Sin madurar – Capítulo 57: El destino cambiado (7)

Traducido por Den

Editado por Lucy


Cuando salí después de cambiarme y hacer la maleta, Leandro ya estaba listo para partir y bebía agua con miel. Me senté a su lado y miré alrededor. Lily estaba junto a la pared, jugueteando con su nuevo pelo más corto.

Le hice una seña con la mirada. Me hizo unos pulgares arriba, pero no entendí qué significaba. Mientras pensaba que debería darle una explicación adecuada luego, escuché a Leandro conversando con el vizconde y la vizcondesa.

Durante el desayuno, el vizconde nos advirtió que tuviéramos cuidado en el bosque de Sonia ya que se habían estado cometiendo muchos crímenes en la zona. Leandro y yo abandonamos el vizcondado en cuanto terminamos de comer.

—Eso se debe a que el supuesto príncipe heredero solo está obsesionado con el vino, las mujeres y el juego —comentó él mientras revolvía los papeles.

Con ese único comentario, me di cuenta de que la relación entre Diego y Leandro ya se había descarrilado.

¿Pasó algo en mi ausencia? En la historia original también eran enemigos acérrimos.

Luego levantó la cabeza y me miró.

—Puede que tengamos que acampar a partir de mañana. No te separes de mí.

—Um… Está bien. ¿Y esta noche?

Leandro se frotó los ojos inyectados en sangre, apenas había dormido anoche.

—Encontraremos una posada en cuanto lleguemos al siguiente pueblo.

Observando su rostro cansado, deseé que cerrara los ojos un rato, pero no dejó de trabajar ni un segundo.

Viajamos durante un tiempo. A diferencia de ayer, estuve despierta todo el trayecto, así que ya me moría de hambre cuando el sol apenas estaba en el centro del cielo. Para evitar que me gruñera el estómago, me abracé la barriga y miré a través de la ventana.

Entonces él guardó la pluma en el bolsillo de la camisa.

—Descansemos un rato —le dijo al cochero con un golpe.

El carruaje se detuvo bajo un árbol grande y hermoso. Los caballeros desmontaron por sugerencia de Leandro.

Como nos dirigíamos al norte, incluso la brillante luz del sol iba perdiendo fuerza. Aun así, hacía calor a mediodía en pleno verano. En cuanto Leandro bajó del carruaje, se secó el sudor y se desbotonó las mangas con los dientes.

Cuando bajé del vehículo, en seguida me dio un sándwich de una cesta. La vizcondesa nos había dado como regalo de despedida una cesta con refrigerios.

Me senté bajo la sombra fresca del árbol y le di un mordisco al sándwich. Entonces vi a Lily hablando con los otros caballeros mientras daba de comer heno a su caballo.

En el momento en que me levanté y me quité la hierba del culo para ir a hablar con ella, Leandro, quien yo creía que estaba durmiendo la siesta, abrió los ojos y dijo:

—Te dije que te quedaras cerca de mí.

—¿Ahora también?

Estaba tumbado a mi lado, usando los brazos como almohada. Supuse que se había quedado dormido, ya que ni siquiera oía su respiración.

—Sí. Nunca me dejas descansar, ¿eh?

Me senté de nuevo en el suelo.

—¿Qué quiere decir? Solo vuélvase a dormir.

Leandro dio vueltas, intentado encontrar una posición cómoda. Pero como había dormido en camas mullidas y con almohadas de plumas de ganso toda su vida, le costaba dormirse sobre la hierba.

Se incorporó rápido y se frotó la cabeza.

—Maldición.

Sentada a su lado, solté una risita. Él frunció el ceño mientras me miraba.

—¿De qué te ríes?

—Creo que lo pasará fatal acampando. Si le cuesta dormir en el suelo, ¿le gustaría apoyar la cabeza en mi regazo?

Me acomodé la falda para que pudiera tumbarse. Me di una palmada en el regazo y junté las manos al lado de mi cara, haciéndole un gesto para que se acostara y durmiera.

