Sin madurar – Capítulo 27: Creciendo (11)

Traducido por Den

Editado por Lucy


Las acciones de la duquesa eran tan impactantes como sorprendentes. Parecía que no le importaba quién la viera. En lugar de mantener su aventura en secreto, no solo invitó a su amante a la finca, sino que también le envió el majestuoso carruaje adornado con el emblema del duque.

Cada vez que estaba cerca de la habitación de la duquesa, incluso a mediodía, oía gemidos.

Qué indignante.

El rumor se extendió incluso hasta las doncellas de la lavandería.

Mientras doblaba las camisas de Leandro, les hablé de la duquesa.

—Qué gran familia aristocrática —dije con sarcasmo.

Amasaban mucha riqueza, pero nadie en la familia sabía cómo administrarla de manera apropiada.

Leandro estudiaba mucho, sin embargo, seguía siendo un niño.

Antes de que pudiera ocupar su lugar como duque a los diecisiete años, tenía que hacer muchas cosas. Por supuesto, al final dirigiría la familia y sus tierras con las mejores habilidades, tal y como debe hacer el segundo protagonista masculino. Pero por ahora tenía que prepararse para ello.

Sin embargo, la duquesa seguía malgastando la riqueza, comprando islas y regalando bienes importantes de la familia en fiestas.

Y Leandro tenía que arreglar las cosas después de ella. Ya estaba ocupado con sus clases, pero también debía encargarse de la casa y los asuntos gubernamentales. Si solo hubiera tenido que hacer eso, habría sido una suerte.

Con el tiempo, la duquesa sería incapaz de conciliar el sueño sin alcohol, por lo que, al cabo de unos meses, mostraría signos de alcoholismo. Se levantaba en mitad de la noche, gritando como si hubiera visto a un fantasma, y vagaba por los pasillos. Además, empezó a drogarse.

Como resultado, en la novela, la duquesa es desterrada de la haciendo por consumir drogas ilegales.

El emperador ordena que la duquesa sea enviada a uno de los pequeños ducados y le asigna un guardián para que no se meta en problemas.

En medio de estas circunstancias, Leandro visita el palacio imperial para aceptar su estatus como el próximo duque Bellavitti. Ahí es cuando conoce a Eleonora, la princesa del Reino Ambrosetti, y comienza la historia principal de la novela.

—Dejemos de hablar de cosas tan perturbadoras y permíteme hablarte de mi duodécimo primer amor.

—Federica, eso no es el primer amor.

Ella, que seguía siendo la doncella más nueva aquí, bromeó, intentando cambiar el ambiente. Las otras sirvientas se echaron a reír mientras se burlaban. Terminé lo que tenía que hacer mientras las escuchaba. Luego, tomé la ropa limpia de Leandro y me levanté primero.

—No está aquí…

Él se había mudado al dormitorio del duque. La habitación era el doble de grande y mucho más bonita que la del anexo. Pero ¿qué importaba eso? El residente actual se la pasaba metido en el despacho la mayor parte del tiempo.

A pesar de ser la doncella a cargo de servirle, apenas le veía. Además de las clases de esgrima, se ocupaba de todo, como las comidas y las clases, en su despacho.

Al parecer, volvía de madrugada al dormitorio, pero para entonces yo ya estaba durmiendo en mi habitación.

Supongo que hoy será igual. Seguro que Leandro está trabajando duro, y al mismo tiempo angustiado solo, en la oficina.

Acomodé la ropa en su vestidor y me retiré. Quizás porque era invierno, los días eran cortos. Afuera ya estaba oscureciendo, lo que le confería una atmósfera sombría y deprimente a la mansión a través de las ventanas.

Cené con mis compañeras y regresé a mi habitación.

Después de charlar con las sirvientas con las que compartía habitación, llegó la hora de dormir. Apagué la vela junto a mi cama.

Tarde por la noche, alguien llamó a la puerta. Tal vez porque la habitación estaba ocupada por cuatro mujeres jóvenes, la gente solía pasarse a altas horas de la noche. Desde caballeros que se enamoraban de una de las doncellas hasta las chicas de al lado que nos invitaban a picar algo a esas horas… Nos visitaban por muchas razones.

No obstante, dos de las chicas ya se habían ido hacía poco y una ya se encontraba en los brazos de Morfeo desde temprano.

Entonces, ¿quién está en la puerta? ¿Me busca alguien?

Emocionada por alguna razón, salí de la cama y me puse un chal. Me eché hacia atrás el largo cabello suelto, y abrí la puerta.

—Evelina.

Con rostro cansado, Leandro sujetaba una lámpara y sonreía con debilidad. Hacía tanto tiempo que no lo veía que era agradable ver su cara. Lo había extrañado mucho.

—Maestro.

—¡Shhh! ¡Silencio! —susurró, con un dedo en los labios. No podíamos quedarnos frente a los aposentos de las sirvientas, así que lo seguí al pasillo.

Caminamos por el oscuro pasillo, guiándonos con una sola vela. Cuando tropecé con un bulto y casi me caigo, Leandro me atrapó con sus firmes manos callosas.

—Quería que fuéramos a mi habitación, pero está un poco lejos…

—Este lugar es tan diferente del anexo que me pierdo todos los días.

—¿En serio? —se echó a reír, mostrando sus hermosos hoyuelos. Al ver su rostro alegre, apenas visible con la lámpara, también sonreí.

