Sin madurar – Capítulo 31: La despedida (4)

Traducido por Den

Editado por Lucy


La larga temporada de lluvias por fin acabó y los días soleados de verano regresaron junto con el cantar de las cigarras.

Después de mucho tiempo, al fin salí. Me apresuré a ir al lavabo con las doncellas de la lavandería para lavar las sábanas. Remangamos el dobladillo de los vestidos para que no se mojara, e hicimos burbujas con el agua resbaladiza del jabón. Luego, dimos saltitos y reventamos las burbujas.

Una de las sirvientas se acercó con una cesta de refrigerios.

—Evie, la señora Irene te quiere en la cocina —dijo mientras me entregaba un sándwich y un zumo.

—Nunca he trabajado en la cocina.

—Al parecer la mucama que suele ayudar en la cocina tiene malestar estomacal.

—Supongo que no tengo elección.

Las otras sirvientas tenían áreas asignadas.  Y dado que iba adonde me necesitaran, no tenía más remedio que ayudar. Después de secarme las piernas y merendar, me dirigí a la cocina.

La chef me saludó y me encargó el trabajo de pelar las patatas. No la había visto en mucho tiempo.

En la lavandería, al menos podía charlar con otras doncellas mientras trabajaba, pero era aburridísimo sentarse en un rincón sola a pelar patatas negras.

—¡Ah, Lorenzo!

—¿Evie?

Justo en ese momento, Lorenzo entró con sacos sobre los hombros. Se secó el sudor de las sienes y bebió agua.

También trabajaba aquí y allá sin una zona asignada, así que cruzábamos a menudo.

Mis mangas remangadas se estaban cayendo, por lo que me las iba a acomodar con los dientes. Pero Lorenzo se acercó desde atrás y me las subió por mí.

—Hace tiempo que no te veo por aquí.

—Aunque ayer me viste en los pasillos.

—Pero no te suelo ver en la cocina.

—No he podido venir porque el maestro come en la oficina.

—¿Estás pelando patatas? Ten cuidado, ese cuchillo está muy afilado.

—Gracias por preocuparte por mí.

En ese momento, la chef se acercó con un plato lleno de galletas rotas. Todos los sirvientes que trabajaban en la cocina se lavaron las manos y se acercaron. Después de limpiarme la tierra de las manos con el delantal, me metí entre la multitud y cogí una galleta.

—Parece que os lleváis bien —me comentó uno de los sirvientes, mientras masticaba mi galleta.

Ja… Exhalé un profundo suspiro. Ahora sí que me estaba molestando cómo la gente me relacionaba con Lorenzo o con Leandro allá donde iba.

—No es así.

Antes de que pudiera replicar, Lorenzo intervino y sacudió la cabeza. Lo miré. Se rascó el cabello ocre rizado y habló por mí.

—Solo somos amigos íntimos.

—Así es como empieza todo. Pasó lo mismo entre el mayordomo y yo. Llevarle comida y fingir que nos topábamos por casualidad… Y fue así como nos casamos —relató orgullosa la chef.

Sí, sé que las personas suelen comenzar a salir mientras trabajan juntos.

Una por una, las doncellas de mi edad empezaron a encontrar pareja.  Parecía que la chef sentía pena por mí porque estaba sola, a pesar de los rumores que circulaban a mis espaldas.

—Todos saben lo leal que eres al maestro. Aun así, los rumores son molestos, ¿cierto?

—Solo no sé por qué me siguen relacionando con el maestro de esa forma inapropiada…

—Lo sé. Sobre todo, cuando tienes a un hombre tan guapo como Lorenzo a tu lado.

—Dios, ¡tampoco hay nada entre Lorenzo y yo!

—Ten cuidado.  Podrías herir sus sentimientos.

Levanté la cabeza y lo miré. Se reía incómodo.

Más allá de que sintamos algo el uno por el otro o no, estaba segura de que no debe haber sido agradable oírlo decir en voz alta. Le di un golpecito en el hombro y me disculpé.

—Lo siento, no lo decía de esa forma.

—No pasa nada. Sé que estás pasando por un momento difícil, Evie.

—Lorenzo, eres muy dulce…

Estaba rompiendo la galleta de mi mano cuando la chef me gritó que dejara de jugar con la comida. Me escondí detrás de Lorenzo y le saqué la lengua.

