Traducido por Den
Editado por Lucy
El vizconde, la vizcondesa y sus hijas esperaban en el comedor. La mesa era estrecha y larga. Me senté junto a Leandro y frente a la vizcondesa.
—No es mucho, pero esperamos que lo disfrute —dijo ella.
Al contrario de sus palabras, la mesa estaba repleta de una ensalada mixta aliñada con vinagreta, varias frutas en cestas de madera y pollo asado relleno y especias.
Me limpié la boca para asegurarme de que no estuviera babeando. No había comido desde el desayuno ya que llevábamos viajando todo el día. Mi estómago rugió al percibir el delicioso olor de la comida.
Un sirviente cortó un trozo de pollo y me lo sirvió en un plato. Troceé el trozo con tenedor y cuchillo y me lo metí en la boca. La piel estaba crujiente pero la carne jugosa. Estaba tan delicioso que casi se me saltan las lágrimas.
Mientras yo disfrutaba de la lujosa comida, Leandro conversaba con el vizconde, quien estaba muy animado. Habló largo y tendido sobre su negocio mientras se acariciaba la perilla.
—Estamos planeando plantar más uvas en la mansión el año que viene.
Leandro se limitaba a remover el vino en su copa.
—Es una buena idea. El vino es muy dulce.
El vizconde no le daba oportunidad de llevarse la comida a la boca. En realidad, era el que más hablaba, él solo asentía sin entusiasmo. Pero al hombre no parecía importarle.
—Por cierto, ¿tuvo algún problema en el camino? —preguntó.
—¿Algún problema?
Leandro arrancó un trozo de pan y lo mojó en la sopa. Parecía cansado de la absurda conversación.
—Oímos que hubo un asesinato en el bosque de Sonia.
—Sí me enteré del robo con asesinato.
—Se perpetró otro después de ese. No muy lejos de donde ocurrió el primer incidente. Estoy seguro de que ambos los cometieron los mismos criminales.
—El bosque de Sonia no está muy lejos de aquí, ¿verdad?
—Tendrá que atravesar el bosque de camino al ducado. Estoy seguro de que esos vándalos no se atreverán a atacar su caravana.
Leandro dejó de cortar la carne. Dejó el tenedor y el cuchillo sobre el plato y juntó las manos, pensativo. El vizconde ya había cambiado de tema, pero él no parecía prestarle atención. Tal vez porque existía una alta probabilidad de que tuviéramos que acampar al aire libre a partir de ahora.
Como si se le hubiera ocurrido algo, de repente se giró a mirarme. Sus ojos azules parecían más oscuros en esta habitación poco iluminada.
Levanté el tenedor con un trozo de pollo para calmar sus nervios. Luego lo agité un poco y articulé las palabras: «Está delicioso.»
Él se inclinó más para escucharme. Una vez más, articulé que estaba delicioso. Por fin lo entendió y respondió con una sonrisa.
—¿Su Majestad dijo algo sobre el asunto de la seguridad en el sur? —interrumpió el vizconde.
—Se lo preguntaré en persona cuando vuelva.
Leandro lanzó una pequeña manzana al aire, la atrapó y le dio un mordisco.
Me centré de nuevo en mi comida. Sentía un poco de pena por él.
Es evidente que no le interesa. Ya déjalo comer.
—¿Qué tal está la comida? —preguntó la vizcondesa en cuanto dejé el tenedor.
Me limpié la boca con la servilleta y sonreí.
—Perfecta.
—Me alegra saber que alguien tan importante como usted la está disfrutando.
Agité las manos avergonzada.
—Oh, no hace falta esa clase de deferencia.
Debió de confundirme con alguien de alto estatus porque bajé del carruaje con Leandro y llevaba este vestido caro.
La vizcondesa me miró y, luego, con una amplia sonrisa en su rostro pálido, preguntó:
—Le ruego que me disculpe. Ni siquiera le he preguntado su nombre, signorina.
Signorina significaba dama, pero se usaba sobre todo con mujeres aristocráticas que no estaban casadas. Las dos hijas de la vizcondesa dejaron de comer y me miraron con un brillo en los ojos. Tal vez también se preguntaban quién era yo.
Desvié la mirada. Supuse que si descubrían que no era más que una plebeya, no solo quedaría mal, sino que también pondría en peligro la reputación de Leandro.
Las tres me observaron, esperando una respuesta.
¿Debería cambiar de tema? Mientras jugueteaba con los adornos de mi vestido, sonreí incómoda.
—Hmm.
En ese momento, Leandro se levantó y empujó la silla con estruendo. Por fin había terminado su conversación con el vizconde.
Lo observé y le pedí ayuda con los ojos. Alzó las cejas perfectas y ladeó la cabeza, preguntándose qué estaba pasando.
La vizcondesa no pudo esperar más y lo puso al corriente.
