Sin madurar – Capítulo 33: La despedida (6)

Traducido por Den

Editado por Lucy


—¿Qué?

—¿Qué clase de respuesta es esa? ¿Quieres que lo repita? Llámame Lean.

—No puedo hacer eso —me negué de inmediato. Me sorprendió tanto que casi salté de mi asiento.

La protagonista femenina puede llamarte así. Yo solo soy una humilde sirvienta.

No importaba lo cercanos que fuéramos, había un límite que debíamos mantener. Esta era una sociedad de clases estrictas y solo aquellos en la cima de la pirámide social podían rebajarse tanto.

—Maestro, no vaya por ahí diciendo eso, sino se meterá en muchos problemas.

—No le digo estas cosas a cualquiera.

—Tampoco puede decírmelas a mí.

—Sí, sí puedo.

—No, no puedo.

—Puedo.

—En serio, causará muchos problemas. ¿Cómo puede una criada llamar a su maestro por su nombre?

—En ese caso, no seas una criada —murmuró algo para sí mismo que no pude entender.

Nos meteremos en un grave problema si seguimos así. Entiendo que depende bastante de mí porque lo he cuidado desde que era niño, pero en un momento tan importante como este, en el que pronto conocerá a Eleonora, ¿me está abriendo su corazón?

—Parecía que disfrutabas de tu vida como sirvienta, así que te dejé continuar, pero ahora eres una sirvienta hasta la médula.

—Una sirvienta es una sirvienta. ¿Qué quiere decir con que soy una sirvienta hasta la médula? ¿Se está burlando de mí? Todas las ocupaciones son igual de honorables, ¿no lo sabe?

—Eso no es lo que quería decir. Es solo que sigues actuando como alguien de baja cuna.

—Es que soy de baja cuna…

¿Crees que quise levantarme un día y encontrarme con que era una sirvienta? Preferiría ser una dama de una casa rica y noble. Será mejor que agradezca que me haya adaptado con facilidad a esta realidad, porque soy tan amable como un ángel.

Aun así, tuve la suerte de ser la doncella de un ducado y no una vagabunda. Aparte de tener que lidiar con la reciente partida de la duquesa, no he tenido ninguna dificultad con mi trabajo. No tenía quejas sobre mi vida en este momento.

—Así que deje de intentar provocarme. Estoy contenta con cómo está todo ahora mismo.

—Yo no. No podemos seguir con esta relación de maestro y sirvienta para siempre.

—Maestro, ¿está… hablando en serio ahora mismo?

—Sí, así que deja de trazar líneas entre nosotros y de alejarme.

Exhalé un largo suspiro. Seguía siendo un niño inmaduro.

No puedo creer que alguna vez lo considerara un hombre. Qué error.

Dado que se ha pasado media vida enfermo en cama, quizás sea comprensible que no sea consciente del todo de los estatus. Nunca había asistido a ningún acto social ni a ninguna fiesta, así que tal vez no podía ver las claras diferencias sociales entre nobles y plebeyos.

—En cualquier caso, esto no va a funcionar.

—Puedo hacer que funcione. Esperaré. Esperaré hasta que me llames Lean.

—Ese día nunca llegará.

—Estás bromeando.

—¿Por qué cree que bromeo? Hablo en serio.

—Yo también.

Sacudí la cabeza. Leandro de verdad necesitaba concienciarse.

Las miradas de las personas que nos rodeaban, el prestigio del ducado.

Era el protagonista masculino secundario, el segundo personaje masculino más importante en la historia. En cambio, yo era la doncella «número uno», un personaje secundario cualquiera.

—No tengo que ser yo. Llegará una persona que lo llamará por su nombre.

—Eso no importa. Te quiero a ti.

¿Cómo puedes decir eso sin saber nada de tu futuro?

En la historia original, Leandro se enamoraba tanto de Eleonora que no podía pasar ni un solo día sin ella. Pero, en este momento, él lo desconocía. Intenté convencerlo de alguna manera.

