Sin madurar – Capítulo 36: La despedida (9)

Traducido por Den

Editado por Lucy


—Princesa, ¿qué acaba de pasar? —preguntó la sirvienta mientras juntaba las manos, cautivada por el rostro angelical de Leandro.

Pero todo lo que Eleonora pudo hacer fue observar cómo él se alejaba. No le respondió a la mucama.

—¿Princesa? ¿Se encuentra bien? —le volvió a preguntar y, entonces, Eleonora soltó la sombrilla y se dejó caer en el suelo.

La criada gritó horrorizada diciendo que arruinaría su caro vestido, pero no pudo moverse hasta que Leandro desapareció por completo de su vista.

♦ ♦ ♦

En cuanto él abordó el carruaje, le ordenó al cochero que fuera lo más rápido posible. Su cabello engominado cayó a un lado de su rostro. Se lo apartó, molesto.

El ducado estaba bastante lejos de la capital imperial, así que llegaría a la mansión dentro de tres o cuatro horas.

Si hubiera sabido que me iba a tardar tanto, no habría dejado que Evie se retirara a su habitación anoche, pensó por un segundo. Luego, se preguntó a sí mismo: Si no lo hubiera hecho, ¿qué habríamos hecho tan tarde en la noche?

Nadie lo observaba, pero su rostro se puso rojo al instante. Se frotó las mejillas con las palmas ásperas y callosas de sus manos. Quería enfriar su rostro ardiendo.

—¿Podemos ir más rápido?

Abrió la ventanilla y le preguntó al caballero que galopaba junto al carruaje. El caballero de pelo gris y corte bob sujetó las riendas del animal y negó con la cabeza.

Decepcionado, Leandro se revolvió el pelo con las manos.

Para cuando llegó a la mansión, ya era de noche. Sentía el estómago revuelto porque se había ocupado de algunos documentos en el carruaje; no quería perder tiempo. Fue un día horrible para él.

Se quitó el abrigo y se lo entregó al mayordomo que lo recibió. Luego, ignoró la pregunta del susodicho sobre si iba a cenar o no, y se dirigió a la lavandería.

La lavandería estaba bastante vacía, ya que era tarde. Las doncellas hicieron una reverencia cuando el actual cabeza de familia apareció ante ellas. Leandro impidió que lo saludaran con un gesto.

—No está aquí…

Ese simple murmullo sin contexto les bastó para saber a quién buscaba.

Se miraron entre sí con sudor frío.

Leandro entrecerró los ojos al notar su inquietud. Este último tiempo no había pasado por la lavandería, así que su presencia podría haberlas sorprendido. Pero, sentía que algo era inusual.

—¿Dónde está? —preguntó.

Por lo general, las doncellas se peleaban para hablarle al maestro. Sin embargo, hoy estaban muy calladas.

Notó más señales sospechosas. Aunque no sabía mucho sobre cómo trabajaban las sirvientas, sabía que Evelina se encargaba de lavar su ropa. Sin embargo, aunque era tarde, su ropa estaba bien doblada y seguía tirada en una esquina de la lavandería.

Leandro se quedó quieto y esperó a que respondieran. Pero nadie habló.

No era famoso por su paciencia, así que dio media vuelta sin vacilar. Había muchos escondrijos y rincones en la mansión donde Evelina pasaba parte de su tiempo.

Revisó bajo el gran y hermoso árbol. Luego, empezando por la primera planta, recorrió todos los pasillos e inspeccionó cada una de las habitaciones. Mientras caminaba por los pasillos luego de buscar en el salón del tercer piso, una cara inoportuna lo llamó.

—Maes… Quiero decir, milord.

Leandro miró con repulsión al sirviente que era un poco más alto que él.

No le gustaba que el sirviente tuviera unos ojos color ámbar únicos y la piel bronceada. No se debía a que Lorenzo estaba siempre con Evelina cuando Leandro lo veía.

Por supuesto que no estoy celoso de él, pensó para sí mismo.

—¿Te llamabas Lorelai? —preguntó.

—Lorenzo. Es normal que no pueda recordar los nombres de todos los sirvientes, pero…

—¿Qué?

—Si no me equivoco, creo que está buscando a Evie, milord. ¿Cierto?

—¿Evie…?

Leandro frunció un poco el ceño cuando escuchó que Lorenzo llamaba a Evelina por su apodo.

—La mayoría de los sirvientes, y no solo yo, la llaman por ese nombre —explicó el criado.

—Ya veo. Entonces, ¿sabes dónde está Evie?

Milord… Ella… no está en la mansión.

—¿No está? Ya ha oscurecido y ¿sigue deambulando afuera? Le dije que las noches de verano pueden ser bastante frías y que podría resfriarse. De verdad que no hace caso, ¿no?

Milord, lo que quiero decir es que…

Lorenzo se acercó un poco más a Leandro y le explicó lo que había ocurrido hace unas horas ese día.

♦ ♦ ♦

Cuando se cruzó con Evelina en el pasillo, parecía estar a punto de llorar, como si hubiera pasado algo malo. Como siempre la había visto sonriendo, no pudo ocultar su sorpresa.

—Evie, ¿qué pasó? —preguntó.

—Ah, Lorenzo… Mira esto.

Evelina abrió la bolsa que sostenía y le enseñó un puñado de monedas de oro. Aunque los Bellavitti tenían fama de pagar salarios altos a sus trabajadores, el sueldo mensual de los sirvientes era de una sola moneda de oro. La cantidad de dinero que Evelina le  mostraba era suficiente para comprar una modesta casa de dos pisos en un pueblecito.

—¿Has recibido alguna recompensa o algo así? —preguntó Lorenzo con ingenuidad.