—Le pregunté a la signorina su nombre.
—Ah.
—Pero parece que la signorina tiene muchos secretos.
—Se le da mejor ser tímida que guardar secretos —comentó Leandro, riendo.
¿Que se me da mejor qué? Lo miré ofendida.
Él jugueteó con el cuello de la camisa y me guiñó un ojo.
¿Es así cómo los nobles cambian de tema?
Su broma pareció haber funcionado. La vizcondesa detuvo su interrogatorio y se cubrió la boca con un abanico para reírse.
Leandro volvió a sentarse en su silla. Cuando levantó la copa de vino, un sirviente que estaba detrás se acercó y le llenó la copa.
—Huele fenomenal —murmuró, girando la copa de vino.
—Es nuestra especialidad local —respondió la vizcondesa.
—Me alegro de que le guste. Prepararemos unas cuantas botellas para que se las lleve —añadió el vizconde.
También tomé un sorbo. El vino era dulce y no dejaba un regusto amargo en la punta de la lengua.
Cuando dejé la copa, él se apoyó en mí. Me estremecí al percibir la mezcla de su aroma y el olor del vino. Sin saber cuál había sido la causa de mi sobresalto, me rodeó el hombro con el brazo para calmarme.
¿Está borracho? Puse mi mano sobre la suya y lo miré preocupada. Pero su rostro no estaba sonrojado, así que deduje que seguía sobrio. Sus ojos también parecían normales.
Observó mi mano que sostenía la suya. Sus ojos azules como el océano se abrieron de par en par por la sorpresa.
—Creía que me habías dicho que no te tocara —susurró.
Me encogí de hombros. Me di cuenta de que se había tomado muy en serio mis palabras.
—Oh, cielos —jadeó la vizcondesa mientras nos veía. Creía que ya habíamos cambiado de tema, pero debía de seguir sintiendo curiosidad por mi identidad, porque, mientras se abanicaba, preguntó emocionada—: ¿Es posible que sea la…?
—Sí —respondió Leandro.
—Oh, cielos. Se ven muy bien juntos. No sea tímida. Le pido disculpas por mi insistencia.
Sabía que algo estaba pasando. La vizcondesa parecía haber malinterpretado todo por completo. Pero Leandro parecía no tener intención de corregirla.
—¿Por qué no dice nada? —le susurré, apretando los dientes.
—Porque es divertido.
Se rió a carcajadas y cogió la copa de vino.
—¿Y si se esparcen rumores?
—Qué más da. De todos modos eso es lo que esperaba.
—¿Cómo puede ser tan irresponsable?
—Evelina, debes haberlo olvidado. Estamos en una zona rural. No tienes por qué preocuparte —dijo mientras brindábamos.
Al cabo de un rato, el vizconde le preguntó a Leandro:
—Si ha terminado, ¿vamos a otra habitación? Tenemos más cosas que hablar, ¿cierto?
Era evidente que el vizconde deseaba servir a este invitado importante todo lo que pudiera. Él mostró sin reservas su enfado ante la sugerencia del vizconde. Pero, por supuesto, no importaba. El vizconde, que había bebido bastante, no se dio cuenta de su molestia.
Justo en ese momento, el gran reloj de la pared sonó y anunció la hora. Era mucho más tarde de lo que esperaba.
La vizcondesa mandó a sus hijas a la cama y luego se despidió de mí con voz decepcionada.
—Hubiera estado bien que se quedaran un poco más. Pero como tienen que partir a primera hora de la mañana, no la retendré hasta tan tarde.
Unas palabras que no quería pronunciar salieron de mi boca de forma natural.
—Espero que nos volvamos a ver en otra ocasión.
La vizcondesa se acercó al vizconde y lo besó en la mejilla. Luego desapareció escaleras arriba.
También me levanté, quería volver a la habitación y descansar cuanto antes. Por desgracia, el vizconde había atrapado a Leandro. A pesar de que me sentía mal por él, me despedí del vizconde y salí del comedor para subir a mi habitación.
Volví a mi pieza y dormí. Sin embargo, en mitad de la noche, unos golpes en la puerta me despertaron. Era evidente de quién se trataba.
Abrí la puerta y me encontré con un rostro familiar.
—¿Alteza?
Leandro estaba apoyado en la pared con una sonrisa apática.
—Sí, Evelina.
Aunque estaba un poco alejado de la puerta, el olor a vino penetró en mi nariz.
Caray, apesta a alcohol.
—¿Cuánto ha bebido? —murmuré, arrugando la nariz.
—Hmm, no sé. Pero estaba bueeeno.
—Lo sé… pero apesta a alcohol, como si se hubiera bañado en vino.
—No sabía de qué otra forma podía librarme del vizconde.
—¿Se libró de él? ¿Cómo?
—Lo mandé al país de los sueños.
