Sin madurar – Capítulo 28: La despedida (1)

Traducido por Den

Editado por Lucy


Las estaciones cambiaron varias veces más y llegó el verano.

La duquesa se estaba desmoronando poco a poco: vendió el rancho de la familia para comprarle a su amante un juego de joyas, bebía por la mañana y se despertaba en mitad de la noche llorando y gritando; e intentó regalar la mina de la familia, un activo importante, en una fiesta benéfica.

Mientras todos la observaban atónitos, Leandro llegó a la fiesta justo a tiempo y se la llevó a casa a la fuerza. Chilló mientras su hijo la arrastraba. Ya estaba borracha, así que era inútil intentar calmarla.

—¡Suéltame! ¡Cómo te atreves a avergonzar a tu madre! ¡Muchacho cruel y despreciable! ¡Nada me ha salido bien desde que te di a luz!

—Apestas a alcohol.

Inexpresivo, él la llevó a rastras a su habitación. Le ordenó a una sirvienta que la vigilara y le prohibiera salir hasta que no estuviera sobria.

La histeria de la duquesa empeoraba cada día. Abofeteó a la sirvienta que la atendía. Y como usaba anillos en cuatro dedos, dejó largas cicatrices en el rostro de la chica.

La mucama lloró mientras le decía a la doncella principal que quería renunciar. Compadeciéndose de ella, la señora Irene le dio una generosa compensación para tratar sus heridas.

Cuando Leandro se enteró de la noticia, ella ya había abandonado la residencia. Le cuestionó a la señora Irene por qué no le había informado primero.

—Es un hombre muy ocupado, maestro.

La señora Irene estaba confundida. Durante diez años, había tenido la autoridad para contratar y despedir a los sirvientes. El señorito solo tenía dieciséis años y apenas disponía de tiempo suficiente para ocuparse de sus asuntos como cabeza de familia. ¿Por qué prestaría también atención al trabajo doméstico?

Se sentía orgullosa de él, pero al mismo tiempo le molestaba que intentara quitarle su autoridad.

—Fue culpa de mi madre. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Pensé que estaba ausente…

—¿Me estás diciendo que no sabías que estuve en mi oficina durante los últimos meses? ¿Eso es lo que estás insinuando?

—Me aseguraré de que no vuelva a suceder.

—Retírate.

En la finca, todo era un caos. Aún necesitaba mucho tiempo para arreglar las cosas. Y lo peor de todo era su propia madre.

Leandro tamborileó los dedos en el gran escritorio de roble rojo. Frente a él había una carta de la familia imperial.

Le dolía la cabeza. No podía creer lo que leía sobre su madre. ¿Cómo pudo intentar obtener drogas prohibidas por la familia imperial? Y encima como la esposa de un duque del mismo linaje que la familia imperial.

—No solo es patética, sino también despreciable.

Leandro hizo sonar la campana y llamó a un sirviente. Un sirviente alto y con ojos color ámbar abrió la puerta del despacho y entró.

—Empaca las cosas de mi madre ahora mismo —le ordenó—. Se irá a uno de los ducados del sur.

El criado asintió y se retiró.

El joven puso las largas piernas sobre el escritorio y entrelazó los dedos. Hacía un buen día, el cálido sol brillaba a través de las ventanas. Sin embargo, no tenía tiempo para disfrutarlo. Su mirada penetrante se fijó en el sello imperial, que emitía un resplandor dorado a la luz del sol.

Aprovechando el breve momento de silencio, cerró los ojos y contó.

Afuera resonó el sonido de algo rompiéndose. Lo escuchó varias veces. Al cabo de un rato, la puerta de la oficina se abrió de golpe.

Unas oscuras marcas de lágrimas se deslizaban por el hermoso rostro de la duquesa, como si no se hubiera desmaquillado anoche.

—¡Lean! ¿Cómo has podido hacerme esto? —chilló.

—No es mi decisión. Es una orden imperial.

—¿Qué diablos he hecho?

—Deberías saberlo mejor que nadie, madre. El emperador está al tanto de todo.

—¡Es injusto! Muy injusto. Ni siquiera las he conseguido. Fue solo por curiosidad…

—Ahórrate las excusas.

Volvió a tocar la campana. Las doncellas que esperaban afuera entraron. La duquesa se retorció y gritó, pero no pudo vencer la fuerza bruta de las sirvientas.

Leandro arrugó la nariz. Apestaba a alcohol. La duquesa seguía borracha.

Tras medio día, su madre recobró el sentido y aceptó su destierro con más calma de la esperada. Estaba tan serena que era difícil imaginar que era la misma persona que acababa de destrozar los muebles de su habitación, de romper todas las tazas de té y de arañar a otra doncella.

—Sí. Esto es mejor. Si voy al sur, quizás ya no sienta este vacío aplastante —murmuró para sí misma. O eso fue lo que le dijo la sirvienta que había empacado sus cosas a otra. El rumor se propagó hasta la lavandería.

Aun así, intentar consumir drogas fue pasarse de la raya. ¿Qué demonios la condujo a hacerlo? 

Me pregunto si Leandro por fin se siente aliviado después de lidiar con la problemática duquesa.

Ninguna de las sirvientas dijo nada, pero sus rostros se iluminaron.

Cuando la duquesa empezó a mostrar signos de alcoholismo, las doncellas a cargo de atenderla también comenzaron a cambiar a menudo. Y temían ser asignadas a ella.

—Evie, Lorenzo te está buscando.

Dejé de coser y me levanté. Las chicas silbaron, molestándome al decir que, si no era el maestro, era Lorenzo. Sonreí con timidez y me enderecé la ropa.

El año había cambiado, así que ahora tenía 20 años. No lo había pensado demasiado, pero los que me rodeaban me animaban a casarme antes de que fuera demasiado tarde para encontrar un marido.

