Mi prometido ama a mi hermana – Arco 9 – Capítulo 2

Traducido por Herijo

Editado por Tsunai


—No te acerques demasiado a la hija de la familia Matisse.

Eso fue lo que me dijo mi padre justo cuando esperaba una oportunidad para hablar con Ilya.

Me llamó a su despacho, un lugar al que rara vez se me permitía entrar libremente, así que no pude evitar preguntarme cuál sería el motivo. Sin embargo, aquel hombre —a quien no veía desde hacía tanto— no se tomó ni un segundo para cortesías y me lanzó aquella orden sin rodeos.

Lo hizo mientras seguía deslizando su pluma sobre el papel, como si el asunto pudiera resolverse entre una firma y otra. Para él, probablemente era un tema trivial, uno que no requería ni siquiera apartar la mirada de su trabajo.

Yo guardé silencio. Entonces, me lanzó una mirada y, con una suavidad que parecía ensayada, preguntó:

—¿Entiendes?

Fruncí los labios con fuerza y mantuve la vista fija en su mano. No respondí.

Finalmente, apoyó los codos sobre el sólido escritorio de madera y me dirigió una sonrisa irónica.

—No pongas esa cara.

Solo entonces me di cuenta de lo que reflejaba mi expresión: algo impropio de una dama. Al momento, corregí la postura y alcé la mirada para encontrarme con sus ojos.

A pesar del aire despreocupado de su semblante, había algo en él que imponía. Algo frío, imperturbable. Como era de esperarse de alguien que gobernaba un condado. Por alguna razón, tuve la certeza de que sería aterrador verlo enfadado.

—¿Entiendes lo que quiero decir? —repitió, esta vez en un tono más suave, casi condescendiente, antes de volver a bajar la mirada hacia sus documentos.4

Decir “no” habría sido lo más sencillo. Pero sabía que con él eso no bastaba.

Intenté pensar en una respuesta, buscar una forma de explicarme. Pero las palabras no salían. Si hubiera sido una adulta, una mujer elocuente, tal vez habría podido oponer resistencia. Pero ni siquiera tenía un argumento válido con el que enfrentarme a él.+

Apenas unos días atrás, mi padre me había dado su aprobación, me había animado con sinceridad. Y sin embargo, ahora… ahora que necesitaba expresarme, me sentía muda. Como si todo lo que había aprendido no sirviera de nada.

Por mucho que estudies, si no resulta útil en tu vida real, no puedes decir que hayas aprendido nada. Una sensación de impaciencia llenó mi pecho.

Todavía me quedaba un largo camino por recorrer.

—Qué niña tan problemática.

El sonido de la pluma de mi padre volvió a llenar la habitación mientras retomaba su papeleo. Su trazo era regular, casi nervioso, como un susurro prolongado, una vocal sostenida en el aire.

Tenía algo hipnótico, como si interpretara una melodía. Sus dedos delgados se movían con la precisión de un director de orquesta.

Y sin embargo, el dorso de sus manos, huesudas y bronceada por el sol, no se parecía en nada al de un hombre delicado.

Había oído que, antes de mi nacimiento, había luchado como caballero en muchas batallas. El viejo escritorio de pedestal que había heredado de su antecesor —reservado únicamente para el cabeza de familia— reforzaba esa imagen suya, ruda y resuelta.

Incluso ahora, nunca descuidaba su entrenamiento; se mantenía preparado para blandir la espada en caso de emergencia.

Sentí un leve picor en la frente y aparté la vista. En algún momento, sin que lo notara, mi padre había dejado de escribir. Me observaba con atención, y con un gesto tranquilo apartó los documentos, que ahora eran algo menos voluminosos.

—No me molesta ese carácter testarudo tuyo —dijo finalmente—, pero las cosas no siempre saldrán como quieres, Marianne.

Aun así, no podía simplemente asentir. Guardé silencio. Su mirada me incomodaba, aunque no me resultaba insoportable. Sabía que no era de los que levantan la mano sin motivo, así que decidí aguantar en silencio todo lo que pudiera.

Y entonces, por fin…

No sabía cuánto tiempo había pasado en aquel mutismo. De pronto, como disipando el aire denso que nos envolvía, mi padre soltó una risa leve.

—Siéntate —ordenó, y yo dejé escapar un suspiro de alivio.

Llevaba tanto tiempo de pie que las piernas se me habían quedado rígidas. Había empezado a usar tacones más altos recientemente, y los dedos de los pies se me habían entumecido.

Mis movimientos eran algo torpes, pero esperaba que las muchas capas de volantes de mi vestido, que me cubría hasta los tobillos, los disimularan bien.

Compórtate siempre como una dama, en todo momento.

Si nacías como hija de un aristócrata, debías entenderlo y aceptarlo.

