Princesa Bibliófila – Volumen 5 – Arco 1 – Capítulo 5: La reforma de la posada de la princesa

Traducido por Ichigo

Editado por Sakuya


La hierba de Kenneth debe su nombre al entomólogo Kenneth Blood. Además de investigar los insectos, también estudiaba las plantas. Descubrió una rara hierba que crecía en el interior de una mina e incluyó una anotación sobre ella en su diario de insectos. Si se hubiera tratado de una planta anodina, sus anotaciones de seguro habrían pasado desapercibidas. Sin embargo, cuando la Pesadilla de Ceniza comenzó a extenderse hace dieciséis años, la fruta del pomelo era el único tratamiento eficaz contra ella. La gente pronto se dio cuenta de que los envíos de la fruta no llegarían al norte, y tuvieron que recurrir a otra cosa.

¿Y qué hicieron? ¿Recurrieron al pomelo seco? ¿Arrastraron sus cuerpos infectados hasta las tierras del sur? ¿O esperaron a que Sauslind les tendiera la mano de salvación? En realidad, la respuesta no era ninguna de esas. Ya que no podían conseguir cargamentos de la fruta del pomelo, necesitaban algo que ofreciera los mismos efectos. Desesperada, la gente de Ralshen empezó a buscar, y fue entonces cuando la encontraron: la Hierba de Kenneth.

Las investigaciones médicas que demostraban su eficacia no salieron a la luz hasta el tercer año del brote, justo cuando la Pesadilla de Ceniza empezaba a remitir. El discurso público se centró en temas más ligeros mientras la gente intentaba distraerse de las sombras persistentes de la enfermedad, y el conocimiento sobre la Hierba de Kenneth y sus beneficios nunca llegó a arraigar. Solo recordé su existencia mientras hacíamos los preparativos en la finca del conde Ralshen. La hierba era rara y solo crecía de forma natural en el interior de las minas, lo que dificultaba su recolección. Y como poca gente se daba cuenta de su importancia, no muchos la habían almacenado.

Quizá el pueblo se había vuelto demasiado complaciente estos últimos dieciséis años. Pero podríamos reflexionar y lamentar nuestras deficiencias todo lo que quisiéramos más adelante. Por el momento, instruí a todos los presentes sobre la eficacia de la Hierba de Kenneth y solicité la cooperación del niño que afirmaba tener un poco con ellos.

Dicho niño pertenecía a una familia de curanderos y tenían estrechos vínculos con el posadero. Al parecer, gracias a una coincidencia fortuita, acababan de llegar a la ciudad para entregar algunas hierbas. Compré toda la Hierba de Kenneth que tenían y les pedí que la hirvieran. Lord Alan fue quien pagó en mi lugar. Dudé si exigir al posadero y a los demás presentes que aportaran su parte, pero como el conocimiento de la hierba no estaba muy extendido y necesitábamos que todos la bebieran, pensé que lo mejor era no cobrarles. Una vez que se dieran cuenta de su eficacia, su conocimiento se extendería de forma natural de boca en boca.

Me siento mal por tener a Lord Alan financiándolo todo, pero ni siquiera tengo una sola dora a mi nombre.

—Te juro que te lo devolveré —le dije, agachando la cabeza a modo de disculpa. Él respondió con alegría:

—Es un gasto necesario, así que se me compensará. No se preocupe.

Su tranquilidad me alivió mucho, pero en el fondo Jean murmuró escéptico:

—Todo lo apuntas como “gasto necesario”…

En cualquier caso, informé a todos de que tomaríamos las máximas precauciones y adoptaríamos todas las medidas preventivas posibles. Les pedí que se lavaran todas las partes expuestas del cuerpo, así como las manos y la cara. También era imperativo hacer gárgaras. Además, les advertí de que no tocaran nada antes de empezar a comer y les ordené que se comieran el pan primero para no correr el riesgo de infectarse al tocar otras cosas. El posadero insistió en que eso sería demasiado difícil. Aquí, en el norte, era costumbre arrancar trozos de pan duro y mojarlos en la sopa, lo que significaba que tendrían las manos por toda la mesa.

—En ese caso, por favor, tuesta el pan.

—¿Tostarlo?

Arrugó la frente.

Consideré un poco las diferencias entre la cocina del norte y la del sur mientras se lo explicaba. Mientras no agarran el pan con las manos desnudas, se podía comer.

—Es común en muchas regiones mojar pan duro en la sopa, sin embargo…

En lugares muy poblados por hombres que realizaban trabajos duros, se prefería una comida más abundante y densa. Esto significaba que la cocina se inclinaba más hacia la carne y los panes duros. Por eso sugerí…

—Cortar el pan en trozos del tamaño de un bocado y freírlo con aceite y especias. En el Ducado de Micelar, suelen hervirlo con la sopa. ¿Y si lo tostamos con un poco de aceite y lo esparcimos por encima de la sopa? En lugar de cortarlo y echarlo tal cual, el esfuerzo de tostarlo le dará más sabor y textura. Además, al calentarlo y hacer que se lo coman todo con una cuchara, reducirás también aquí las posibilidades de transmisión.