Federica, que era dos años menor que yo, por fin consiguió a uno de los caballeros de los que se enamoró. Se quedó embarazada nada más cumplir la mayoría de edad, y ya había dejado su trabajo de sirvienta y se había comprado una casa en un pueblecito.

Las demás doncellas que tenían mi misma edad también empezaron a buscar pareja. Algunas decidieron quedarse solteras. Al fin y al cabo, ser una criada en la propiedad de un duque era un trabajo garantizado con un sueldo bastante alto para una plebeya.

Nunca pensé en vivir sola el resto de mi vida, pero, por alguna razón, formaba parte del equipo de sirvientas solteras.

Leandro ya tenía dieciséis años y, el próximo año, sucedería el título de duque y se comenzaría a desarrollar la historia con Eleonora. Estaba deseando ver cómo progresaría, teniendo en cuenta que la trama original ya estaba alterada. Antes de poder ver todo eso, ni siquiera podía pensar en el matrimonio.

¿Leandro suscitará una rebelión?

Aunque fuera en un futuro lejano, ya me preocupaba por eso.

Incluso en medio de su apretada agenda, Leandro nunca faltaba a sus clases de esgrima. Al ver que sus habilidades mejoraban en gran medida a medida que pasaban los días, me sentía aterrada. Aunque tuviera que apuñalarlo por la espalda y encerrarlo en prisión, tenía que hacer lo que fuera para impedir que atacara el palacio imperial.

—¿Todavía estás aquí? Lorenzo debe estar esperando.

—Evie sabe hacerlos esperar.

—Muchas chicas tienen los ojos puestos en Lorenzo, ¿sabes? Deberías tener cuidado.

—Tener cuidado o lo que sea, yo… —Sacudí la cabeza.

Creía haber dejado claro que no quería casarme todavía.

Cada vez que Lorenzo venía a visitarme, las doncellas charlaban emocionadas y me daban codazos. Él y yo solo éramos buenos amigos, no había nada romántico entre nosotros.

Fulminé con la mirada a las sirvientas que reían y salí.

Pensé que el rostro de aquél joven se había vuelto más blanco durante el invierno, pero ya estaba recuperando su bronceado, y eso que solo estábamos a principios de verano. Su piel café combinaba bien con sus dulces ojos color ámbar.

Lorenzo estaba sentado bajo uno de los árboles con los cordeles para colgar la ropa limpia.

—Siempre estás bajo un árbol.

—Como me bronceo con facilidad, tiendo a buscar la sombra —sonrió. Me senté junto a él y me arreglé el vestido.

—¿Qué te trae por aquí?

—Quería decirte que hoy he visto al maestro.

—¿Cuándo?

—Tus ojos brillan siempre que menciono al señorito.

—No, no brillan…

—Está bien, está bien. No brillan.

Con Leandro compartía peleas infantiles, pero tal vez porque Lorenzo era mayor que yo, nuestras conversaciones eran tranquilas la mayor parte del tiempo. Él se limitaba a sonreír y a darme la razón.

—Dicen que la duquesa se irá mañana al sur.

—¿Mañana?

Abrí mucho los ojos. Había oído que la duquesa había aceptado con tranquilidad su exilio, pero no sabía que se marcharía tan pronto.

Su reciente histeria me dio una idea de dónde había sacado Leandro ese mal temperamento de niño.

Pero ¿dicha mujer dijo que se iría?

—Ya sabes lo decidido que es el maestro.

—Sí…

Si decía que haría algo, lo hacía. Por eso, llueva, truene o relampaguee, se enfrentaría incluso a la familia imperial por amor.

Mientras escuchaba a Lorenzo, asentí con la cabeza. Luego, me entregó una flor y chupé el néctar que brotaba de su parte posterior.

¿De dónde venía este joven e inocente chico de campo?

Le encantaba la naturaleza. A menudo se echaba siestas en el césped y disfrutaba oliendo flores.

Si me fuera a casar, alguien como él estaría bien.

También tenía un rostro apuesto y era alto. Era simpático y, como sirviente de la residencia del duque, su sueldo no era malo.

Después de asegurarme de que Leandro obtuviera su final feliz, me gustaría tener mi propio final feliz con un hombre así.

Miré a Lorenzo mientras me explicaba algo con gestos con las manos para que me resultara más fácil de entender.

—¿Por qué me miras así…?

—Porque creo que eres bastante guapo.

—Vaya, ¿cómo puedes ser tan directa? —preguntó, cubriéndose la cara con una mano. Su cara y sus orejas se tiñeron de rojo al instante.

No se le dan bien los cumplidos. Pero a juzgar por su reacción, pareció gustarle.

—Lorenzo, ¿alguna vez has pensado en el matrimonio? —le pregunté mientras le quitaba la mano de la cara.

—¿P-Por qué preguntas eso de repente?

—Por nada. Solo tenía curiosidad.

—¿Qué hay de ti, Evie…?

—Aún no.

—Entonces, yo tampoco. Todavía no…

—¿Por qué?

—Es un secreto…

—Venga ya. ¿Cómo puede haber secretos entre nosotros?

—Bueno, puede haberlos.

No tenía la costumbre de insistir para obtener respuestas. Así que solo me encogí de hombros mientras lo veía refrescarse, abanicándose la cara con la mano.

¿Por qué estás sudando tanto?

Lorenzo levantó la mirada al cielo y notó que ya era hora de irse.

—Vuelve pronto.

—Lo haré —sonrió mientras arrugaba su nariz pecosa.

Lo despedí con las manos y contemplé el cielo. El brillante cielo de repente se cubrió de nubes oscuras.

¿Mañana va a llover?

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