—No tienes por qué estar tan tensa, ¿sabes?

Justo cuando me senté en el sofá, mi madre, que había permanecido en silencio todo este tiempo, alzó la voz para dirigirse a mí.

Esa persona ya estaba en la habitación cuando entré, pero hasta ahora había permanecido en silencio, como ocultando su presencia.

Al alzar la vista hacia su rostro —tan delicado que parecía haber sido esculpido con esmero y medido con regla— sentí cómo la tela bajo mí cedía levemente, como si fuera a hundirse en cualquier momento.

A diferencia del escritorio favorito de mi padre, este sofá era nuevo, recién comprado el otro día. Un mercader, que llevaba años viniendo a nuestra casa, lo había traído con gran entusiasmo, asegurando que traía las mejores mercancías del extranjero.

Este mercader —podría decir que era casi el mercader de la familia— me conocía bien, ya que en varias ocasiones me había atendido personalmente. Por eso, aunque el sofá no despertaba en mí ningún interés, tuve que escuchar con paciencia cómo me hablaba del diseñador, del país de origen y de mil otros detalles.

Para colmo, mi madre afirmó que todo eso formaba parte de mi educación. Incluso después de que el mercader se marchara, tuve que repasar con ella todo lo aprendido, lo cual fue una molestia más.

La capacidad de distinguir la calidad de los objetos es, en la alta sociedad, no solo una necesidad, sino una expectativa. Sin embargo, ese tipo de juicio no nace por sí solo.

Mi madre siempre decía: “Para lograr cualquier cosa, hay que aprenderlo a través del estudio.

Fue ella quien eligió la tela del sofá. Y como era de esperarse, su elección fue acertada: el tejido era hermoso y agradable al tacto.

En la alta sociedad, los vestidos que mi madre usaba solían convertirse en tema de conversación antes de imponerse como tendencia.

Era una belleza singular, y poseía además un refinado sentido de la moda. Estaba destinada a ser una aristócrata. Nació para ello. No era raro que la gente lo dijera.

Ser hija de una mujer así implicaba una gran carga… pero, por fortuna, me parecía mucho a ella.

Cuando estábamos juntas, solían comentarlo. Así que supongo que debe ser cierto. Cuando me miro al espejo, veo un rostro que, aparentemente, se asemeja al de mi madre cuando era joven.

En la alta sociedad, la belleza es justicia. Y no fue una ni dos veces que me alegré de parecerme a mi madre.

—Sin embargo, esto no puede ser, querido esposo. Aunque sea tu hija, es una negligencia no explicarte con claridad.

Aunque mi madre siempre era muy amable conmigo, esta mujer hermosa podía ser bastante estricta con su marido. Hablaba mientras alzaba elegantemente su taza de té.

Mi padre, sentado en el sofá frente a ella, negó con la cabeza con un suspiro.

—¿Y eso qué significa? —preguntó.

A menudo descrito por quienes lo rodeaban como un hombre frío y dedicado al trabajo, mi padre también era conocido por ser un esposo devoto.

—¿No crees que deberías explicarle por qué debe hacer esto? Somos una familia, no amos y sirvientes. No basta con que nos des órdenes y esperes que respondamos con un simple “sí”.

Por favor, no creas que puedes manipularnos a tu antojo.

Aunque su sonrisa no desaparecía, su disgusto era evidente.

Últimamente, mi madre se había teñido el cabello de un rojo carmesí, lo que la hacía parecer aún más joven. Esa inocencia casi infantil que emanaba de ella tenía un efecto hechizante en los demás. Incluso para mí, su hija, eso resultaba un poco problemático.

Y sin embargo, nadie podía contradecirla. Ni siquiera mi padre, quien gobernaba vastas tierras, protegía a su pueblo y comandaba un gran número de caballeros.

El jefe de nuestra familia esbozó una sonrisa irónica y asintió lentamente.

—Si he de ser sincero… no creo que compartir todo con la familia sea lo mejor. Porque entonces, si llega el momento, no podría protegerlas —dijo encogiéndose de hombros.

—¿De verdad? —replicó mi madre, abriendo sus grandes ojos y ladeando la cabeza con delicadeza. De ella emanaba un aroma familiar.

Aunque en la alta sociedad hay perfumes de moda, mi madre contrataba a un perfumista privado que creaba fragancias exclusivas para ella. Su aroma era único. Y siempre me hacía sentir protegida.

—Por ejemplo, si me acusaran de algún crimen, no podría alegar que mi esposa e hija no sabían nada. ¿No es así? —Mi padre, que hasta ese momento había hablado solo con mi madre, desvió de pronto la mirada hacia mí, buscando mi asentimiento.

Estaba a punto de asentir instintivamente cuando mi madre intervino.

