservación, que a menudo animaba a la gente a alejarse o incluso a considerar la posibilidad de eliminar la fuente de peligro, en este caso, el infectado.

Me adelanté para intervenir antes de que las cosas se pusieran violentas.

—Por favor, esperen un momento.

Me apresuré a acercarme a la pareja y me arrodillé junto al niño que tosía, inspeccionándolo. Pedí agua hervida a una persona que supuse que trabajaba en la posada y me volví hacia la madre. Antes de que pudiera preguntar cuándo aparecieron los primeros síntomas de tos, el niño empezó a vomitar.

Gritos apagados y jadeos sonaron por toda la habitación.

Se decía que los fluidos corporales de una persona infectada eran la manifestación física de la enfermedad. Ya había oído hablar de eso antes y, en cierto modo, no estaban del todo equivocados.

—No pasa nada —le dije mientras tomaba al niño en brazos y le acariciaba la espalda mientras seguía resollando.

Incluso sus propios padres se habían apartado por instinto cuando oyeron a alguien mencionar las palabras “Pesadilla de Ceniza”. Sus expresiones eran una mezcla de aprensión, culpa y amor. Querían consolar a su hijo, pero tenían miedo.

Reconocí esas emociones y asentí con la cabeza, manteniendo la voz tranquila y baja mientras repetía:

—No pasa nada.

Cuando el niño terminó de vomitar, me llevé la mano a la frente para comprobar si tenía fiebre y me volví hacia los otros clientes.

—Creo que es un simple resfriado, pero tenemos que limpiar la zona ya que han vomitado. Por favor, tráiganme alcohol, rápido. Creo que esta región tiene algún licor destilado bastante fuerte que hará el trabajo. También deberíamos poner en cuarentena la posada para que la gente no pueda entrar ni salir durante todo el día, y hervir toda el agua que podamos.

—¡¿Para todo un día?!

—¿Toda el agua que podamos? Estamos en invierno. ¡Nuestros recursos son un poco limitados aquí!

Mientras los sonidos de protesta estallaban a mi alrededor, mantuve la compostura.

—Desinfectar una zona con alcohol es algo que los médicos suelen hacer también. Si somos diligentes y cuidadosos, la enfermedad no se propagará. Además, no hay garantía de que este niño tenga la Pesadilla de ceniza. Si no puede preparar suficiente agua para hervir, al menos debería tomar baños de vapor, ¿no? Ralshen los ha adoptado de Norn, creo. Eso debería ser fácil de preparar ya que tienes muchas minas en esta zona de la que sacar piedras de calor. Si no tienes provisiones para hervir una docena de ollas de agua, podemos usar el baño turco para hacer circular vapor por el edificio.

Me devanaba los sesos buscando los mejores pasos a seguir dadas nuestras circunstancias y transmitiendo esas instrucciones a todos uno por uno.

—La peste es como el resfriado normal en el sentido de que se prospera en invierno, cuando el aire es seco. Se sabe que retrocede y se debilita durante el verano porque la enfermedad es débil al calor y la humedad. Las investigaciones así lo han demostrado. Muchos de ustedes suelen darse baños de vapor cuando empiezan a tener síntomas parecidos a los del resfriado, ¿verdad?

El niño en mis brazos estaba desplomado y agitado, como si cada respiración fuera más dolorosa que la anterior. No se me escapaba la urgencia de su estado, pero tenía que mantener la mesura de mis palabras para no estropear las primeras medidas cruciales para garantizar que no se produjera ningún contagio.

Uno de los clientes preguntó:

—¿Es usted médico o algo así?

Su tono era, como se podía esperar, escéptico; yo iba vestida como un simple muchacho, un auxiliar en prácticas.

—No, pero…

—¡Echenlos!

Me interrumpió el grito estrangulado de alguien.

Me sobresalté por la sorpresa, y un coro de asentimiento sonó cuando otros se unieron, dirigiendo su hostilidad hacia el niño y hacia mí.

—¡Sí, echenlos a todos!

La pareja tragó saliva, aferrándose el uno al otro. Incluso el niño en mis brazos empezó a sollozar. Lo apreté contra mí, con la mirada fija en los que nos abucheaban. Lo que vi no fue ira ni odio, sino un terror muy arraigado.

—¿Les parece bien aunque eso signifique que todos puedan estar infectados? —pregunté. Mi voz seguía siendo ahogada por sus gritos, pero al menos uno de ellos me oyó y palideció. Fruncí los labios. Solo nos condenaban por miedo.

Hace dieciséis años, cuando estalló la Pesadilla de Ceniza, el gobierno recomendó a posadas y restaurantes que instalarán lavabos en la entrada de sus establecimientos. Creían que si la gente se lavaba las manos y se enjugaba la boca, podrían evitar la propagación de la enfermedad. Los restaurantes de clase alta, las posadas e incluso las fincas de los nobles de la capital y las regiones circundantes estaban equipados con ellos. Sin embargo, había comprobado por mí misma durante este viaje que no podía decirse lo mismo de los lugares donde el tráfico humano era más intenso; los negocios que bordeaban las autopistas no sólo no tenían lavabos en las entradas, sino que a menudo ni siquiera comprendían su necesidad.