¿Cuánto tuvo que beber para que el vizconde, un famoso enólogo, se quedara dormido? Por eso apesta a vino.
—¿Puedo entrar? —preguntó, señalando a mi habitación.
—Esta no es su habitación —negué con la cabeza—. La suya está al lado.
—Eh, es lo mismo.
—No, no lo es.
—Siiiií, lo es. Un poco.
Se tambaleó. Para un hombre de su altura y talla, se veía ridículo. Me apresuré a ayudarlo a mantener el equilibrio.
—¿Ves? —soltó una risa entrecortada—. Casi me caigo.
—No se cayó porque lo agarré.
—Ajá. Gracias a ti. Me salvaste.
—Así es.
Entonces por fin me di cuenta. Está muy borracho.
—Es la segunda vez que me salvas —dijo Leandro.
—Eso es un poco diferente de esto, ¿no crees?
—¿Lo recuerdas? ¿El momento en que rompiste mi maldición?
Guardé silencio porque supuse que no me estaba escuchando. Siguió expresando sus pensamientos. Era mejor dejar dormir con tranquilidad a un borracho como este. Así pues, decidí dejar que hiciera lo que quisiera.
—Duerma en mi habitación, yo dormiré en la suya —dije.
—Desde aquel día, yo…
Dejé que siguiera balbuceando mientras lo ayudaba a acostarse. Arrastrar a un hombre adulto, alto y corpulento no era nada fácil. Lo tiré en la cama con todas mis fuerzas y luego cogí aire.
La habitación estaba tan oscura que no veía nada. Debería salir al pasillo y coger una linterna o algo.
Me giré y di un paso, pero no pude avanzar más lejos porque me agarró del dobladillo de mi falda.
—¿A dónde vas? —me preguntó.
—Está demasiado oscuro. Iré a buscar una linterna.
—Vuelve rápido.
—¿Es un niño o qué…?
Aun así, de alguna manera me alegraba verlo actuar como un niño de nuevo, ya que me recordaba al pequeño quisquilloso de entonces.
Cuando regresé con una linterna, vi que respiraba con dificultad mientras se protegía los ojos de la luz con el brazo.
—¿Está dormido?
—No.
Me apreté la parte delantera del pijama holgado, encendí el candelero de la mesa y me senté junto a la cama.
—Hace un momento…
—¿Hmm?
—¿Qué intentaba decir?
—Lo he pensado y no creo que deba decirlo estando borracho… Te lo diré más tarde —respondió mientras bajaba el brazo.
A la luz de las velas, sus mejillas resplandecían de un color rojo. Su piel pálida, su pelo negro y sus labios rojos parecían eróticos por alguna extraña razón.
Me quedé mirándolo por un momento, luego me di una palmada en las mejillas para volver en mí.
—¿Qué haces? —preguntó Leandro.
—Intento no caer en la tentación.
—No lo entiendo.
Me cogió la mano y me atrajo hacia él.
Sentí el calor que irradiaba de su cuerpo y respiró hondo.
Posó los labios en la larga cicatriz diagonal de mi palma. Sus suaves labios acariciaron los surcos.
—Me siento fatal cada vez que veo esta cicatriz. Es tan grande.
Mientras su aliento caliente como su cuerpo tocaba mi palma, la sentí muy sensible. Intenté apartar la mano, pero Leandro no la soltó. Luego fijó su mirada en mí con una sonrisa juguetona.
—¿Por qué…? Uugh. —No pude evitar soltar un gemido.
Con sus ojos azules como el océano clavados en mí, devoraba mi palma con su lengua roja, haciendo ruidos obscenos. Me estremecí y encogí el cuello mientras sentía que ponía la espalda rígida. Pero él siguió lamiéndome la abultada cicatriz con la lengua, como si estuviera hurgando en ella.
—P-Pare…
—No quiero.
Era obstinado. Aunque me preguntó si me dolía, seguía comportándose travieso. Cuando negué con la cabeza, metió mis dedos en su boca. Luego, los chupó, como si estuviera comiendo un caramelo.
Me está devorando, pensé.
—Jaa…
Leandro me miró y sonrió con los ojos. Me hacía cosquillas. No pude soportarlo más, así que retorcí la muñeca. Aflojó su agarre y pude liberar mi mano. Entonces se lamió los labios, la lengua roja y húmeda sobresaliendo un poco entre los labios.
Lidiar con un hombre borracho era todo un reto. Por suerte, no había intentado forzarme. Le subí la manta hasta el cuello y lo arropé con fuerza.
Tal vez no podrá hacer ninguna otra traviesa tontería si tiene las manos atrapadas bajo la manta.
Con la cabeza afuera, miró alrededor y curvó sus labios rojo escarlata.
—Me sigues tratando como a un bebé.
—¿Un bebé…?
—Pero, mira. Mira cuánto ha crecido ese bebé.
Muchas gracias 🥴🥴