—Es un poco vergonzoso —respondió con un deje de timidez en la voz, mientras parpadeaba.

—Sí, hay muchas personas por aquí. Entonces, ¿por qué no se echa una siesta en el carruaje?

Volví a levantar las rodillas. Pero él estiró los brazos y volvió a bajar mis piernas, quedándose paralizado con las manos en mis rodillas.

—¿Qué quiere que haga? —le pregunté.

—Dame un momento para calmar mi corazón…

—Solo deje de pensar y apoye la cabeza aquí.

—Vale…

Se inclinó despacio y con torpeza hacia mí.

—Creo que el corazón se me va a salir del pecho.

¿A dónde fue el audaz Leandro de anoche?

Estaba tardando en recostar la cabeza, así que tiré del cuello de su camisa.

—A este paso no va a dormir nada. Momentos como este me recuerdan a cuando nos conocimos.

—¿Cuándo?

—Cuando estaba enfermo. Siempre decía que no lo tocara, que no le pusiera una mano encima.

—¿Dije esas cosas…? Era tímido.

—Por Dios, así que era tímido, ¿eh?

Bajé la mirada y sonreí a Leandro, que estaba tumbado en mi regazo. Cuando incliné la cabeza, mi pelo castaño claro le rozó la cara.

Curvó los ojos entrecerrados, sus marcados hoyuelos eran muy adorables.

—Sigues tratándome como a un bebé, evocando recuerdos de mi infancia.

—No, yo no…

—¿Vas a seguir tratando como a un bebé a una persona con la que has pasado la noche?

—Confío en que es bastante mayor como para saber que no debería decir cosas así, ya que significan otra cosa.

Leandro se frotó las orejas ruborizadas.

—En serio, siempre debes tener la última palabra.

Evitó mi mirada y jugó con mi cabello.

Si te avergüenzas más que yo cuando piensas en lo de anoche, ¿por qué has sacado el tema?, me pregunté para mis adentros.

Una brisa cálida sopló. Me sequé el sudor que me corría por el cuello.

Al cabo de un rato, un caballero se acercó a nosotros.

—Alteza, es hora de irnos.

Era el caballero al que Lily había golpeado.

—¿Ya? —contestó Leandro.

—Por favor, descanse un poco más. Regresaré cuando estemos listos para partir.

Alegre por alguna razón desconocida, el caballero le sonrió e hizo una reverencia.

Al final, Leandro no pudo dormir nada. Le quité una brizna de hierba de su rostro pálido y exhausto. Entonces se formó una ligera arruga en su frente y me agarró la mano.

—Le doy un significado a cada pequeña cosa que haces. Incluso a esta clase de caricias —comentó con suavidad.

—Ah…

—¿Y tú?

Leandro fue un poco cauto con su pregunta. No podía evadirla como de costumbre, así que guardé silencio. Por más que intentara tratarlo como a un niño, parecía un hombre adulto, así que ya no era posible.

Mientras pensaba en qué decir, el caballero regresó.

—Alteza, estamos listos.

Leandro se levantó y luego se agachó para tenderme la mano. Cuando acepté la mano grande y cálida y me puse de pie, dijo:

—No pasa nada. De todos modos no buscaba una respuesta.

♦ ♦ ♦

Volvimos al carruaje y reanudamos el viaje. Apoyé la mano en alféizar de la ventana y observé el exterior.

El siguiente pueblo parecía estar bastante lejos, porque llegamos a la posada justo cuando el sol se estaba poniendo. Leandro alquiló la mejor y más cara del pueblo. Pensé que era demasiado para una comitiva de diez personas, pero nadie más parecía opinar lo mismo. Los caballeros trataban el establecimiento como si fuera su propia casa.

