Prometida peligrosa – Capítulo 91

Traducido por Herijo

Editado por YukiroSaori


Entre aquellos que no estuvieron directamente involucrados en este incidente, ella fue la primera en expresar su desagrado ante la amenaza que pesaba sobre los descendientes de la familia Frey. Christopher esbozó una sonrisa amarga, como si comprendiera los sentimientos de su hermana.

—Permíteme evaluar por separado los méritos y los fallos del equipo de investigación —dijo Eckart—. No es que dude de tu lealtad, sino que debo prepararme para cualquier eventualidad. Espero que no te lo tomes a mal.

—De ningún modo, Su Majestad. Solo hice la solicitud para aligerar su carga, así que estoy satisfecho siempre que la investigación progrese, sin importar el método empleado.

—Aprecio sinceramente tu lealtad —respondió Eckart.

Finalmente, Eckart desvió su atención hacia el duque que se encontraba al fondo.

—¡Kloud!

—Sí, Su Majestad —contestó Kloud de inmediato al captar la señal del emperador.

—¿Informaste sobre el cronograma del compromiso?

—Sí, lo transmití brevemente.

—Ah, ya veo —murmuró Eckart para sí mismo, y luego hizo un gesto a Curtis. Este, erguido como una estatua detrás del sofá, le entregó cortésmente el vaso que reposaba sobre la mesa.

Eckart, saciando un poco su sed, volvió a hablar.

—Como ya te ha comunicado el mensajero, mañana celebraré la ceremonia de compromiso. Dada mi situación, asegúrate de que sea lo más breve posible. Puedes coordinarla junto a los sacerdotes…

Había algunos entre ellos que hacían expresión de desacuerdo, pero nadie lo expresó.

—Pasado mañana por la mañana me dirigiré a la capital. Si hay algún cambio en mi agenda, te lo notificaré de inmediato.

Eckart le devolvió el vaso de agua a Curtis.

Marianne lo miró atentamente. Sus ojos, su aliento, las yemas de sus dedos y su frente se reflejaban en sus ojos esmeralda.

—Eso es todo. Excepto el cardenal, todos regresen y descansen —dijo Eckart, dando la última orden del día.

Observando la situación en silencio, parada en un rincón, Helena arrastró su bata blanca y se dirigió hacia él. Los demás abandonaron la habitación uno tras otro con un breve saludo.

Marianne fue la última en quedarse en la habitación, pero finalmente se marchó. Miró hacia atrás antes de cruzar el umbral, pero sus ojos azules ya estaban fijos en Helena.

Mientras cerraban la puerta ella tiró del dobladillo rojo con un largo suspiro.

♦ ♦ ♦

Por la tarde, todo el mundo estaba muy ocupado en el templo. Los miembros del séquito del Gran Duque entraban y salían constantemente de los dormitorios de cada piso del anexo, desempacando sus cosas, y los cocineros estaban ocupados preparando comida para sus invitados. En el patio delantero y en los establos, los sirvientes también estaban ocupados clasificando los suministros del carro y reuniendo comida para los caballos.

—Señorita, ¿qué está mirando? —le preguntó Cordelli a Marianne mientras abría una sombrilla después de revisar el equipaje.

—¿Qué? De repente, el templo parece estar vibrante —respondió Marianne sutilmente, volviéndose hacia ella.

Apartó la mirada de la ventana más interior del tercer piso del anexo, donde la cortina estaba abierta hasta la mitad.

—El sol de la tarde es más fuerte a esta hora, así que venga por aquí. Debe tener especial cuidado con el calor, porque mañana se compromete.

—Gracias.

Marianne descansaba bajo la sombra más profunda de la sombrilla que Cordelli abrió para ella, que estaba de pie bajo el alto álamo. Cuando el sol que le daba en el rostro desapareció, Marianne sintió un poco de frío.

Lejos del extraño vigor del templo, contemplaba la pintoresca vista que tenía ante ella.

Tras abandonar la habitación del emperador, el grupo se dispersó hacia sus propias habitaciones. El gran duque Christopher desapareció con la duquesa Lamont y la marquesa Chester regresó a su habitación con las doncellas.

Ella y Cordelli ayudaron a Beatrice a trasladarse al dormitorio del segundo piso. Marianne tomó una taza de té que Beatrice le sirvió con gratitud y conversó con ella durante un minuto antes de regresar a su habitación. Después de peinarse con esmero, Marianne salió al jardín del patio delantero.

Le tomó alrededor de una hora y media hacer todo esto.

Marianne parecía haber vuelto completamente a su vida normal, pero en realidad solo prestaba atención a una cosa.

Supongo que el cardenal cuidó del emperador cuando se quedó atrás, pero aún me preocupa su estado. Escondió sus heridas a propósito cuando podían atraparlo en cualquier momento, y creo que estaba sudando. No podía ver con claridad a lo lejos. Y le pidió a Curtis que le trajera un vaso de agua porque no podía sostenerlo. Obviamente, estaba trabajando demasiado…

Marianne se mordió el labio inconscientemente. Tal como solía hacer cuando agonizaba, se enrolló el cabello con sus finos dedos y luego lo soltó de nuevo.

—Bueno, señorita…

Fue en ese momento cuando escuchó una voz familiar.