—Si la gente se enterara de que el duque Bellavitti permitió que su doncella le llamara por su nombre, ¿cómo se ocupará de las repercusiones?

La sociedad ya había estado rumoreando de que la casa Bellavitti era inestable bajo su fachada. El padre falleció durante una aventura con su amante y la madre era una alcohólica y una bomba de relojería en los eventos sociales. Así que, como futuro heredero, Leandro era el centro de atención.

Sin embargo, no era consciente de su estatus mientras coqueteaba con una sirvienta.

—Sé lo que estoy haciendo. ¿Crees que soy un idiota?

—De todos modos, no puede hacer eso ahora. Pronto se convertirá en el duque Bellavitti y no puede arriesgarse. Además, no me siento cómoda con la forma en que las personas me miran cuando estoy a solas con usted.

—¿Quién te hace sentir incómoda? Espera, creo que lo sé.

Se acarició la barbilla y reflexionó.

Observándolo, pensé que no debería haber dicho esa última parte. Ya me sentía agobiada con excesiva e inapropiada atención. Entonces me di cuenta de que acababa de avivarla.

Me alise el vestido y me levanté.

—¿A dónde vas? —me preguntó, mirándome desde la punta del sofá.

—Es tarde.

—No puedes volver a irte sin mi permiso.

—Entonces, ¿desea que me quede aquí…?

—¿Y por qué no?

Suspiré profundo. Leandro frunció un poco el ceño, pero no dijo nada. Tenía que quedarme a su lado mientras contemplaba algo.

Al final, levantó las comisuras de sus labios y sonrió, como si hubiera descubierto algo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué sonríe así?

—Es un secreto, por ahora.

—No hay secretos entre nosotros.

—¿Qué somos, qué te hace decir eso? —preguntó, a la expectativa.

¿Qué respuesta está buscando?

Ladeé la cabeza, pensando.

Somos…

—Maestro y sirvienta, por supuesto.

—No… Eso ya lo sé.

Sus hombros cayeron como si estuviera decepcionado. Luego, murmuró:

—¿Qué podía esperar de ti?

Mirándole fijo, le pregunté qué respuesta esperaba de mí, pero no respondió. Se tapó los ojos con su gran mano y gimió molesto.

—¿Qué voy a hacer contigo?

¿Perdón?

—Es suficiente. Deja de mirarme como si no lo entendieras y vete.

—Ah, está bien.

—Ahí va, sin mirar hacia atrás…

♦ ♦ ♦

—¿Por qué nadie me despertó…? —musité mientras trataba de vencer la fatiga mañanera. Cuando me desperté, ya era tarde por la mañana. No sabía la hora exacta, pero la habitación estaba vacía. Era obvio que llegaba tarde.

Despertarme tarde no era un gran problema, ya que no existían los despertadores. Pero por lo general nos despertábamos las unas a las otras por las mañanas, aunque tuviéramos que sacarnos a rastras de la cama.

¿Por qué me dejan sola? ¿De verdad me odian? ¿Me están excluyendo?

Me puse con rapidez el uniforme de doncella, me até el delantal y abandoné la habitación. Por lo general, la finca estaba bastante tranquila, pero hoy había un silencio sepulcral.

¿Será porque me siento culpable por haberme quedado dormida?

Caminé apresurada por la mansión buscando a la señora Irene. Deambulaba con frecuencia por aquí y por allá, así que no era fácil de encontrarla a menos que viniera a mí. La mansión era enorme, así que era aún más difícil.

Al pasar por un pasillo, vi a una doncella barriendo. Me acerqué a ella y le pregunté:

—¿Has visto a la señora Irene?

—Sí. También te estaba buscando. Parece que se desencontraron por un segundo.

—¿Recuerdas dónde la viste por última vez?

—Cerca del salón, creo. No estoy segura de si seguirá allí.

—Me arriesgaré. Gracias.