—¿Nos sentamos aquí?

—Vale.

Nos sentamos en las escaleras vacías sin nadie a nuestro alrededor. Cada día hacía más calor, aunque seguía siendo invierno. Mis piernas desnudas, expuestas bajo mi pijama, estaban frías. Me cerré con fuerza el chal que llevaba sobre los hombros.

A pesar de que fue él quien me invitó a salir, Leandro empezó a dormitar en cuanto nos sentamos.

Ahora Leandro era más grande que yo, así que mi hombro no era tan grande para que se apoyara en él. También era demasiado alto. Sin saber qué hacer, extendí mis manos, vacilante, para agarrarlo.

Justo en ese momento, su cuerpo se inclinó hacia adelante y casi se tropieza. Con sus ojos bien abiertos, se despertó sorprendido.

—¿Me he quedado dormido?

—Sí.

—Este último tiempo, me acuesto tarde y me despierto temprano…

—Lo sé. Nunca está en su habitación. Pero hoy acabó antes, ¿no?

—Sí. Por eso he venido a verte tan pronto como terminé.

—Debe estar muy cansado. Debería ir a su habitación a dormir.

—No, no quiero.

—Está escrito por toda su cara que está cansado.

—Entonces bórralo por mí.

Ante su broma mala, me aguanté la risa. Se inclinó un poco hacia adelante y apoyó la barbilla sobre mi cabeza.

De repente, oí el sonido de una puerta cerrándose en el piso de abajo, así que me levanté de un salto. Las doncellas de la lavandería ya me habían dado la lata, preguntando si había hecho algún progreso con Leandro.

Si nos ven así, armarán un escándalo.

—¿Qué haces? —gruñó mientras se golpeaba la barbilla con mi cabeza. Sujetando su mentón, me miró con atención.

—¿Y si los sirvientes lo ven así? Conmigo, en las escaleras.

—Déjalos. Hace tres días que no te veo.

—¿Ya ha pasado tanto tiempo?

—¿Por qué crees que soy tan diligente estos días? Solo quédate conmigo un rato —se quejó mientras me sentaba a su lado. Entrelacé los dedos, apoyé la barbilla en ellos y lo observé. Desde que pegó el estirón, parecía crecer más cada vez que lo veía. Se volvía muy apuesto, con unos hombros anchos y un cuello grueso. No podía evitar admirarlo.

—Maestro, es muy guapo.

—¿Qué te pasa tan de repente…?

Aunque dijo eso, ruborizó de vergüenza. Actuaba como un adolescente inmaduro.

Bostezó, abriendo mucho la boca, mientras jugueteaba con la cinta de mi chal. Debía estar agotado, ya que había estado ocupado y no había tenido ningún solo día de descanso.

—¿Mañana no tiene que levantarse temprano también?

—Sí. Sé lo que intentas decir.

—¿Y qué es?

—Que me vaya a dormir.

—Exacto. Dese prisa y váyase a dormir.

—No tienes que apurarme. Sé lo que tengo que hacer. ¿No te gusta pasar tiempo conmigo?

—Por supuesto que sí. Pero lo dije porque estoy preocupada por usted.

—¿De verdad? —Las comisuras de sus labios se curvaron al preguntar si era cierto. Me repitió la misma pregunta varias veces.

—Por supuesto.

—¿De verdad?

—Sí, lo digo en serio.

—Entonces, ¿por qué sigues intentando que me vaya? No lo hagas.

No creo que Leandro lo sepa, pero… siempre que se inclina y me mira con esos ojos tristes, me ablando.

Le devolví la mirada, impasible. Observé sus oscuros ojos azules y, al final, asentí.

—Maestro… es astuto.

—¿Qué?

Leandro sonrió, preguntándome por qué lo miraba así.

La cinta larga de mi chal con la que había estado jugueteando se desató. Cuando intenté agarrarla, Leandro también.

En un instante, su mano tomó la mía, que sujetaba la cinta.

Mi mano quedó enterrada bajo sus largos dedos.

Mientras estaba atónita por el tamaño de su mano, se incorporó y enterró su nariz en mi pelo, que caía por mi espalda, y lo olió.

—Huele bien.

Después de pasar todo el día en la lavandería, el fuerte olor a jabón debe haberse impregnado en mi cabello.

Miré de un lado a otro, luego levanté un poco el trasero y me alejé. Leandro frunció el ceño.

—No huyas.

—No hay mucho espacio y, aun así, sigue acercándose.

Aparté con cuidado mi mano de la suya y empujé su hombro. Entonces me agarró la mano de nuevo.

—Tampoco me alejes.

—No hagas esto, no hagas aquello. ¿Qué quiere que haga?

—Solo siéntate… y quédate conmigo. Nada más. Solo quédate quieta, aquí conmigo —murmuró mientras acercaba mi mano a él. No lo hizo a la fuerza, así que accedí de manera dócil.

Escudriñó mi delgada muñeca con sus labios en busca del punto donde pudiera sentir mi pulso. Así, me miró con una sonrisa traviesa.

Tarde en la noche, el olor del blanco invierno… Sus labios curvados se reflejaban en las velas titilantes… Mi pulso acelerado ante el toque de sus labios en mi piel…

En medio de la noche sin luna, me quedé paralizada, cautivada por la belleza del chico.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

 

error: Contenido protegido