No quiero arrepentirme – Capítulo 4: No puedes evitar sentirte herida

Traducido por Maru

Editado por Michi


Toda la gente de la mansión Hessus se congeló con la hoja que apuntaba a la garganta de Leila, conteniendo la respiración.

Todos sabían bien cuántas personas mató el León Negro y llegaron a este lugar.

—Si os acercáis, esta mujer morirá —gruñó una voz áspera detrás de Leila.

El olor a sangre que no ha desaparecido y el olor a hierbas utilizadas en el tratamiento inundaban el ambiente. Un aroma que se asemejaba a lo salvaje. Su brazo retuvo a Leila como rehén y la agarró. La fuerza de un hombre que hace unos días parecía que iba a morir, ahora la envolvía, pareciendo poder quebrarla.

Gente aterrorizada entró en el campo de visión de Leila.

—No estamos tratando de herirte —dijo ella.

—Cállate. Si crees que me compraste como esclavo, es un error. ¿Cómo llegué aquí…?

Los murmullos del León Negro llegaron a sus oídos.

—Nunca te he comprado como un esclavo…

—Cien mil trangs.

La hoja cortó las palabras de Leila y apretó su cuello.

—Dijeron que una gran dama noble me compró por cien mil trangs. ¿Creías que me tenías?

La voz del León Negro se escuchaba agonizante.

Le dije que no le dijera por cuánto lo había comprado, sino el por qué…

Cuando Leila movió ligeramente los ojos, uno de los sirvientes que estaba escondido en la habitación comenzó llorar a grito pelado.

Oh, vaya. Es por eso.

Leila se volvió hacia su mirada preocupada. Una mujer con velo atrapada por el León Negro se reflejaba en el espejo junto al sirviente. El León Negro se veía como el mismísimo animal cuando protegía su territorio de los atacantes, con esos ojos rojos penetrantes. Como si ansiara vivir, pero no encontrara la forma de hacerlo. Había un tenso temblor tras la espalda de Leila. Y pronto los errantes ojos rojos se encontraron con ella a través del espejo. Dos ojos mirando al mismo lugar pero uno frente al otro al mismo tiempo.

—Aunque pagué cien mil trangs, nunca fue mi intención traerte.

—¿No me compraste después de dar cien mil trangs? No me trates como un tonto.

Lo trajo de vuelta por cien veces más dinero que un esclavo caro habitual, y no había intención de hacer nada. Sin embargo, los ojos de Leila reflejados en el espejo no temblaron.

—Perdón por romper las expectativas, pero si solo hubiera querido tener tu cuerpo, no habría pagado cien mil trangs.

—¿Qué…?

—Lo que estaba tratando de comprar era libertad, no esclavos —explicó Leila—. Tu libertad —dijo sin vacilar, con una voz que no era ni temblorosa, sin simpatía ni miedo.

Como cuando se recitaban verdades muy evidentes. Libertad, era una palabra que deseaba desde hacía mucho tiempo, pero era muy extraña. ¿Esa palabra noble se daba

—¿Pagaste cien mil trangs para liberarme? ¡Un noble sumerio como tú no puede permitirse una pérdida así tan fácilmente!

—Aprecio que te preocupes por mí, pero no creo que sea una pérdida pagar cien mil trangs por la libertad.

Leila se rio con un cuchillo en la garganta.

Parece interesante que el león negro se preocupe por mí.

—Así que, solo tienes que vivir tu vida —dijo Leila.

Leila lo miró a través del espejo. Sus ojos azules revelados sobre el velo lo golpearon como un tsunami. Parecía que sus ojos lo hacían hundirse en un mar profundo. La hoja que se había acercado al cuello de Leila perdió gradualmente su fuerza.

Mi vida. ¿Cuál era mi vida?

Leila giró la cabeza con cuidado y lo miró. Estaba confundido y no podía hacer nada.

—Debes tener un nombre de verdad —le dijo ella.

El nombre para ser llamado como un hombre libre, no como un león negro gladiador. El nombre libre que algún día pronunciaron sus seres queridos. Los ojos rojos del León Negro se abrieron de par en par. Un nombre que no se decía desde hace mucho tiempo, vagamente guardado y deseado en la memoria.

—¿Cuál es tu nombre?

Mi nombre…

—… Bain. Bain Romman.

El nombre empapó los labios de Bain, el León Negro. Cuando un sonido olvidado y desconocido salió de sus labios, el nombre olvidado pareció llenarse gradualmente de color. Como si las gotas de la lluvia vinieran después de una sequía.