Todo el mundo sabía que Leandro era cariñoso con Evelina, así que era lógico que pensara que había sido recompensada. Sin embargo, Evelina dejó caer los hombros y negó con la cabeza.

—Me han echado. ¿Puedes creerlo? A mí, me han echado.

—¿De qué hablas…? —le preguntó varias veces, pero al parecer no iba a contarle nada. Evelina pasó de largo y regresó a su habitación.

Algo andaba mal.

Lorenzo dejó lo que estaba haciendo y la siguió. Evelina empacó abatida sus pertenencias en la maleta. Al final, sacó un collar pequeño con una joya azul brillante del fondo de un cajón y lo guardó en el bolsillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Lorenzo.

—Es un regalo del maestro. Tuve el presentimiento de que sería lo primero y lo último que me daría. Y resulta que tenía razón.

—¿Hablas en serio? ¿De verdad te vas? Es todo tan abrupto.

—También pienso que es muy abrupto, pero la señora Irene me dijo que me fuera. ¿Quién se cree que es…? Ah, por favor, finge que no has oído eso. Espera, no. De todos modos, ya no trabajo aquí. No me gusta esa mujer. La odio. ¿A quién le importa el finiquito cuando trata a la gente así?

—Evie, espera. No entiendo en absoluto lo que está pasando. Por favor, cálmate y explícate.

—Quiero hacerlo, pero no tengo tiempo. Me ha dicho que me vaya antes de que vuelva el maestro.

—¡E-Espera! ¡Evie!

Evelina empujó a Lorenzo, que estaba de pie en la puerta, fuera de la habitación y cerró la puerta. Cuando la puerta se abrió de nuevo, vestía una camisa blanca con una falda azul cielo larga.

Lorenzo se quedó asombrado al verla por primera vez sin su uniforme de doncella. Evelina se soltó su largo cabello y se puso una cofia [1].

Lorenzo la siguió hasta la puerta principal de la mansión. Cuando Evelina agitó la mano para detener a un cabriolé [2], la agarró.

—Evie, es peligroso que una mujer vaya sola. Iré contigo. Vayámonos juntos.

—¿De qué demonios estás hablando de repente?

—¿De repente? Evie, sabía que eras densa, pero no hasta este punto…

Evelina lo miró sin comprender. Lorenzo le suplicó que lo esperara allí. Luego, corrió de vuelta a la mansión para empacar sus pertenencias, y se apresuró a salir.

Sin embargo, cuando volvió, Evelina había desaparecido sin dejar rastro. Lorenzo lanzó la maleta, desesperado, se apoyó contra un letrero y se desplomó en el suelo.

Después de eso, regresó a la mansión y esperó a Leandro.

♦ ♦ ♦

—¿Esperas que me crea eso? —preguntó Leandro.

—Yo mismo lo confirmé con la señora Irene. Porque no tengo ni idea de dónde ha ido Evie… ¡Milord!

Tras escuchar lo que Lorenzo había dicho, Leandro se dio la vuelta y echó a correr. Bajaba con tanta prisa las escaleras que se tropezó y cayó.

Le empezó a sangrar la nariz porque se había golpeado con los sólidos escalones de madera. Le dolía una de las rodillas y la muñeca, que había estirado para mantener el equilibrio.

No obstante, se levantó al instante. No podía ejercer mucha fuerza en una de sus piernas a causa del impacto, pero no le importó.

Aunque cojeaba, no aflojó el paso y se precipitó hacia la puerta principal de la mansión.

Las doncellas acudieron a él gritando cuando notaron que había sangre en el suelo. Leandro las apartó con los brazos.

Se produjo una conmoción. Las doncellas arrastraban los pies, incapaces de retenerlo porque las alejaba. El mayordomo, que estaba cerca de allí, apareció preguntando qué sucedía. Cuando vio las manchas de sangre esparcidas por el suelo, se alarmó.

Su maestro estaba furioso. Parecía que Leandro no se había dado cuenta de que había perdido uno de sus zapatos por el camino.

Salió corriendo de la mansión. Los caballeros, que tardaron en darse cuenta, lo persiguieron.

Se dirigió al último lugar donde Lorenzo le dijo que había visto a Evelina.

No había rastro de nada.

—Ugh…

Leandro se arrodilló en el suelo con la cabeza gacha. Debido a que había corrido por el camino de piedrecitas, su calcetín estaba rasgado aquí y allá. Bajo esos agujeros, de su pie brotaba la sangre.

Solo en la calle vacía, miró a su alrededor como si se hubiera vuelto loco.

—¡Milord!

Los caballeros se sobresaltaron ante la locura de Leandro, que nunca habían presenciado. Intentaron levantarlo. Pero él los alejó. No se movió, como si estuviera clavado al suelo.

Milord —lo llamó la señora Irene.

Salió tras oír la noticia.

Frunció un poco el ceño. Sabía mejor que nadie que la relación entre el maestro y Evelina no era normal. Así que lo único que quería era separarlos antes de que las cosas empeoraran.

Por supuesto, sabía que él no se quedaría de brazos cruzados cuando se enterara de que Evelina se había ido. Sin embargo, su reacción fue más extrema de lo que la señora Irene había anticipado. No sabía que saldría hecho una furia, lastimando su cuerpo.

—Tráela de vuelta —ordenó con firmeza.

—¡Milord!

—He dicho que la traigas de vuelta.

—No puedo.

—En ese caso, iré a buscarla yo mismo.

Milord

—Cierra la boca.

En un momento dado, las lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas de Leandro. No resolló. Se limitó a mirar con ferocidad a la señora Irene con sus ojos azules llorosos.


[1] Una cofia es una gorra que usaban las mujeres para abrigar y adornar la cabeza, hecha de encajes, blondas, cintas, etc., y de varias formas y tamaños.

[2] Un cabriolé es un automóvil descapotable.

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