Sin madurar – Capítulo 34: La despedida (7)

Traducido por Den

Editado por Lucy


Las palabras de la señora Irene me pillaron desprevenida.

Mis ojos vagaron inquietos.

Tenía razón. No podía negarlo ¿Un maestro que se saltaba las clases para visitar a su sirvienta? ¿Un maestro que se enfadaba con su sirvienta por ser amable con los sirvientes?

El hecho de que yo fuera su mucama, y por tanto estuviera en su poder, no era una buena excusa. Nadie se lo creería.

—En cualquier caso, eres una doncella plebeya y él es el heredero de un duque de rango alto y de un linaje de la familia real.

—Espere un momento. Nunca he querido tener nada más que una relación maestro y sirvienta con él.

—Hasta ahora. Lo has estado cuidando desde que era un niño, cuando era mucho más pequeño que tú. Así que no lo has considerado de esa forma. No obstante, el maestro pronto se convertirá en un adulto. ¿Estás segura de que lo vas a tratarlo como un hermano menor pase lo que pase?

—Bueno, eso es…

Eso sería difícil, sin duda.

El Leandro que había imaginado al leer la novela era mi tipo perfecto. Y si ese chico ideal me siguiera a todas partes porque le gusto, no podría ignorarlo.

Ahora mismo, solo lo veo como un perro grande que menea la cola y ladra contento, pero ¿podría garantizar que mis sentimientos no cambiarían en un futuro próximo? Meras palabras en una página aceleraban mi corazón por el hombre. No podía asegurarle a la señora Irene que su interés por mí no cambiaría nada.

Me sentía como un manojo de hilos de colores enredados entre sí. No podía explicar cómo me sentía, pero sin duda era complicado. Por ahora, solo deseaba lo mejor para Leandro y Eleonora. Eso era cierto. Solo quería que Leandro fuera feliz.

Pero, dejando eso de lado, ¿estaría bien si un día, todo el interés que tenía en mí desapareciera de repente? ¿Cuán triste me pondría? ¿Qué tan amargo sería?

Sin embargo, no importaba. Porque yo no era la protagonista. El príncipe tendría que quedarse con su princesa para vivir felices para siempre.

La señora Irene esperó con paciencia a que pensara bien las cosas. Tomé un sorbo del té frío. Me parecía que olía bien, pero después de probarlo, solo pude sentir el sabor amargo en la punta de mi lengua.

El sabor amargo del té era una buena metáfora para mi situación. En silencio por un momento, observé los pétalos de las flores que flotaban en la taza. Luego, suspiré y pregunté:

—¿Qué quiere que haga…?

—Aquí, toma esto.

Parecía que sabía que las cosas resultarían así. Como si hubiera estado esperando a que hiciera esa pregunta, sacó un sobre elegante del bolsillo de su pecho. No podía leerlo, pero sí sentir su elegancia por la caligrafía.

—¿Qué es eso?

—Una carta de recomendación, en reconocimiento a tu experiencia laboral en esta finca. Vayas donde vayas y hagas lo que hagas, esta carta te ayudará

—Entonces… señora, ¿me está despidiendo?

—¿Despidiéndote? Te estoy dando una elección. Puedes hacer lo que quieras. Pero me aseguraré de proporcionarte una generosa indemnización.

¿Cómo es que con esto me está dando una elección? ¿No espera ya que renuncie?

Quería gritar. Todo esto era demasiado repentino. Ni siquiera había considerado renunciar.

¿Cuándo preparó este sobre bien envuelto? ¿En qué se diferencia a ser echada? ¿No es un despido injusto?

Quería levantarme y gritarle esas palabras. Parecía la escena de una telenovela en la que la madre del protagonista masculino le ofrecía un sobre lleno de dinero a la novia de su hijo y le decía: “Toma ese dinero y deja a mi hijo.”

Era horrible que en esta ocasión yo tuviera que ser la novia.

—Lo que más me preocupa es el bienestar de esta familia. No es raro que un joven noble juegue con algunas criadas por curiosidad. Ocurre en todas partes.

Levantó su taza y se humedeció la garganta. Esperé a que prosiguiera:

—Hace más de diez años que me encargo del trabajo doméstico en representación de la duquesa. Siento bastante afecto por los sirvientes. Por eso también me preocupo por ti. Una relación entre un maestro y una doncella siempre llega a su fin, y no de buena manera, sobre todo, para la sirvienta. Te lo digo porque te ha cegado el amor. Detente ahora mientras puedas.

—Para empezar, no hay nada que detener.

—Por eso te digo que ni siquiera le des una oportunidad de empezar.

La señora Irene tenía razón.

La escuché en silencio.