—Querido esposo, si es así, entonces no eres tan de fiar como pensaba. Por lo que acabas de decir… ¿no podrías protegernos a Marianne y a mí si algo sucediera? Qué miedo me das.

—Espera, espera…

—En ese caso, si llega el momento, yo protegeré a Marianne. Solo a ella. —Para un esposo de corazón frío, nada mejor que una esposa igual de fría.

Si las circunstancias lo exigen, estoy preparada para abandonarte sin dudar, así que puedes estar tranquilo.

Ocultar las emociones detrás de una sonrisa era una habilidad bien entrenada entre los nobles. Sin embargo, cuando mi madre estaba en familia, su sonrisa iba acompañada de sentimientos reales. Era capaz de hechizar a cualquiera con esa mezcla.

Parecía convencida de que dentro del hogar no valía la pena fingir. Y aunque había nacido dentro de la aristocracia, yo sabía que ese modo de pensar no era común. En la mayoría de las casas, el patriarca tenía la última palabra, y en una sociedad dominada por los hombres, las esposas eran poco más que figuras decorativas, destinadas a obedecer en todo.

Esa era, según las normas, una esposa ejemplar. Y una madre sabia.

Aunque… todavía no sé si realmente debería ser así.

—No tengo cómo ganarte —murmuró mi padre con una sonrisa rendida—. Es un asunto político, así que no puedo contártelo todo, pero en resumen…

Mi padre y el padre de Ilya eran, al parecer, rivales políticos.

En la alta sociedad, existían varias facciones, cada una controlada por un aristócrata principal. Eran los nobles de más alto rango, aquellos con vínculos cercanos a la familia real, y con quienes un conde como mi padre rara vez se relacionaba directamente. Eran personas cuya sangre noble los colocaba en otra esfera social.

Mi padre y el padre de Ilya pertenecían a facciones opuestas. Así que, aunque desearan entablar amistad, no podían hacerlo sin la aprobación de sus respectivos líderes.

—Ah, pero no hay ninguna prohibición sobre la amistad entre la esposa del Conde Matisse y yo —dijo mi madre con una sonrisa refinada, imposible de descifrar

»Fui invitada a su fiesta hace apenas unos días —dijo mi madre con una sonrisa tan refinada que no podía adivinar lo que estaba pensando.

Sentí un leve escalofrío y aparté la mirada, dirigiéndola más allá de su esbelto hombro, hacia la pared lisa.

Allí colgaba un pequeño cuadro enmarcado que, a pesar de su tamaño, dominaba la estancia.

Había muchos objetos caros en nuestra casa, pero era fácil distinguir con un solo vistazo cuáles habían sido elaborados por artesanos que pusieron su alma en su trabajo. Cuando me detenía frente a ellos, su belleza solemne me imponía respeto. Aquellas piezas parecían tener vida propia.

Mi madre era igual que esas obras.

—Al contrario, me preocuparía que ustedes dos no se llevaran bien.

Algo cálido rozó mi mano, y volví en mí. Debí haberme distraído. Los finos dedos de mi madre descansaban sobre el dorso de mi mano.

—Aunque la condesa y tú os llevéis bien, nadie pensará que son buenas amigas. Incluso si afirmaran ser hermanas juradas, nadie lo creería. Porque nuestra familia y la familia Matisse jamás podrán coexistir en paz. Por eso, al menos en apariencia, debemos llevarnos bien. Si el rey llegara a pensar que estamos enemistados, perderíamos su confianza.

—¿Lo entiendes? —preguntó mi padre con suavidad. Parecía más una advertencia dirigida a mi madre que a mí. Siempre priorizaba “nuestra casa”. Implícitamente, nuestros deseos personales debían quedar relegados.

Alcé la mirada y vi que el hermoso perfil de mi madre no se inmutaba. Sus ojos seguían sonriendo como siempre, aunque lo que expresaban era imposible de descifrar. Esa mirada decía que había entendido lo que mi padre le pedía.

El cabeza de nuestra casa sonrió satisfecho. Parecía que no era necesario decir nada más. Como si, al convertirse en marido y mujer, bastara una mirada para alcanzar el entendimiento mutuo.

—Pero Marianne —continuó —tú aún eres una niña. Si te vuelves cercana a la señorita Ilya, se tomará de forma literal. Los niños inocentes no deberían mezclarse con las intrigas políticas. Y para los demás, parecerá que nosotros, tus padres, lo estamos consintiendo.

Me miró fijamente. Pero, como era de esperarse, lo que decía era demasiado complejo, y cuanto más hablaba, más me confundía. No comprendía qué intentaba decir realmente.

—Y eso podría ser un problema. Algunos podrían pensar que las familias D’Orléans y Matisse están conspirando, utilizando a sus hijas para urdir algún plan. Esa posibilidad existe.

