Sin madurar – Capítulo 32: La despedida (5)

Traducido por Den

Editado por Lucy


Sorprendida, retrocedí un paso y grité.

—M-Maestro, qué… ¿Qué está haciendo?

—Es una pena ver cómo tus bonitas manos se llenan de cicatrices cada día que pasa.

Los ojos que me miraban fijo eran firmes y tenaces. Recordé cómo de niño giraba la cabeza al instante cuando lo observaba a los ojos. Comparado con aquel entonces, de repente parecía mucho más grande y maduro.

Ha crecido…, pensé. Pero de pronto recobré el sentido.

—Apliquemos un poco de ungüento.

Me tiró de la manga y me sentó en el sofá.  Luego, trajo el agua fría de la tetera y un pequeño frasco de pomada de los cajones cercanos.

Cuando me levanté del asiento, nerviosa, enarcó una ceja.

—Vuelve a sentarte.

—Maestro, ya le he dicho que no puede sentarse en la misma posición que una sirvienta.

—Siéntate —ordenó en voz baja. Refunfuñé, pero me senté.

Leandro y yo estábamos demasiado cerca. Con nuestras narices casi tocándose, se puso en cuclillas frente a mí y enderezó la espalda. Aunque el sofá era bastante grande como para que dos adultos se tumbaran, se agachó, apoyándose sobre una rodilla a mis pies.

—Maestro… Creo que nuestras posiciones son inapropiadas.

—¿En serio? No lo creo. —Ladeó la cabeza mientras me limpiaba la herida con agua. Luego sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y me secó la mano. La sangre roja y brillante lo tiñó.

Me estremecí ante el dolor del agua calando en la herida.

Entonces Leandro abrió el frasco de la pomada. Sacó demasiada medicina para un simple corte en el dedo. Me la aplicó tanto en el dedo como en la larga cicatriz de la palma de la mano.

—No necesita ponérmela en la palma.

—Quién sabe.

—Sé qué no desaparecerá.

Porque es una prueba de que la maldición de Leandro fue rota.

Se suponía que la protagonista femenina la obtenía y a Leandro le apenaba mucho. ¿Cómo podría la preciosa flor que creció en invernadero tener cicatrices tan feas como las de los mercenarios que crecieron en las calles?

Sin embargo, yo era una criada y no me importaba. Mis compañeras tenían un montón de heridas leves, como las marcas de las agujas o las quemaduras por tocar el agua caliente.

Era una simple cicatriz. Además, era muy diferente a Eleonora, que tenía doncellas que la ayudaban a cambiarse de ropa o a peinarse. Así que Leandro no necesitaba estar tan triste, como si el mundo se hubiera venido abajo, solo porque me corté el dedo por accidente.

—¿Cómo lo sabes? Tal vez deberíamos echarle un poco de agua bendita.

—El poder divino no surtió ningún efecto en su maldición. ¿Qué le hace pensar que funcionará con mi herida?

—Buen punto… Entonces, ¿qué podemos hacer? ¿Tienes que vivir con la cicatriz por el resto de tu vida?

—No importa.

Esta cicatriz se suponía que le recordaría a Eleonora a Leandro, incluso tras su ejecución.

Después de la muerte de Leandro, había una escena en la que Eleonora miraba la palma de su mano y pensaba en él. Recordaba la escena, así que sabía que la cicatriz no desaparecería.

—No me avergüenza. De hecho, estoy muy orgullosa de ella.

—¿Sí?

—Puedo cubrirme la palma de la mano. Además, gracias a esto, ahora está sano. Eso es lo que importa.

—Te compensaré…

—¿Cómo?

—Todavía no lo sé.

—¿Me dará un castillo junto al lago o algo así…? —pregunté con un poco de anticipación.

Después de asegurarme de que Leandro consiga su final feliz, no me importaría irme al campo a vivir por el resto de mis días en paz.

Quiero navegar bajo la fresca brisa de la tarde. Sería aún mejor con un marido fornido a mi lado.

—¿Te conformaras con solo eso?

—¿Qué quiere decir con «solo eso»?

¿No es ridículo y caro un castillo junto al lago? Pero supongo que es calderilla para el duque Bellavitti.

No podía imaginar cuánta riqueza poseía, pero considerando lo adinerada que era esta familia, supuse que no sería una sorpresa.

Entonces, supongo que está bien que espere algo así. Pero, claro, todo esto era bajo la premisa de que Leandro no suscitara una rebelión.

—¿Es demasiado modesto?

—¿Modesto? Ni de lejos…

Leandro iba a proseguir, pero de repente llamaron a la puerta, interrumpiéndolo. Ambos giramos la cabeza al unísono.

—¿Quién es? —preguntó molesto mientras se limpiaba el ungüento de la mano.

—Soy Irene.

—¿Qué haces aquí a estas horas?

—¿Puedo entrar?

—Está bien.

La puerta se abrió con suavidad, sin chirriar. La señora Irene sujetaba una lámpara en la mano, pues ya era muy tarde. Cuando me vio sentada en el sofá, levantó sus finas cejas.

En ese instante, el sofá hecho de cuero de gran calidad se sintió tan incómodo como una butaca de agujas. Me levanté de un salto.

—Quédate sentada.

Leandro chasqueó la lengua y agitó la mano.

Agaché la cabeza, tratando de evitar la evidente mirada antipática de la señora Irene. Intenté volver a sentarme, pero mis ojos notaron que Leandro seguía agachado en el suelo sobre una rodilla, así que me quedé de pie.

—De verdad no me haces caso, ¿cierto?

—Sabía que este día llegaría…

—¿Este día?