Leandro era un noble de alto rango de un país poderoso. Se encontraba en una posición en la que incluso otros nobles lo admiraban. Estaba fuera de la liga de una doncella plebeya.

—El maestro está mostrando un claro favoritismo hacia ti. Y un maestro obsesionado con su doncella sería una desgracia, ¿no crees? Cuando te deseche, tú sufrirás todas las consecuencias.

Sí, todo lo que ha dicho es verdad. Si siguiera insistiendo en quedarme en esta finca por más tiempo, supongo que yo sería la irrazonable y la obstinada.

—Las circunstancias no son favorables para la casa Bellavitti. La desagradable causa de la muerte del anterior duque y el escándalo de la duquesa… Para colmo, que el heredero se aferre a una doncella plebeya… ¿Ves lo mal que están las cosas? Ni siquiera es un adulto y aún no está del todo preparado …

Su voz se fue apagando. Tosió, como si decir todo eso le hubiera secado la garganta.

—En esta situación, sería un problema —resumí.

—Es difícil negarlo…

Quizás esta es una forma de contribuir a la felicidad de Leandro. Eso era lo que quería creer. Si mi partida consolidaba su posición como duque, no me importaba renunciar. Pero me preocupaba que me guardara rencor por irme sin despedirme.

Maldición… Estaba deseando ver la finca decorada con deslumbrantes rosas blancas. Supongo que es un vano deseo.

Solté el dobladillo de mi vestido; lo había estado apretando muy fuerte. Lo alise, me levanté y cogí el sobre de papel frente a mí.

—¿Cuándo quiere que me vaya? —pregunté.

La señora Irene me dedicó una sonrisa amarga. Ojalá no lo hubiera hecho. No tenía que fingir lástima cuando ya había decidido echarme.

—Si puedes, ahora mismo sería lo mejor. Antes de que el maestro regrese.

♦ ♦ ♦

El continente estaba dominado por el Imperio Crescenzo. Bajo el gobierno del rey conquistador, Helios II, el reino se declaró un imperio.

Tras su muerte, la guerra de conquista terminó, pero la mala reputación de Crescenzo por destruir por completo a numerosos pequeños países vecinos se extendió tanto dentro como fuera del continente.

El palacio imperial recién construido era la culminación del lujo y el esplendor digno de la condición de imperio del país. Dondequiera que uno pisara, el mármol blanco resplandecía. Por todo el palacio había estatuas detalladas, talladas en marfil y adornadas con oro y otras piedras preciosas.

Afuera de la sala de audiencias, Leandro esperaba con su traje negro de gala. Creía que la mansión del duque era pomposa, pero el palacio imperial era mucho más impresionante de lo que hubiera podido imaginar.

Aparte de la vez en la que había venido cuando era pequeño, esta era la primera vez que visitaba el palacio imperial. No tenía buenos recuerdos del lugar. Solo quería acabar con sus responsabilidades y volver a casa.

¿Cuánto tiempo tengo que esperar? De pie, mirando al frente, jugueteó con el gemelo de su manga.

—Su Majestad lo invita a entrar —anunció el sirviente del palacio mientras hacía una reverencia. Al mismo tiempo, la pesada puerta se abrió con suavidad sin hacer ruido.

El emperador estaba sentado en el trono, muy lejos de él. Leandro caminó hacia él por la alfombra roja.

—No te he visto desde el funeral del anterior duque. Has crecido mucho desde entonces. —La voz del emperador resonó en la sala. Examinó a Leandro mientras se acercaba al trono—. Pareces un joven fuerte de cerca.

—Gracias, Su Majestad. —Leandro se inclinó sobre una rodilla y le saludó. Fue un gesto elegante y sin florituras. A pesar de su apariencia joven, demostraba una etiqueta perfecta. El emperador asintió satisfecho.

—Me he enterado de que se ha levantado la maldición. He querido hacerte muchas preguntas al respecto.

—Ni siquiera los sacerdotes pudieron identificar la causa. Como la mera víctima, es imposible que lo sepa.

—Es muy extraño. El oráculo dijo que, a menos que se sacrificara una vida, la maldición no se levantaría.

—Creo que fue un milagro de Dios.

Ante la respuesta de Leandro, los ojos del emperador, que parecían los de un águila, brillaron. No parecía creerle en absoluto.

Prometí no contárselo a nadie. Es un secreto entre Evelina y yo, pensó Leandro. Sin pestañear, volvió a agradecerle a Dios.

—Desde entonces, hemos aumentado nuestras ofrendas al templo.

—Si eso crees —respondió el emperador.

Leandro inclinó la cabeza en respuesta. Si el emperador no iniciaba una conversación, Leandro se limitaba a permanecer en silencio. Así que el emperador habló, sonando decepcionado.