Marianne miró hacia atrás. Un hombre que parecía un sirviente estaba de pie, incómodo, fuera de la sombra del árbol.

Era el cochero Barton, quien conducía su carruaje.

—¿Barton?

—Sí, sí, Barton. Es un honor para mí que reconozca a este humilde hombre.

—Eres demasiado modesto. ¿Cómo podría olvidarlo? De todos modos, estamos en deuda el uno con el otro.

—No, no, señora. El emperador me castigará si lo oye —agregó Barton, agitando las manos y sonrojándose. Ella se rió entre dientes como si le gustara su reacción inocente.

—Está bien. De todos modos, él no está aquí. ¿Qué asunto te trajo aquí?

—Bueno, la razón por la que vine a verle es… —comenzó Barton.

Rebuscó en su bolsillo y extrajo una pequeña y rudimentaria botella de cristal.

—Creo que debería mostrarle esto…

—Dame eso. Primero debo verificar si es peligroso —intervino Cordelli, arrebatando el frasco de las manos de Barton, con una mirada cargada de desconfianza.

Barton sacudió la cabeza con rapidez y se explicó.

—No intento hacerle daño a la señorita Marianne. No lo pruebes. Solo míralo…

—¡Qué demonios! Eso te hace aún más sospechoso. Señora, no sabe lo que hay dentro, así que lo mejor será llamar a un caballero o a un sacerdote. ¡Señorita!

Marianne tomó el frasco y lo abrió antes de que Cordelli pudiera concluir su advertencia. Con la espalda apoyada contra Cordelli, quien intentó detenerla, Marianne vertió el contenido en su palma.

De la botella salió algo diminuto y blanco.

Marianne observó su mano, acercando la nariz para olerlo. La fragancia era suave y tenue, reminiscentes de hierbas frescas. Con la punta de su dedo, rompió el coágulo blanco en pequeños trozos. Lo que había en su mano se asemejaba a flores primaverales desvanecidas.

—Señora, por favor, devuélvamelo. Déjeme ir a consultarlo. ¡Vamos! —intentó Cordelli, tratando de evitar que continuara tocando la sustancia, pero le resultaba difícil sujetar sus muñecas, ya que Marianne había abierto la sombrilla para mantenerla a distancia.

Mientras las dos mujeres forcejeaban, el inocente Barton, inquieto, golpeaba nerviosamente el suelo con los pies.

Marianne, de repente, escupió al suelo tras tocar la sustancia con la punta de la lengua.

—¡Oh Dios mío, señora! —exclamó Cordelli, alarmada, mientras cubría a Marianne con la sombrilla. Esta miró a su alrededor, visiblemente avergonzada. Sin embargo, a Marianne no le importó y se volvió hacia Barton.

Sus ojos verdes brillaban de emoción e intelecto.

—Barton, ¿de dónde sacaste esto?

—Antes de venir al templo esta mañana, limpié el equipaje en la residencia y lo encontré en los comederos de los caballos del establo.

—¿Comederos para caballos? —repitió Marianne.

—Sí. Lo encontré en algunos comederos, pero en otros no… —prosiguió Barton, mirando a su alrededor una vez más y bajando la voz.

—Creo que son restos de flores.

—¿Lo crees?

—Hace más de treinta años que crío y monto caballos. Mis superiores me advirtieron repetidamente sobre este tipo de flor, así que decidí probarla por curiosidad y, de hecho, la cultivé más tarde. Estoy completamente seguro de ello.

Al oír sus palabras tranquilizadoras, Marianne también bajó la voz y dijo:

—Barton.

—Sí.

—No se lo cuentes a nadie. Si alguien pregunta por qué te reuniste y hablaste conmigo, simplemente dile que querías agradecerme por lo que ocurrió el otro día. ¿Entendido? Nunca se lo digas a nadie.

—Sí, señora. Seguiré su consejo, aunque tenga que arriesgarme por usted.

—No, por favor, no te arriesgues por mí. Sabes que apenas te salvé la vida —bromeó Marianne deliberadamente mientras observaba a su alrededor. Luego volvió a colocar el coágulo blanco en la botella de vidrio, la cerró herméticamente y la escondió en el bolsillo de su vestido.

—Déjame informar al emperador sobre tus servicios.

—No, señora. ¿Cómo puede un hombre como yo, tan torpe, merecer algún reconocimiento? Solo… si Jason fue asesinado por un plan ajeno, deseo conocer la causa de su muerte y que los responsables enfrenten las consecuencias —dijo Barton, concluyendo con una expresión melancólica en su rostro.

Cuando levantó la vista un poco más tarde, Marianne lo miró con el ceño fruncido.

—¿Jasón?

—Oh, el jinete que conducía el carruaje de Su Majestad era Jason.

—¿Estaba muerto y no herido?

—¿Perdón? Sí, lo está… El día que desaparecieron usted y el emperador, los caballeros recuperaron su cuerpo de los afluentes de las cataratas. Dijeron que parecía haberse ahogado, y añadieron que no habría sobrevivido nadando debido a las graves heridas que tenía.

Cuanto más continuaba, más pálida se volvía la cara de Marianne.

Marianne apretó los puños sin ocultar su expresión perpleja.

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