Herscherik – Vol. 3 – Capítulo 8: La Gran Catedral, los templarios y la fe ciega

Traducido por Shisai

Editado por Sakuya


Herscherik bajó de su carruaje frente a la Gran Catedral, mirando la enorme construcción. Durante el día era una pieza solemne de arquitectura de piedra blanca, pero ahora que se alzaba sobre él en la oscuridad de la noche, parecía una ominosa guarida del mal. Después de todo, era el cuartel general de su enemigo. 

La Gran Catedral estaba situada en las afueras de la capital, a cierta distancia de la ciudad del castillo, pero cerca del orfanato del difunto barón Armin, lo suficientemente cerca como para que la gente de la iglesia pudiera visitar discretamente el orfanato a menudo con el pretexto de prestar ayuda. Esto dejó a Herscherik con un sabor amargo en la boca, suponiendo que ésta había sido la razón principal por la que se habían aprovechado del orfanato en primer lugar. 

—Es mucho más grande de lo que esperaba —se limitó a decir Herscherik. 

—También sirve como sede de la Iglesia en Greysis, —añadió Kuro. Había renunciado a su vestimenta de espía de color negro a cambio de su uniforme de mayordomo. Según él, este atuendo ocultaba aún más armas. Por supuesto, Herscherik no podía saber qué armas escondía.

Entonces, a Herscherik le picó la curiosidad. 

—¿Alguno de ustedes cree en un dios?

—En ninguno, —respondió inmediatamente Kuro. 

Herscherik se rio ante esta esperada respuesta y miró a Oran, quien se había quedado con su uniforme de caballero blanco. Como el uniforme estaba diseñado específicamente para los caballeros, no le impedía moverse de ninguna manera.

—Quiero creer que hay un Jardín arriba después de mi muerte, —dijo—. Supongo que tengo fe en ese sentido, pero no la suficiente como para unirme a la Iglesia. —El Jardín de Arriba era un lugar donde las almas buenas moraban después de la muerte de su cuerpo en este mundo hasta renacer en su próxima vida. Era similar al concepto de cielo en el mundo de Ryoko, mientras que el equivalente al infierno se llamaba la Oscuridad de Abajo—. ¿Y tú, Hersche?

—¿Um…? —La respuesta de Herscherik fue indecisa a pesar de haber sacado él mismo la pregunta. En realidad, no pensaba en ello cuando era Ryoko. 

Japón era un país sin mucho apego a la religión cuando Ryoko vivía. Todo el mundo tenía derecho a elegir su propia fe, incluso a no tener ninguna. Ryoko no se adscribía a ninguna religión concreta, aunque celebraba la Navidad, iba a los santuarios sintoístas en ocasiones y esperaba tener un funeral budista como la mayoría de los japoneses de su época. Sin embargo, le interesaba la mitología.

Aunque Ryoko era una solterona otaku con afinidad por el mundo de la ficción, también era realista. Una vez que empezó a vivir por su cuenta, no le faltaron misioneros religiosos que llamaran a su puerta. Un día, mientras esperaba la entrega de un paquete, cometió el error de abrir la puerta cuando, de lo contrario, los habría ignorado. El misionero, a pesar de los educados rechazos de Ryoko, no paró de cotorrear después de asegurarle que su conversación sería rápida. Luego, el misionero había dicho que, siempre que Ryoko creyera en lo mismo que ellos y rezara, sus problemas se resolverían y se salvaría, concediéndole una vida de felicidad.

Eso había molestado a Ryoko. 

—¿Así que tu dios es tan mezquino que se niega a salvar a quien no le reza? —Hay que reconocer que se había sentido frustrada por sentirse presionada en una conversación que no le interesaba mientras esperaba su tan esperado paquete. 

Cuando el misionero se calló, Ryoko, quien normalmente se mantenía tranquila y serena, aumentó los ataques. 

—¿Su dios nos pone a prueba? ¿Es una especie de sádico? Dice que lo único que tienen que hacer sus creyentes es rezar, pero quiere que la gente pague dinero cuando se une a su religión o asiste a sus servicios. ¿No se trata entonces de dinero?

El misionero se retiró rápidamente después de que Ryoko hubiera divagado todo eso sin emoción, disparando un confuso “Nunca te casarás con esa actitud” al salir. 

Más tarde, Ryoko buscó la religión en Internet y descubrió que se trataba de una secta muy sospechosa.

Debido a experiencias como esa en su vida anterior, Herscherik tampoco había venerado a ningún dios en esta vida. Sabía, sobre todo, que rezar a una entidad lejana no cambiaría la realidad. Por otro lado, comprendía que algunas personas sí se apoyaban en la religión. No todo el mundo es lo suficientemente fuerte como para sobrevivir solo. Herscherik no culparía a nadie por encontrar una razón para vivir en un dios o una fe. La religión podía ser una fuente de apoyo, tanto como un padre para algunos.

Pero no para ellos. Se aprovechaban de los que creían. Las investigaciones habían revelado que todos los que habían atacado al grupo de Herscherik en la ciudad del castillo habían sido miembros de la Iglesia de la Luz. Además, Kuro había descubierto que Hoenir era el líder de una facción de la Iglesia que adoraba a San Ferris, un notorio foco de extremistas. 

San Ferris era el héroe de origen misterioso que había unido al mundo en la Era del Nuevo Amanecer. Ese héroe obtuvo más tarde el título de santo y se unió a los dioses en el Jardín de Arriba, según el mito. Sus fanáticos compartían el objetivo de recrear esta unificación mundial para lograr una paz igualitaria para todos, y emplearían cualquier método necesario para lograr su objetivo.