—La Pesadilla de ceniza se propaga de una persona a otra, pero la principal fuente de transmisión es oral, según los investigadores. Algunos de ustedes ya han terminado de comer, ¿no? Entonces es igual de probable que se hayan contagiado.

Aunque me sentía culpable por sembrar el miedo sin pruebas, mantuve el tono de voz y continué:

—Se contagia igual que cualquier resfriado. Si tomamos las medidas adecuadas ahora, podemos disminuir mucho las posibilidades de que se propague. No soy médico, pero he aprendido mucho sobre la Pesadilla de Ceniza. Por favor, escúchenme y tome medidas preventivas.

Se oyeron murmullos mientras se miraban entre ellos.

Mabel se deslizó entre la multitud con Jean pisándole los talones. Por orden de Mabel, esta última llevaba un cubo de agua hervida y varios trapos.

—Quítense del medio —ladró, más autoritaria de lo que la había oído nunca. En cuanto se abrió paso entre los espectadores, se apresuró a acercarse a mí y se puso manos a la obra.

Lord Alan no tardó en unirse a nosotros, llevando consigo algo de licor. Un hombre, que solo podía suponer que era el posadero, le seguía de cerca, agotado y consternado.

—¡Ah, un momento, ese es mi mejor brebaje!

—No se preocupe, mi buen hombre, me aseguraré de trabajarlo más tarde.

Lord Alan vertió una copiosa cantidad de alcohol en un trapo limpio, provocando que el posadero palideciera y se agarrara el pecho.

Aunque me sentía culpable por haber exigido tanto, aún quedaba mucho por hacer.

—Posadero —le dije—, nos habló de sus baños de vapor cuando llegamos. Haz que lleven ahí algunas piedras de calor y crea todo el vapor que puedas para fumigar la posada.

—P-Pero la tarifa del baño de vapor…

Mabel volvió su mirada aguda e implacable hacia él.

—¿Qué es más importante para ti, tu vida o tu dinero?

—Siendo sincero, creo que ambas son bastante importantes —intervino de manera jovial lord Alan, sonriendo al niño que tenía en brazos mientras hacían gárgaras y se limpiaban la boca—.. Debes estar asustado. Siento que tengas que pasar por esto. Aquí todo el mundo tiene miedo de que se extienda la enfermedad.

Su tono era cálido y tranquilizador.

Mabel, mientras tanto, dirigió su gélida mirada a los clientes que estaban de pie mirándonos.

—Posadero, teniendo en cuenta la posibilidad de que la enfermedad se propague aquí dentro, tal vez sería mejor que echaras a los huéspedes que están de pie sin hacer nada.

Varios hombres dieron un respingo en cuanto oyeron esto y se revolvieron.

—Lo siento, viejo, pero es una emergencia —dijeron mientras se apresuraban hacia el baño de vapor.

—¿No podemos hacer circular un poco de aire por aquí? —me preguntó uno de ellos antes de que se fueran.

—Por desgracia, no. Eso no servirá de nada —dije negando con la cabeza. Agradecí que, al menos por el momento, hubieran decidido confiar en mí.

Por si de verdad se trataba de la Pesadilla de Ceniza, le pedí al posadero que llamara a un médico de verdad, pero negó con la cabeza.

—Aquí no tenemos médicos. Todos se dirigieron al monte Urma para ayudar con el brote ahí.

Dejó salir un suspiro.

—¿Qué está haciendo el señor de la región para ayudar en estos momentos?

Había un deje de resignación en su voz. Era un claro recordatorio que el gobierno de Sauslind era parte responsable del sufrimiento de la gente de aquí y, por extensión, eso significaba que yo también lo era.

Sin médicos ni herboristas en la zona, sospeché que sería difícil encontrar lo que buscaba, pero como este pueblo estaba cerca de las minas, decidí arriesgarme y preguntar.

—¿Alguien aquí tiene Hierba de Kenneth?

—¿Hierba de Kenneth?

Se hizo eco la gente, desconcertada por mi pregunta. La pareja de mercaderes que había detrás de mí parecía igual de perpleja cuando Mabel se acercó y entregó al niño a la madre después de haberlo aseado a conciencia.

Como sospechaba, la información sobre la hierba no ha llegado a la gente de aquí.

Inquieta, me mordí el labio y busqué en mi memoria otras hierbas que pudieran ser eficaces en la prevención o el tratamiento.

—Espera —dijo una voz.

Casi no la oí entre el clamor de la gente que se movía por el ajetreado vestíbulo. Pero cuando seguí el sonido, divisé a un niño de pelo castaño al borde de la multitud.

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