—¿No tienes ninguna pregunta para mí? Siento que he sido el que más ha hablado.

—No es cierto, Su Majestad.

—Entonces, ¿cómo es que no conversamos?

—No me considero muy bueno con las palabras, Su Majestad.

—Supongo que puede ser difícil hablar con un adulto a tu edad. Tal vez me he precipitado al juzgarte —se rió a carcajadas.

Leandro esbozó una pequeña sonrisa sin indicar lo contrario.

Incómodo, el emperador se tocó la nuca.

Hubo un momento de silencio. Al final, el emperador se levantó, revelando su figura imponente.

—No quiero desperdiciar nuestro tiempo. Después de todo, ambos somos hombres ocupados.

—No me importa, Su Majestad.

—¡Ja, ja! Gracias por tus palabras. ¿Has venido para recibir tu sello?

En respuesta a la pregunta del emperador, Leandro sacó el anillo familiar del bolsillo de su pecho. El emperador lo tomó y se lo puso a Leandro en el dedo. Luego, estampó su sello en un pergamino que trajo el sirviente del palacio.

—Fácil, ¿no? A partir de hoy, Leandro Cirillo Bellavitti será el cabeza de familia.

Sobre una rodilla, Leandro se llevó la mano derecha con el anillo al corazón y juró lealtad al emperador. Entonces el emperador se mojó los dedos en agua bendita y le salpicó la cabeza.

—De pie, duque Bellavitti.

—Gracias por dedicarme parte de su valioso tiempo, Su Majestad.

—Saltémonos las formalidades. Los Bellavitti son miembros de la familia real, ¿no es así? Te enviaré pronto una invitación para que cenemos juntos. Habría sido agradable que el príncipe heredero estuviera hoy aquí con nosotros. Qué lástima.

—Cuando Su Majestad me llame, vendré enseguida.

—Aun con esa formalidad, ¿eh?

Una vez más, el emperador se echó a reír. Leandro esbozó una sonrisa forzada mientras se sentía cada vez más aburrido e incómodo. Cuando el emperador le permitió retirarse, se despidió de inmediato y se dio la vuelta.

El emperador se acarició la barbilla y observó a Leandro alejándose. Estaba seguro de que el joven duque no le había revelado todo lo que sabía. Cualquier otro lo habría dejado estar, pero no lo hacía porque sabía lo que había dicho el oráculo.

Los pasos de Leandro eran impecables. Nadie diría que ha estado enfermo la mayor parte de su vida. Aunque lo había visto de cerca, seguía sin poder creerlo.

Era su hijo, Diego, quien se suponía que iba a ser maldecido. Al principio, quería erradicar la maldición si era posible. No quería que nadie más saliera perjudicado.

Por desgracia, el oráculo le había informado que la maldición caería sobre esa generación. El emperador quedó desolado. Además, el objetivo era Diego, quien debía heredar el trono.

Había buscado una salida y pronto descubrió una manera de utilizar al heredero de los Bellavitti como chivo expiatorio en lugar de su hijo.

Por supuesto, el emperador había sentido pena por Leandro. Por eso había recompensado al anterior duque con varios territorios junto con la siguiente declaración:

«Por desgracia, tu hijo ha sido maldecido porque comparte la sangre de la familia real.»

Eso le bastó al anterior duque. Siendo un adicto al juego y a las mujeres, ni siquiera lo había cuestionado. De hecho, ni siquiera podía, aunque quisiera, porque solo había escuchado al oráculo decir que la maldición caería sobre alguien. Muy pocos sabían sobre quién.

Diego también era ignorante al respecto. El emperador esperaba que su preciado hijo nunca descubriera la desagradable verdad. La mayoría de las personas que la conocían ya estaban muertas. Así que mientras lo mantuviera en secreto, nadie se enteraría nunca.

No se sentía culpable. Ya no.

El imperio existe gracias al emperador y la nobleza existe gracias al imperio. Tuve que tomar la decisión obvia como el gobernante del país.

Se había estado repitiendo esas palabras una y otra vez. Transcurrieron meses y años y ya no se sentía culpable.

Además, Leandro se había curado gracias a algún extraño milagro. Así que, al final, todo había salido bien.

Sin embargo, en el fondo sospechaba algo. El oráculo había declarado que la maldición se cobraría una vida. Las palabras de Leandro de que la maldición se había levantado de repente como si fuera una bendición de Dios eran muy sospechosas. En primer lugar, si Dios pudiera hacer milagros, no habría permitido que se lanzará la maldición.

El emperador frunció el ceño mientras observaba la puerta cerrada. Estaba claro que había algo raro. Algo que nadie sabía.

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