—Vale, Bain Romman.

Su nombre volvió a la vida. La hoja fría en la mano de Bain, cayó, impotente. Las cadenas de hierro que atraparon al León Negro se rompieron. El que estaba de pie ahí no era el León Negro, sino Bain Romman. Las lágrimas brotaron alrededor de sus ojos.

Bain se llevó las manos llenas de cicatrices a la comisura de los ojos con presura, pero nada pudo detener las lágrimas. Bain se arrodilló en el suelo y se sentó por completo. Las lágrimas corrieron por sus muñecas y cayeron al suelo. Esto no era una arena de gladiadores. No había enemigos que corrían para matarlo.

Ya no vivía como una bestia que anhelaba la sangre y la pelea mientras lo azotaban. Ahora no era un león con una corona de laurel, sino un humano que derramaba lágrimas.

♦ ♦ ♦

—Esta es la casa Hessus. Soy Leila Hessus.

Después de que Bain se calmó, Leila le explicó dónde estaba. Pero Bain miró su mano y no dijo nada. Aunque estaba en la casa Hessus, su cuerpo era un lienzo de cicatrices y magulladuras cual libro histórico que hacían recordar que era un león.

—¿Tienes un lugar al que ir? —preguntó Leila.

—Iré a… Graus.

Bain miró hacia arriba y miró por la ventana. Al sur de Sumeros. Su tierra natal. Quería escapar de Sumeros, donde solo había recuerdos del León Negro por todas partes en las calles, y regresar a la tierra de Bain Romman.

—Es algo difícil llegar a Graus ahora, ya que Luminar no deja salir con facilidad.

Ante las palabras de Leila, la mirada de Bain se volvió hacia ella con brusquedad. Él era el hijo del ex general de Graus. Un gladiador destacado que había obtenido numerosas victorias. Solo  Luminar le separaba de ser un “hombre libre”. Ya fuera por orgullo, interés político o posesividad, Luminar no dejaría que el León Negro pasara la frontera.

—Voy a matar a los luminaritas.

Bain apretó el puño. Llegó aquí matando cien personas. Así que no tenía miedo de matar a algunos soldados de Luminar y cruzar la frontera.

—Ya no eres el León Negro, Bain Romman.

—¡Pero tengo que llegar a Graus!

Había pasado diez años viviendo como esclavo y gladiador después de perder a toda su familia en la guerra. Por tantos años, sirvió como esclavo y León Negro. Temía perderse a sí mismo. Al final, temía adaptarse a la esclavitud y obedecer a Luminar. Temía asentarse después de perder su identidad como Bain  y simplemente obedecer a lo que le decían.

—Encontrarás el método. El cómo volver a Graus sin derramar sangre.

—¿Cómo?

—Sumeros es un lugar al que van muchos forasteros, por lo que debe haber una manera —contestó Leila.

Sumeros era una región donde mucha gente iba y venía. También haía comerciantes, intermediarios y mensajeros que interactuaban con Graus. Y los Hessus eran la familia más grande aquí en Sumeros. No había nada que no se pudiera hacer si un Hessus ejercía su influencia. Bain dudó de la hospitalidad de Leila, que parecía demasiado grande como para ser cierto.

—¿Por qué tú…?

—Leila.

Bain estaba a punto terminar la frase cuando, de repente, la puerta se abrió y alguien entró. Un hombre hermoso con un pelo del color del chocolate suave. Cuando Leila lo vio, se levantó de su asiento y corrió hacia él con cara de felicidad.

—¡Sheemon!

—¿Dijiste que el León Negro se despertó? –preguntó éste.

Al escuchar noticias de Nassar, Sheemon parecía haber venido a ver a Bain.

—No es León Negro, sino Bain Romman. Bain, este es mi prometido, Sheemon.

Leila presentó a Sheemon mientras estaba de pie a su lado. Bain miró a Sheemon con ojos atentos ante la aparición de un extraño.

—Vi bien el duelo. ¿No estuvo genial? Si lo miras de cerca, el nombre de León Negro te queda mejor.

Sheemon se rio, alabando a Bain. Cabello negro como la melena de un león, un cuerpo lleno de cicatrices como una fiera. Sus ojos se llenaron de precaución, atentos. Hasta el punto de que en verdad parecía en simbiosis con un león. Era un apodo que iba lo suficientemente bien como para recompensar el nombre del gladiador.

—¿Cómo se siente al ser incluido en el Salón de la Fama? —le preguntó Sheemon.