—Ajá.

Los ojos del hombre brillaron con fascinación.

—Para cualquier carne con hueso, envuelvela en Hierba de Makela. También estamos usando esa planta en los baños de vapor para ayudar a fumigar la posada. Según la revista de herboristería que leí, actúa como desinfectante. Mientras la gente solo la consuma en pequeñas dosis, no debería ser perjudicial para el organismo. Sin embargo, le advierto que no lo utilice con alimentos fríos. Perdería sus propiedades desinfectantes y tendría un sabor demasiado amargo.

Sus ojos se abrieron un poco y asintió.

—Tenemos hierba de Makela en stock.

De inmediato se puso a dar instrucciones al cocinero para que pusiera a prueba mi consejo.

Aunque era reacio a dejarnos fumigar toda la posada y llenar las habitaciones de vapor, el posadero cedió a regañadientes. Sin embargo, no accedió a cerrar la posada ni la cocina durante todo el día. Eran preferibles veinticuatro horas completas para desinfectar la zona y que no hubiera posibilidad de contagio, pero dado que su sustento dependía de esa posada, no podía discutir el punto. Sobre todo porque Sauslind no podía garantizarle una indemnización por las pérdidas que pudiera sufrir.

—Muy bien —acepté—. En ese caso…

De nuevo, repasé las precauciones que debía tomar ya que se negaba a poner el local en cuarentena. Necesitábamos que todos los clientes entraran en los baños de vapor para que sudaran las toxinas y se purificara. Los que comían abajo debían lavarse las manos y hacer gárgaras antes. Y, por supuesto, debían comer con cubiertos. Si la gente se reunía en la sala principal, había que humedecerla y ventilarla.

Y por último…

—Cuando la gente salga de la posada, por favor, hazles beber un poco de Hierba de Kenneth antes de despedirlos.

—¿Quieres que se la haga beber mientras están aquí y antes de que se vayan?

Me miró con una ceja fruncida, pero me limité a asentir con la cabeza. Era importante tomar precauciones contra la enfermedad aquí, pero aún más importante era asegurarse de que nadie la llevará consigo cuando se marchara, infectando así otras zonas. La principal razón por la que la Pesadilla de Cenizas se había extendido antes de manera tan rampante en la Región de Ralshen era porque, como sugerían algunos investigadores, tenían la costumbre de ser aislacionistas. Los del norte tendían a desconfiar de los forasteros. Confiaban más en sus propios remedios locales que en los sancionados por el gobierno, en gran parte debido a la desconfianza que sentían hacia la familia real.

Era un recordatorio de que el pueblo era el que sufría por los errores de nuestro pasado. Ese pensamiento pesó sobre mí mientras hacía una sincera súplica al posadero, tratando de hacer lo mejor que podía con los recursos que teníamos.

—Soy consciente de que lo que he pedido no cubre todo el tiempo, el esfuerzo, ni siquiera el coste de alojarnos aquí, pero le pido de manera respetuosa su cooperación. Espero que incluso después de que nos vayamos, siga tomando estas precauciones y las haga habituales en su posada.

Lo único que podía hacer era rezar para que las medidas preventivas que tomábamos se extendieran entre la gente y ayudaran a evitar el contagio.

Me dirigió el tipo de mirada cansada y afligida que cabría esperar de un mercader que aborrece recortar sus beneficios.

Antes de que pudiera protestar o rebatirme, una voz ligera le interrumpió.

—Merece la pena intentarlo, ¿verdad?

Era el príncipe Irvin, que estaba ayudando a algunos de los otros clientes colocando piedras calentadoras por toda la posada.

—Una reputación segura y creíble vale su peso en oro, viejo. Puede que ahora mismo te ponga en números rojos, pero la gente correrá la voz de que nadie que venga aquí se contagia. Muy pronto serán un establecimiento de primera clase. Si eso ocurre, tendremos que irnos a otra parte, ¿no?

Un grupo de hombres robustos que estaba cerca rio entre dientes y asintió.

—En eso tienes razón.

—Vamos, posadero, sé un hombre.

Mientras le animaban, una voz tranquila intervino.

—No me importa dar prioridad a tu posada para los envíos de la hierba de Kenneth.

Gene, como se había presentado antes, estaba repartiendo medicina hervida a los demás clientes. Su apoyo añadido fue suficiente para que el posadero agachara la cabeza, derrotado.