Sus ojos se volvieron más afilados, y me sobresalté. Sentí que el corazón me daba un brinco y me aferré con fuerza a la mano de mi madre, como buscando refugio. Ella correspondió al apretón con igual fuerza, y aquel simple gesto me tranquilizó.

—Es una desgracia para ti, Marianne. Pero si naces en una familia noble, debes elegir con cuidado a las personas con las que te relacionas. Nunca olvides que siempre habrá alguien intentando derribarte.

»Desconfiar de los demás no es un defecto. Es un escudo.”

“Cada vez que salgas de casa, debes ponerte tu armadura. Puede que ahora te resulte difícil, porque aún eres joven, pero recuérdalo. Y ahora, vamos, sonríe.”

Mis mejillas tensas se crisparon. Me resultaba imposible sonreír después de que acababan de decirme que no debía acercarme a una niña con la que esperaba entablar amistad. Pero mi padre lo ordenaba.

Mi madre solo me sonrió con dulzura y no dijo nada. Sus ojos, tan brillantes como joyas, lo decían todo.

Esa era la respuesta. Me estaban mostrando cómo debía comportarse una dama.

No podía protestar. Porque admiraba a mi madre. Siempre quise ser como ella. Así que, aunque no estuviera de acuerdo o algo me doliera, debía responder con una sonrisa.

—Padre. Me aseguraré de que nadie lo note. No dejaré que nadie lo sepa.

Si sonreía y seguía sus instrucciones, todo saldría bien. Lo sabía. Pero mi testarudez se deslizó por mis labios sin permiso.

Ya me estaba arrepintiendo. Si iba a hablar con Ilya, debería haberlo hecho justo después de su interpretación. Habría sido perfecto decirle algo en ese momento.

Antes de que los adultos comenzaran a criticar su actuación. Solo debía haber dicho: “Fue maravilloso”.

Pero me tragué esas simples palabras, y cuanto más tiempo pasaba, menos sabía qué decir.

Al final, fue demasiado tarde.

Hasta que ingresáramos en la academia, no era seguro que pudiera verla otra vez. A veces se invitaba a los niños a las fiestas de las damas nobles, pero otras no. Era raro que hijos e hijas de familias nobles de rango medio coincidieran, como en aquella fiesta.

Y ahora que había pasado el momento, incluso si me cruzaba con Ilya, un simple cumplido no sería suficiente para expresar lo mucho que me había conmovido su actuación.

No quería que pareciera que solo estaba siendo cortés.

No quería que sonara como un gesto vacío de cortesía.

—Marianne, basta.

Mi madre soltó suavemente mi mano, y palidecí. ¿Había cometido un error terrible?

—No, Marianne —susurró con ternura.

Se levantó del sofá, se arrodilló sobre la alfombra frente a mí y tomó mis manos, que temblaban, convencida de que me iba a reprender. Entonces, con un tono de súplica, dijo:

—No tienes que decir nada. No es necesario que todos sepan lo que deseas o lo que debes hacer. No hay nada de malo en guardar tus verdaderas intenciones en lo más profundo del corazón, donde nadie pueda verlas. De hecho, aquello que realmente valoras, guárdalo allí, y no lo muestres a nadie.

»Eso también se aplica a tu padre y a mí. Aunque seamos tu familia, no tienes por qué contárnoslo todo.Nunca sabes cuándo, ni quién, podría arrebatarte lo que más amas. ¿No es así, querido esposo?

—Mmm… ¿no es eso distinto a lo que dijiste antes?

—¡Oh! ¿Tú crees?

—Sí. Me pediste que diera explicaciones, pero ahora le dices a Marianne que no tiene por qué hacerlo.

A primera vista parecía estar señalando una contradicción, pero su expresión se suavizó.

—Entonces, ¿estoy equivocada, querido?

Mi madre ladeó con elegancia su esbelto cuello. También era la señora de esta casa. Podía parecer frágil, pero no lo era; y aunque a veces diera la impresión de no expresar lo que pensaba, no era el caso.

Bajo su apariencia delicada se ocultaba una voluntad firme como el acero.

—No quiero darte la razón —dijo mi padre, mirando a la mujer que amaba con una expresión distinta a la que usaba conmigo. Sus ojos revelaban algo más profundo.

—Pero…

—Quizá… precisamente porque eres así, te amo —murmuró como si hablara consigo mismo, mirando hacia el cielo mientras dejaba escapar un largo suspiro. —Porque Marianne es inteligente. Estoy seguro de que sabrá tener en cuenta lo que cada uno de nosotros ha dicho. Solo no tomes la decisión equivocada. Si te equivocas… puede que ya no haya marcha atrás.

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