—Es… el salón de la humillación.

Sheemon entrecerró los ojos cuando Bain murmuró esas palabras malsonantes. Entonces Leila intervino, viendo el aura tensa entre ambos.

—¡Ah, cierto! Sheemon, en realidad Bain es de Graus.

Sheemon también provenía de Graus, y fue recogido por Leila cuando Luminar destrozó Graus. De esa forma, Sheemon y Bain tenían bastante en común.

—Pero ahora que soy tu prometido, puedo decir que soy de Sumeros, Leila.

Sheemon sonrió y tomó la mano de Leila. Ante el gesto, Bain apartó la mirada descuidadamente de ambos.

—No tiene nada que ver conmigo.

Si un tipo llamado Sheemon era de Graus o de Sumeros, no le importaba a Bain. Solo le importaba regresar a Graus.

—Qué duro es este león con su salvavidas. ¿Acaso dijiste: “gracias por salvarme”?

Sheemon habló medio en broma, medio en serio.

La palabra “león” le dio a Bain más fuerza.

—Sheemon, salgamos. Creo que Bain está muy cansado y aún no ha podido recuperarse del todo.

Leila, intuyó que Bain no se encontraba bien, tirando del brazo de Sheemon.

—Deberías estar agradecido, León Negro —dijo Sheemon—. Si no fuera por nosotros, habrías muerto o sido vendido como un objeto de colección a nobles locos en juegos de gladiadores.

Como resultado, Bain se mordió los dientes y miró a Sheemon.

—Vamos, Sheemon. Entonces descansa, Bain.

Leila se apresuró a sacar a Sheemon de ahí.

♦ ♦ ♦

Leila le pidió a Amal que le permitiera a Bain quedarse en la casa Hessus hasta que regresara a Graus. Al contrario de lo que le preocupaba, Amal le dio a Bain una habitación para quedarse sin poner objeciones. Nassar, Sarah y Sheemon, que disfrutaban de los juegos de gladiadores, también estaban interesados ​​en Bain, por lo que todos agradecieron la noticia.

Unos días después, Bain comenzó a sentirse cómodo, por lo que salió al jardín en busca de los rayos del sol. Era la primera vez que veía la tranquilidad de Sumeros, algo que no había podido encontrar en sus diez años como esclavo y gladiador. Solo ahora podía llegar a sentir y entender que Sumeros podría ser un buen lugar para vivir. Dátiles dulces, un canal de agua limpia que fluía a lo largo de las estaciones, especias que estimulaban el olfato, alfombras que agradaban a la vista y un cielo estrellado que parecía tejido en el firmamento. Además, era un importante punto de comercio, por lo que cualquier país está ansioso por tener esta zona.

En ese momento, una mujer se destacó al pasar por el jardín. Leila Hessus, con un velo rojo. Habían pasado unos días desde que llegó a la casa Hessus, pero en ningún momento vio el rostro de Leila sin el velo. Así que Bain pensó que Leila era introvertida. Sería lo suficientemente pasiva como para ocultar su rostro.

Sin embargo, sabía que era una mujer influyente, ya que estaba confirmado que sería la sucesora  de Amal Hessus.

Frente a aristócratas de mayor edad que ella, podía expresar sus opiniones sin reservas. Una mujer que podía persuadir con calma a quien la amenazaba con un cuchillo en el cuello.

Una dama extraordinaria.

Esa era la impresión que se llevó de Leila tras observarla durante unos días.

Bien, también tenía los medios como para gastar cien mil trangs por el León Negro, por lo que no podía ser normal.

—¿Bain?

—Señorita Leila.

Bain bajó la cabeza cuando se dio cuenta de que la estaba mirando hasta el punto de ser grosero. Leila se le acercó y le dio la bienvenida.

—Creo que tu cuerpo ha mejorado mucho. Puedes salir y caminar.

—Todo es gracias a ti.

Ante la respuesta de Bain, abrió mucho los ojos. Era algo extraño. Aunque su rostro estaba tapado, sus emociones se dejaban ver en sus ojos con facilidad.

¿Hasta practicaste para que tus emociones se vieran a través de tus ojos?

Sus ojos azul verdoso tenían un extraño encanto que tocaba el corazón de las personas.

—¿Por qué… estás sorprendida? —preguntó Bain.

—Pensé que eras muy orgulloso. Entendí mal que no podrías ser alguien capaz de dar las gracias.