—Hoy se siente como un gran punto de inflexión en mi vida. Debe de serlo. Tiene que serlo. Estoy seguro de ello. No hay duda…

Al parecer, ese murmullo filosófico era su forma de sobrellevar su propia resignación.

Una cacofonía de voces angustiadas resonó por toda la sala principal. Aunque juro por el honor de mi familia y por el del dueño que no lloraban porque estuvieran enfermos. La fuente de su angustia era en realidad la hierba de Kenneth que Gene hervía. La gente la bebía y reaccionaba al sabor acre.

—Sabe como si estuviera bebiendo suciedad de las entrañas del inframundo.

—Creo que incluso el guardián del inframundo te diría que su suciedad sabe mejor que esto. Hablando claro, sabe a mierda —dijo el príncipe Irvin, sin molestarse en endulzar su disgusto.

En cambio, su criado bebía en silencio, pero la expresión de su bello rostro hablaba más de lo que su boca podría hacerlo.

Jean, mientras tanto, arrugaba la nariz y refunfuñaba de manera profusa.

—Ves, esta es la razón por la que no puedes confiar en alguien que odia los dulces. Tengo que ser sincero, creo que cualquiera que odie las cosas azucaradas es un enemigo del pueblo.

—No es que odie las cosas dulces. Solo prefiero no comerlos.

—¡Hasta el fondo!

Uno de los mineros echó la cabeza hacia atrás y engulló el elixir. Casi de inmediato se giraron hacia el posadero y le dijeron:

—¡Eh, viejo! Necesito un poco de alcohol para bajar esta mierda.

Otras voces no tardaron en unirse, exigiendo lo mismo. Tal vez parte de su descontento se debiera al calor y la humedad creados por el vapor. Mientras el posadero se afanaba en atender los pedidos de la gente, yo agradecía a Gene por su ayuda. Luego les compré otras medicinas y me dirigí a la habitación donde se alojaba la pareja de mercaderes con su hijo enfermo.

Mabel me acompañó y le dijo a la madre:

—Su fiebre podría empeorar en las próximas horas.

Luego procedió a dar consejos adicionales, como: “Asegúrate de que beba mucha agua. Si le sube la fiebre, mételo en un baño de vapor. Pero no caliente la habitación más de lo necesario. Que suba la fiebre no siempre es malo”. Y así uno tras otro.

Entregué a los padres el medicamento que había traído y les expliqué sus efectos -que reduciría la fiebre y la tos del niño-, así como la dosis que debían darle y cuándo. Cuando terminé y me di la vuelta para salir por la puerta, me encontré pensando en lo agradecida que estaba de que Mabel estuviera aquí. Pero antes de que pudiera llegar lejos, una voz débil me detuvo.

—Gracias, señor…

Era el niño, llamándome desde su cama. Los padres se hicieron eco de sus propias palabras de gratitud. Sacudí la cabeza.

—Cuídense.

—Si necesitan algo durante la noche, cualquier cosa, solo tienen que decírmelo —dijo Mabel mientras me seguía fuera de la habitación.

Mientras nos dirigíamos al comedor, le dije:

—Gracias de nuevo, Mabel. Me alegro mucho de que estés conmigo.

Sus pies se detuvieron de repente.

—No —murmuró en voz baja, apretando una mano sobre el pecho, con la cara dibujada por el tormento—. Yo… no pude hacer nada. Cuando la gente empezó a temer que fuera la Pesadilla de Ceniza, me quedé paralizada de miedo.

Cerró el puño como si apretara con fuerza sus propios remordimientos.

Continuó.

—Los conocimientos médicos que tengo sobre los niños y sus enfermedades es algo que aprendí mientras ayudaba a mi madre y a mi abuela. Nunca había tenido que enfrentarme a una situación de emergencia como ésta. Tenía mucha confianza en que podría hacer el trabajo aunque ocurriera un desastre. Sin embargo, cuando ocurrió de verdad, me sentí impotente.

Se lamentaba de tener todos esos conocimientos médicos -que era la razón por la que me había acompañado- y, sin embargo, cuando llegó el momento de utilizarlos, estaba demasiado paralizada para actuar. Me di cuenta de cuánto se culpaba por la forma en que se mordía el labio.

—Mabel…

Me acerqué a ella y puse la mano sobre su puño cerrado. Sus hombros se sobresaltaron por la sorpresa y sus ojos obstinados me miraron. En una exhalación silenciosa, le confesé la verdad.

—Yo también tenía miedo.

Mi mano había estado temblando todo el tiempo. Cualquier decisión que tomara podría tener un impacto permanente en la vida de las personas. Si daba un solo paso en falso, podría significar la muerte de alguien.