—¡T-Tú! ¡No te hagas la graciosa conmigo, señorita!

—Eres como una madre que no para de darme la lata para que me case.

—Si has terminado de comerte las galletas, date prisa y termina de pelar las patatas.

—Sí, señora.

Me reí y asentí con la cabeza. Me sentía un poco mejor después de comer algo dulce.

Lorenzo se despidió con un gesto con la mano mientras salía de la cocina. Regresé a mi asiento después de despedirme de él.

He estado estresada porque varias sirvientas comenzaron a mostrarse hostiles conmigo, diciendo: «¿Qué tienes de especial para que el maestro siga buscándote?» Pero encontré paz en la cocina. Era un ambiente animado y tranquilo; era reconfortante.

—Ay.

Estaba tan entusiasmada pelando las patatas que me hice un corte bastante profundo en el dedo.  La sangre comenzó a brotar. Al principio no me dolía, pero tras ver la sangre, de repente me dolió muchísimo. Cuando me retorcí chupándome el dedo, una de las doncellas se acercó a mí.

—Deberías haber tenido más cuidado. Yo pelaré el resto, así que ve a ponerte algo de medicina. No creo que puedas seguir trabajando con ese dedo.

—Gracias. ¿Dónde está la medicina?

—Encontrarás un botiquín en los cajones de tu habitación. Escuché que todas las habitaciones tienen uno.

—Vale. Estoy sangrando mucho.

—Rápido, ve a tu habitación.

—¡Gracias!

Mientras me chupaba el dedo, fruncí el ceño al sentir el sabor metálico de la sangre. Me envolví el dedo con el dobladillo del delantal y corrí a mi habitación. El delantal blanco se tiñó de rojo aquí y allá.

Podría haberlo llevado unos días más, pero qué mal.  Tengo que cambiarme enseguida.

Me apliqué el medicamento en el dedo y me lo vendé. Hice todo lo que pude para hacerlo con una mano, pero no funcionó muy bien.

Debería pedirle a una de mis compañeras de habitación que me ayude a vendármelo más tarde. 

La doncella en la cocina me aconsejó descansar, pero volví a salir de la habitación.

—Ah, aquí estás, Evelina. Ya te habías ido cuando fui a la cocina.

La señora Irene apareció al otro lado de las escaleras. Garabateó algo en el bloc de notas que tenía en la mano y guardó la pluma en el bolsillo del delantal. Luego, se acomodó las gafas y me miró.

—He oído que te has cortado el dedo. ¿Te has aplicado la medicina?

—Sí. Un poco —sonreí con timidez y le enseñé el dedo. Se acercó un poco y lo examinó.

—¿Adónde vas ahora?

—A la cocina.

—No te preocupes por eso, deberías descansar. En esta finca no hacemos trabajar a la gente hasta morir. —Enderezó la espalda y habló como si estuviera muy orgullosa de su profesión y el trabajo.

—Ah… Entonces, ¿solo debería descansar? —pregunté, dudando.

—Por supuesto. Vuelve rápido a tu habitación. Y avísame si crees que tienes demasiado trabajo.

—Nunca lo he pensado… ¿Por qué diría eso?

—El maestro me dijo que contratara a más empleados. Me sorprendió, porque ya tenemos más trabajadores que cualquier otra finca… —Se encorvó mientras su voz iba atenuándose. Parecía estar molesta porque Leandro se estaba entrometiendo en el trabajo doméstico.

En ese momento, recordé a Leandro preguntándome si lo estaba pasando mal estos días.

Dios, este chico. Le dije que estaba bien…

—De estas cosas se debería ocupar la señora de la casa, no yo. Pero me estoy encargando de la mayoría de ellas, ya que el maestro aún es joven…

Se ahuecó las mejillas y sacudió la cabeza. La señora Irene tenía más autoridad de la que debería tener cualquier doncella principal. Se debía a que la duquesa no estaba para dar órdenes.

Sabía que en realidad se sentía feliz por dentro, así que sus palabras eran más un alarde que una queja.

—Estoy segura de que el maestro está tranquilo porque usted está aquí, señora.

—¿De verdad lo crees?