A Bain le gustó que sus palabras fueran más francas que molestas. Palabras que podrían sonar groseras cuando otros lo hicieran. Pero si sonaba sincera y sus palabras eran buenas, entonces, ¿él la aceptó? Tal vez ambas.

De hecho, no iba a decir “gracias” a otros sumerios además de ella, por lo que las palabras de Leila también eran ideas bastante razonables.

Fue entonces… que el sonido de una abeja pasó volando entre los dos. Cuando el sonido de las alas de un bicho espeluznante revoloteó alrededor de sus oídos, Leila se encogió de hombros y dio un paso atrás. Sin embargo, la abeja la siguió en su movimiento.

—No te muevas.

Bain la agarró de la muñeca para no estimular a la abeja. Pero tal vez debido al velo rojo, la abeja revoloteó alrededor de Leila unas cuantas veces más. Al oír el silbido, las alas y el roce cerca de sus orejas, Leila cerró los ojos.

En ese momento, la mano de Bain envolvió sus oídos. Cuando las manos grandes cubrieron los oídos de Leila, el sonido de las alas de la abeja ya no se escuchó. Asustada, Lila abrió lentamente los ojos y miró a Bain.

Podía sentir la calidez a través de los oídos tapados. Pronto la abeja perdió interés en ellos y voló sobre el macizo de flores. Bain soltó lentamente las manos que tapaban los oídos de Leila.

—¿Se fue?

—Se fue.

Fue entonces cuando Leila destensó los hombros y confirmó que la abeja se había ido. Bain se rio porque se veía sorprendentemente linda, buscando una abeja. Le daba vergüenza estar asustada por una abeja.

—Bueno, me picaron una vez cuando era pequeña… ¡Gracias de cualquier manera! Entonces, tengo algo que hacer.

Leila se apresuró a excusarse y se dio la vuelta para escapar. Pero el sonido de algo rasgándose llegó a sus oídos.

Leila intuyó su propia desgracia.

Mientras intentaba huir de la abeja, su velo quedó atrapado en una rama de un árbol y se rasgó, revelando su rostro al sol.

Sus mejillas y boca aplastadas, desfiguradas. Una cicatriz que se había fundido, teñida de rojo.

La vergüenza y el miedo la golpearon. Y los ojos rojos de Bain, hicieron contacto con ella.

—¡No…!

Rápidamente se cubrió la cara con ambas manos, pero ya lo sabía. Que lo vio. Leila miró a Bain con ojos atemorizados, como un hombre al borde de la muerte. Sabía lo que iba a pasar a continuación. Frunciría el ceño y desviaría la mirada, como si hubiera visto algo que no hubiera querido ver, luego hablaría con torpeza y se marcharía. O maldeciría…

—¿Estás bien?

¿Eh? Leila había escuchado una respuesta extraña. Bain quitó casualmente el velo de las ramas. Su mano frotó cerca de la mejilla de Lila y se alejó de nuevo.

—Yo… mi cara…

—Debe haber dolido.

La voz de Bain fluyó hacia los oídos de Leila. ¿Debió haber dolido…?

Bain la estaba mirando. No apartó la mirada y ni siquiera miró la cicatriz como si fuera una atracción de feria o algo asqueroso. Era la primera vez que le respondían de esta forma, por lo que Leila tartamudeó sin saber cómo responder.

—Bueno… No fue tan malo.

Bain se rio amargamente de la excusa de Leila.

—Debe haber dolido mucho.

Bain desenvolvió silenciosamente su cuello hacia abajo. Quedaban cicatrices de color lila en su clavícula y pecho, que quedaron expuestas bajo su ropa. Marcas de cicatrices igualmente quemadas. Pero las del pecho de Bain parecían más grandes y profundas que las de Leila.

—Lo sé porque me han herido mucho. Incluso si soportas que esté bien, no puedes evitar sentirte herida.

Las palabras de Bain retumbaron, llamando a Leila más allá de la barreras impuestas, sonriendo con sinceridad.


Maru
Me da tristeza. Me gusta que él haya sido el primero en preocuparse en cómo estaba ella en lugar de ver esa cicatriz, pero me apena que Leila esté ya condicionada a las miradas y que... ambos hayan sido heridos en sus vidas.

3 respuestas a “No quiero arrepentirme – Capítulo 4: No puedes evitar sentirte herida”

  1. Muchas gracias por el capítulo 😍🥰🥰 me encanta esta historia 🥰 me duele que hayan sufrido pero espero que se ayuden mutuamente 🥰

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