—El día en que sufriría una injusticia por culpa de su favoritismo… —susurré para que la señora Irene no pudiera oírme. Leandro se inclinó hacia mí y resopló ante mis palabras.

—¿Por qué dejaría que sufrieras?

—He estado… sufriendo durante un tiempo…

—¿Qué?

Sacudí la cabeza, pensando en las sirvientas que habían estado cuchicheando sobre Leandro y yo a mis espaldas. Ignorante a ello, me miró desconcertado.

Mientras susurramos entre nosotros, dejando a la señora Irene de lado, tosió para llamar nuestra atención. Él por fin se levantó del suelo y, acto seguido, se dejó caer en el sofá. Luego, le asintió.

—Ve al grano.

—Las semillas de la flor que buscaba se pueden importar del sur. Sin embargo, será bastante difícil cultivarlas aquí debido al clima frío del norte.

—¿Eso dijo el jardinero?

—Sí. Acabo de hablar con él.

—Ya veo. En ese caso, veremos si podemos construir un invernadero en la finca.

—Informaré al mayordomo mañana.

—Muy bien. Irene, ¿recuerdas cuando te hablé de contratar más sirvientes…? ¡Ay!

Me coloqué detrás de Leandro y le pellizque el hombro. Inclinó la cabeza hacia atrás para mirarme y frunció los labios. Me puse seria y negué con la cabeza.

Suspiró y cambió de tema.

—No importa… ¿Eso es todo?

—No, hay otra cosa. Escuché… de una de las sirvientas…

—Está bien, dime.

—Hmm, no importa. Volveré mañana.

—Supongo que no es tan urgente.

—Vendré temprano en la mañana… Que tenga una buena noche.

La señora Irene hizo una profunda reverencia y se retiró.

Miré el reloj de la pared. Ya era tarde.

Mañana tengo que levantarme temprano.

Recogí el vendaje del sofá y me envolví el dedo lo mejor que pude. Era demasiado difícil atar un nudo con una sola mano.

Leandro me observó en silencio con la barbilla apoyada en el reposabrazos. Luego, se acercó a mí y me ayudó a atarlo bien.

—¿Qué pasa?

—Está mostrando favoritismo hacia mí…

—¿Y qué? Te mereces un trato mejor.

Leandro arqueó sus cejas negras. Parecía descontento con mi vida de sirvienta en la que he insistido incluso después de levantar la maldición.

Nací como una plebeya y no quiero destacar.

—Las otras doncellas se van a molestar porque las tratan de forma injusta.

—Por eso quiero contratar a más gente.  Pero me lo impediste.

—Contratar más sirvientes no es la solución.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti?

—Vaya, ahora es el cabeza de familia y una persona muy importante con autoridad, ¿no?

—Si lo sabes, ¿por qué no confías un poco en mí?

—Ah, de acuerdo. Está bien.

—No tomes mis palabras a la ligera.

Sonriendo con los ojos, me reí. Leandro se enfadó, diciéndome que no actuará como una abuela trataría a su nieto.

—Dios, solo nos llevamos cuatro años. Así que deja de tratarme como un mocoso.

—Esa no es una palabra que el futuro duque usaría.

Ante mi comentario, guardó silencio.

—Maestro —lo llamé y no me respondió—. Maestro, está enfadado, ¿verdad?

—No.

—Entonces, ¿por qué no me contesta? ¿Así es como me va a tratar? No nos hemos visto en mucho tiempo. Lo he extrañado mucho.

Dejó de acariciarme el dedo vendado. Parpadeó inexpresivo, como si estuviera en shock.

—¿Qué pasa?

—Estoy un poco sorprendido…

—¿Por qué?

—Esa muestra de afecto.

—¿Qué?

—No finjas que no me has oído. Dijiste que me extrañabas.

—¿Muestra de afecto…?

—Repítelo.

—¿Muestra de afecto?

—No, eso no. Lo de que me extrañabas.

—¿Lo he extrañado mucho…?

—Otra vez.

—Lo he extrañado mucho.

—Una vez más.

—No quiero.

—¿Te matará hacerlo por mí? —Hizo mohín.

No entendía por qué seguía queriendo que se lo repitiera.

¿Tiene fiebre?

Levanté la mano sin pomada y le toqué la frente. Sin duda estaba bien.

Al ver que estaba bien físicamente, pensé que algo debía pasarle en la cabeza.

—Dímelo una vez más.

—Lo he extrañado mucho…

—Eso me hace feliz.

—A mí no.

—Deja de arruinar el momento y cállate.

Leandro me hizo repetir la misma frase unas cuantas veces más. Pronuncié las palabras con frialdad. Al final me dejó ir después de oírlo cientos de veces. Aunque lo dije de forma mecánica, carente de sinceridad, sonrió contento.

—Yo también te he extrañado.

—Ah… De acuerdo.

—¿Qué pasa con tu respuesta?

—Es que…

Su sonrisa se desvaneció poco a poco. Cuando me miró con atención, evité sus ojos.

En el pasado, habría pensado que hacía el tonto, pero era extraño oírle hablar como un hombre adulto con una voz grave.

¿Qué diablos estoy haciendo, pensando en Leandro como un hombre? Después de todo, es el hombre de Eleonora.

—Parece que pronto dejaré de llamarlo maestro.

—Sí.

—Llamarlo milord será un poco incómodo.

—Entonces, no me llames así.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir? —pregunté con curiosidad. Leandro pausó por un momento y esperé con paciencia.

Sabía cómo utilizar su rostro atractivo. Ladeó la cabeza y me miró. Sus ojos brillaron como estrellas mientras me pedía algo disparatado.

—Llámame Lean.

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