—P-Por supuesto…

Me agarró con alegría la mano herida y la apretó, haciéndome gritar. Sorprendida, la señora Irene me soltó y prosiguió:

—¿Qué puedo hacer? Debo trabajar duro hasta que el maestro cumpla la mayoría de edad y encuentre una pareja.

—Sí… Por supuesto.

—Evelina, ¿planeas seguir trabajando aquí durante un tiempo?

—Creo que sí. No tengo a dónde ir.

—¿En serio? Eres muy buena en tu trabajo. Eres muy competente.

¿Qué está insinuando? Ladeé la cabeza y esperé a que continuara. Pero la señora Irene abrió mucho los ojos y alzó la voz.

—Ay, cielos. Me olvidé por completo. Tengo que ir a ver al jardinero. Hablaremos de esto más tarde.

—Adiós.

Me levanté el vestido e hice una reverencia ante ella. Aceptó mi despedida y desapareció con pasos apresurados.

Me di la vuelta y volví a mi habitación. Todavía era temprano y la habitación estaba vacía.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que tuve tiempo para mí?

No tenía que preocuparme de que las doncellas hablaran a mis espaldas ni de tener que regañar a Leandro por venir a verme.

Me senté en la cama con la mente en blanco, pasando un rato a solas. Luego, me quedé dormida.

♦ ♦ ♦

—Evie…

—Evie, te está llamando. Ve a verlo, rápido.

Me desperté al oír una campana, el sol ya se había puesto. La habitación estaba oscura con solo una vela encendida.

Una de mis compañeras me sacudió los hombros para despertarme. Me incorporé, bostezando.

—Tienes el sueño profundo. Ha estado tocando la campana desde hace bastante tiempo.

—Uno de los otros sirvientes podría ir a verlo…

—Eso no funciona. Aunque otra doncella subiera a verlo, seguiría tocando la campana. —Siguió tirándome de la muñeca, molesta.

No tuve tiempo de cuestionar lo que estaba haciendo. La doncella me empujó hacia la puerta, sin siquiera darme la oportunidad de arreglarme el delantal o enderezar el dobladillo del vestido. Vencida por la sirvienta irritada, me dirigí al dormitorio de Leandro.

—¿Maestro?

—Adelante.

Estaba leyendo un libro grueso. Estaba molesta con la campana dorada que yacía sobre la mesa. Leandro esbozó una amplia sonrisa en cuanto me vio, pero luego su rostro se volvió a tensar.

¿Cómo demonios puede cambiar de expresión tan rápido? Me pregunté mientras entraba.

Leandro se levantó enseguida del sofá al percatarse de mi mano.

—¿Estás herida?

—Ah.

Dormí como bebé que me había olvidado del dedo. Leandro examinó la parte inferior de mi cuerpo. Seguí su mirada y vi las manchas rojas del delantal.

—¿Es sangre? —preguntó.

—Me corté el dedo.

—¿Cómo?

Caminó hacia mí dando zancadas. De pronto, sus profundos ojos azules brillaron de forma inquietante que retrocedí sorprendida.

De pie en medio de la habitación, Leandro tomó mi mano. Frunció el ceño al verla mal vendada.

—¿Qué es esto?

—Está bien. Estoy bien. También ya me he aplicado la medicina.

—¿Qué te has hecho en el dedo? Pincharse el dedo con una aguja no dejaría un corte tan profundo.

—Hoy he trabajado en la cocina.

—¿Por qué?

—Porque no teníamos suficientes trabajadores…

—Parece que la doncella principal no hace caso a su señor.

La culpa recayó sin querer en la señora Irene.

¡Eso no es cierto! Estaba sustituyendo a alguien solo por hoy.

Iba a explicárselo, pero fue más rápido. Me quitó el vendaje chapucero.

—¿Maestro…?

Puso una cara triste mientras observaba mi dedo. Miró fijó la herida durante un rato, como si no pudiera oír mi voz.

De repente, agachó la cabeza. Cuando yo también la agaché, la levantó apresurado. Así que dejé de moverme.

Mirándome, sacó la lengua. Podía predecir lo que iba a hacer a continuación, por lo que sonaban campanas de advertencia en mi cabeza.

Peligro.

La herida volvió a abrirse y la sangre brotó. Leandro me lamió el dedo lastimado.

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