—Por eso —dije—, aunque no sé con exactitud cómo te sientes, me hizo apreciar mejor lo difícil que es el trabajo de un médico. No podría haber hecho todo esto yo sola, Mabel. Es porque estabas conmigo que lo superé. Gracias.

Sus cejas se fruncieron. Al cabo de un momento, me apretó la mano y la levantó, apretándosela contra la frente. Permaneció así un rato. Por muy valiente que tratará de mostrarse Mabel, era natural que estuviera tan asustada como cualquiera de nosotros. Me acerqué con la mano libre y le acaricié la parte superior de la cabeza, con el pelo suave como la seda en las yemas de los dedos. De repente, unos hombres llegaron por un pasillo cercano y empezaron a silbarnos.

—¿Oh? ¿Está el criado consolando a su ama? Qué amor tan puro. Estoy celoso. Déjame participar en algo de esa acción.

—Si te metes, acabará…

Mabel me tapó los oídos con las manos, así que no pude oír las palabras que siguieron.

Sentí que alguien me hizo lo mismo una vez… No tenía ni idea de qué palabras habían intercambiado, pero la feroz mirada que Mabel les dirigió fue suficiente para que los hombres echaran a correr. Cuando apartó las manos, su expresión era grave y sus ojos albergaban un destello aterrador.

—Una vez que hayamos terminado de ocuparnos de ese niño, tenemos que dejar atrás esta posada. Fumigar no servirá de mucho. Podrías poner una tetera debajo de este lugar y calentarla hasta que hirviera, pero aún así no limpiaría la crudeza que se ha instalado aquí. Siendo honesta, esto es porque los hombres son tan…

Siento como si estuviera viendo un lado nuevo de ella en este momento.

Entramos en el comedor y nos encontramos a Lord Alan cantando con alegría. Estaba contando la historia del Rey Hérpe, así como otros cuentos ficticios populares entre la gente común. Apreciaban los relatos de lord Alan mucho más que los de los nobles de su país, y aplaudían y reían a carcajadas. El intenso entusiasmo que se respiraba en la sala era suficiente para hacerla sofocante. Los clientes también bebían botella tras botella de alcohol.

Lord Alan tiene sin duda un don para mezclarse con la multitud, pensé mientras me dirigía a la mesa donde estaban sentados el príncipe Irvin y Jean. Por el camino, recibí varios comentarios.

—Muy listo para ser tan pequeñito.

—Puede que ahora seas piel y huesos, pero come comida de verdad, entrena y algún día serás grande y fuerte como yo.

—¡Consigue algo de carne! ¡Carne, he dicho!

Todos fueron muy amables conmigo. Aunque algunos intentaron propasarse con Mabel, tal vez porque era raro ver a una mujer soltera viajando por esta zona. Ella los silenció a todos con una mirada glacial, no muy diferente a la de lord Alexei.

Fue una experiencia agridulce para mí. Ahí estaba yo, una joven que apenas había alcanzado la edad adulta y a la que le faltaban pocos meses para la ceremonia de matrimonio, y sin embargo, nadie pestañeaba ante mi disfraz ni dudaba de el. Tal vez de verdad había un problema conmigo. En silencio, me juré a mí misma recitar los métodos que la duquesa Rosalía me había enseñado para seducir al príncipe cada noche antes de irme a la cama.

Cuando nos sentamos a la mesa, Jean ya estaba comiendo, aunque tenía lágrimas en los ojos.

—Hace un calor del demonio. ¿Primero tengo que comer esa porquería de medicina y ahora tengo que comer esta comida picante? ¿Qué es esto? ¿Estamos en algún tipo de campo de entrenamiento? Nunca me alimentaron así en la finca del conde.

Eso era de seguro porque el conde Ralshen tenía a sus chefs ajustando la comida a algo que se adapte a nuestros paladares. Al parecer, eso hizo creer a Jean que aquí la comida se basaba más que nada en los lácteos, pero en realidad aquí era costumbre utilizar numerosas especias para calentar el cuerpo. Según la historia local, para prevenir los resfriados, la gente solía acompañar las especias con alcohol.

Cuando se lo expliqué a Jean, frunció el ceño.

—Si lo hubiera sabido desde el principio, nunca habría aceptado venir.

Era el mismo hombre que, al verme disfrazada de chico, comentó.

—Le queda perfecto, señorita. Por su aspecto, nadie se imaginaría que en realidad es una chica.

También me levantó el pulgar en señal de aprobación.

En aquel momento, me planteé en secreto pedirle a mi padre que le redujera la paga como castigo cuando volviéramos a la capital, pero ya estaba recibiendo su merecido gracias a la cocina de aquí.

El príncipe Irvin se rio en voz baja, tomando una copa de licor mientras decía:

—Nunca me canso de escucharlos a los dos.

Y por fin, explicó por qué estaba aquí.

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