¿Me está buscando? Me vio anoche con Leandro arrodillado a mis pies y hoy me he quedado dormida…

Creyendo que estaba en problemas, subí corriendo las escaleras. La gente decía que era mejor enfrentar los problemas de frente. No podía esperar a deshacerme de esta inquietud que me consumía.

Toda la finca estaba en silencio, quizás porque Leandro se había ido al palacio a primera hora de la mañana.

Por fin llegué al salón. La puerta estaba abierta de par en par. Parecía que las sirvientas habían terminado de limpiar. Para comprobar la limpieza, la señora Irene pasaba el dedo por las mesas y las estanterías.

Llamé a la puerta para captar su atención. Se giró y me miró como si ya supiera que estaba allí.

—Señora.

—Evelina, entra.

—Señora, me he quedado dormida…

—Está bien. Entra y cierra la puerta. Tenemos que hablar.

¿Está bien?

No solo me había retrasado una o dos horas, sino que ya era de mediodía. Su respuesta me sorprendió, ya que había estado esperando una reprimenda de su parte.

La señora Irene me agarró del brazo y me condujo al salón cuando me quedé de pie dudando. La seguí y me senté en la punta del sofá.

Después de asegurarse de que estaba sentada, trajo dos tazas de té caliente. Observé confundida la taza que me puso delante. Luego, levanté la cabeza e hice contacto visual con ella.

Siempre nos saludábamos cuando nos topábamos, pero esta era la segunda vez que estábamos solas en la misma habitación. Me sentí muy incómoda, quizás porque era mi supervisora.

Sonrió un poco, como si me hubiera leído la mente. También curvé las comisuras de mis labios. Entonces comenzó a hablar.

—Como he dicho antes, tenemos que hablar.

—Por supuesto. Continúe, por favor.

—En primer lugar… Estoy segura de que estabas cansada porque te quedaste despierta hasta tarde.

Se refería al incidente de anoche. Hice lo que pude para calmar mi corazón palpitante.

Siendo técnicos, no hice nada malo. Solo subí a ver a Leandro que me convocó. No tenía ni idea de que me haría sentar en el sofá y se arrodillaría frente a mí.

—Entiendo muy bien que se haya hecho una idea equivocada de lo que vio anoche…

—Ahórrate las excusas.

—¿Excusas? Solo quería contarle la verdad.

—Te lo dije antes, ¿no? Conoce tu lugar.

—Por supuesto. Lo sé muy bien.

Yo venía de una sociedad donde todos eran iguales en el mundo. Tenía que recordármelo sin parar, ya que todavía me costaba entender el concepto de nobles y plebeyos. Por eso, que me dijera que “conociera mi lugar” me resultaba muy ofensivo.

No obstante, no lo demostré. Yo era una doncella plebeya, como ella decía.

La señora Irene me miró con la espalda recta. De repente recordé que ella era una noble. Aunque era una de las sirvientas, su estatus en verdad era diferente.

Supongo que así es cómo los nobles miran a los plebeyos.

—Te he estado vigilando por los rumores —prosiguió—. Pero anoche también estabas en el dormitorio del maestro.

—No fui porque quisiera. El maestro tocó la campana, así que…

—Lo sé. No tuviste opción.

Entonces, ¿esto quiere decir que conoce toda la situación? Jugueteé con el dobladillo de mi falda, sin saber qué más decir. La taza caliente humeaba, emanando un fuerte olor a hierbas.

El salón estaba silencioso, excepto por el tic-tac del reloj. La voz de la señora Irene penetró ese sonido.

—Eres una sirvienta, así que por supuesto que debes dirigirte hacia tu maestro cuando te llama. No te estoy regañando. El maestro es el problema.

Guardé silencio.

—¿No vas a decir nada?

—¿Qué puedo decir?

—Deja de fingir ignorancia. ¿De verdad vas a quedarte sentada ahí y a decirme que no te has dado cuenta de cómo te mira?

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