Cuando estaba cenando y bebiendo mientras charlaban animados, Leandro les ordenó que compraran provisiones para acampar mañana, y se retiró a su habitación temprano. Debía estar muy cansado. Sus ojos estaban cada vez más inyectados en sangre. Yo también estaba agotada, así que me acosté pronto después de darme un buen baño en la habitación contigua a la suya.

Al día siguiente, me levanté muy temprano, me cambié de ropa y salí de la posada.

Leandro ya estaba en el carruaje.

—Buenos días —me saludó.

—Buenos días, Alteza.

—¿Recuerdas lo que te dije ayer? Te lo dije varias veces… pero parece que no lo recuerdas.

Ladeé la cabeza, confundida.

Leandro me cubrió los hombros con la túnica gris que había estado sujetando.

—Atravesaremos el bosque de Sonia. Los caballeros nos protegerán, aun así…

Tal vez fuera porque era temprano y el sol estaba saliendo, pero se me puso la piel de gallina bajo la delgada blusa. Si no hubiera sido por la túnica de Leandro, habría temblado de frío. Me froté las mejillas contra la prenda suave y confeccionada con materiales de alta calidad y seguí admirando la textura de la tela contra mi piel.

Leandro cerró la carpeta de documentos y curvó los labios en una sonrisa.

—Sabía que te gustaría.

—¿Me lo compró con antelación, al igual que el vestido?

Apoyó la barbilla en la ventana y sonrió con suavidad.

—Sí, mientras soñaba con el día en que te traería de vuelta a casa.

Enderecé la espalda.

¿Cómo pude pensar que un hombre así me abandonaría algún día?

Cambié de postura, sintiéndome incómoda por su mirada penetrante.

Leandro parecía desconcertado, pero no quería contarle lo que pensaba.

Atravesamos kilómetros y kilómetros de árboles cargados con frutas maduras y flores. Justo cuando la deslumbrante luz del sol se filtró por la ventana, el carruaje se detuvo en seco. Estábamos en el bosque de Sonia.

—Evelina.

—¿Sí?

—Evelina, ven aquí.

—¿Por qué?

—Date prisa —dijo Leandro con urgencia.

No se comportaba como de costumbre, así que obedecí en seguida. Bajó sus largas pestañas y escuchó con atención. Intenté hacer lo mismo, pero no pude oír nada.

—¿Lo oyes? Oigo treinta y uno… no, treinta y tres.

—No lo entiendo.

—No pasa nada. Estás a salvo mientras estés conmigo.

Inclinó su cuerpo y abrió el cajón bajo su asiento. Dentro había una brillante espada negra.

—No creí que existiera alguien tan estúpido como para atacar el carruaje de un duque —sonrió, sosteniendo la espada.

De alguna manera, con sus ojos azules oscurecidos, Leandro parecía muy diferente del que conocía hasta ahora.

—¡Alteza! —lo llamaron desesperados los caballeros afuera.

—Lo sé —respondió.

Antes de que pudiera preguntar qué estaba pasando, una flecha en llamas atravesó la pared del carruaje. Impactó justo donde había estado sentada hacía un instante. Se me secó la boca del miedo.

Leandro se estiró y abrió la puerta del carruaje.

—El carruaje ya no es seguro. Evelina, salgamos.

En ese momento, se incrustó otra flecha. Leandro rodeó el cuerpo como para cubrirme por detrás. Me agarré a uno de sus brazos y salí del carruaje.

—Escóndete debajo —dijo.

En un abrir y cerrar de ojos, varias flechas en llamas pasaron volando. Repté, con mi cuerpo agarrotado, bajo el carruaje. Como civil, la única manera de ayudar era no estorbar a Leandro. Me puse la capucha de la túnica y miré alrededor.

Estábamos a mitad de camino, pero el improbable acontecimiento ya estaba teniendo lugar. Uno a uno, unos individuos emergieron de entre los arbustos. La mayoría tenía la piel bronceada y el pelo rubio oscuro.

A juzgar por sus rasgos, supe en seguida que eran ambrosettianos.

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