Kuro también había descubierto que recientemente se habían introducido armas de contrabando en la Iglesia. Cuando se combinan las armas con el fanatismo, sólo hay un resultado posible. 

Herscherik abrió su reloj de bolsillo. Exactamente las ocho, una hora antes de la hora de llegada designada en la carta, y la hora del ataque que Herscherik había coordinado con Mark. 

—Es la hora. Vamos.

Oran abrió la puerta y la atravesó, seguido por Herscherik, y luego por Kuro. Atravesaron la majestuosa Gran Catedral para ser recibidos por un hombre con armadura, que portaba una espada.

—Le agradecemos su tiempo, Su Alteza el Príncipe Herscherik, Séptimo Príncipe del Reino de Greysis, —dijo el hombre con armadura con una respetuosa reverencia. Parecía tener unos treinta años y unos rasgos poco llamativos.

A Herscherik no le gustó la media sonrisa en el rostro del hombre, que difícilmente podría llamarse cortés. Un caballero de la Iglesia… Un templario, supuso Herscherik. Los templarios se dedicaban principalmente a vigilar a personajes importantes de la Iglesia o a civiles y a cazar monstruos de vez en cuando, es decir, las mismas funciones que tendría un caballero del reino. La principal diferencia entre ambos era que los templarios podían proceder de cualquier nacimiento u origen. Graduarse en el plan de estudios de caballero en la academia era un requisito previo para convertirse en caballero del reino; incluso a los soldados se les exigía cierto grado de formación académica. Los templarios, en cambio, no tenían requisitos para el trabajo. Cualquiera que se ofreciera como voluntario podía convertirse en templario en formación. Sin embargo, para llegar a ser un templario oficial, había que renunciar a los apegos mundanos y sufrir el largo y arduo régimen de entrenamiento.

—No me interesan sus agradecimientos. ¿Por qué no está aquí el que solicitó mi presencia para saludarme? —espetó Herscherik. 

—Su Santidad está atendiendo otro asunto en este momento. Mis disculpas, Alteza. —A pesar de sus palabras y su actitud, su tono no era decididamente de disculpa.

Con una mano en la empuñadura de su espada, Oran dio un paso adelante. —¿Disculpas? ¿Después de amenazar a la realeza?

—¿Amenazar? Nunca lo haría. Su Santidad nos ha ordenado que demos a Su Alteza la más cálida de las bienvenidas.

Al oír su respuesta, las diversas puertas que daban acceso a la Gran Catedral se abrieron de par en par y los templarios, listos para la batalla, entraron en tropel y rodearon al grupo.

—Cincuenta, más o menos —murmuró Kuro. Mientras tanto, los guerreros con espadas y lanzas bloquearon la entrada principal, dejándolos sin ningún lugar al que huir.

—Ya sabes cuántos templarios hay, ¿verdad, Perro Negro?

—¿Qué crees? Calculo que hay un centenar de templarios oficiales aquí. El resto debe estar fortificando el terreno. 

Por la conversación entre Kuro y Oran, Herscherik supuso que sus hermanos no podrían entrar fácilmente, aunque llegaran a tiempo. Supuso que Hoenir había reunido a todos los templarios leales que pudo encontrar para esta ocasión. 

—Creo que él y yo no estaríamos de acuerdo en lo que supone una ‘calurosa bienvenida’… A no ser que estos templarios vayan a cortar un pastel con sus espadas y servirlo sobre sus armaduras.

El templario que les había saludado no se inmutó ante el sarcasmo de Herscherik. 

—Simplemente seguimos a Su Santidad, dondequiera que vaya —declaró, desenvainando su espada. La hoja reflejó la luz de la sala, lo que hizo que los demás templarios desenfundaran sus propias espadas, prepararan sus lanzas y ensartaran sus flechas. 

—Es triste verlos a todos exhibir vuestras armas ante los ojos de los dioses —dijo Herscherik, secamente—. Y eso que había oído que los templarios eran orgullosos servidores del pueblo, mostrando compasión hacia todos. —Mientras hablaba, su mente se apresuraba a encontrar una forma de salir de su apuro. 

No tenemos mucho tiempo. Aunque no esperaba que sus hombres perdieran, exactamente, imaginaba que les llevaría un tiempo considerable neutralizar a todos los templarios. Tenían que llegar a la capilla de la catedral antes de las nueve si querían salvar a Shiro y Jeanne. No podían permitirse perder ni un segundo.

—Toma a Hersche y vete, Perro Negro.

Antes de que Herscherik pudiera preguntar cómo iban a escapar de estar rodeados, Kuro lo cogió en brazos como si fuera un equipaje. El gesto fue tan natural que Herscherik tardó un momento en procesarlo.

—¿Eh? 

—Cállate, Hersche —advirtió Kuro sin dar explicaciones. 

No esperó a que Herscherik respondiera antes de entrar en acción. Kuro extendió su otro brazo y saltó al aire. Con su maestro aún agarrado a su pecho, se balanceó en el aire hacia la puerta, que era fácilmente el doble de alta que un adulto, al final de la catedral. Se acercaron a la puerta en una rápida embestida, pero Kuro aterrizó sobre sus pies con la gracia de un gato justo antes del impacto, llevando todavía a Herscherik en sus brazos, por supuesto.

Sólo Oran y Kuro comprendieron lo que había sucedido. Kuro había lanzado un cable oculto en su manga para anclarlo en un candelabro, y luego tiró de el para balancearse desde el techo como un péndulo. Aunque sobre el papel parecía una maniobra fácil, Kuro tuvo que tener en cuenta el ángulo del punto de apoyo, la durabilidad de la araña y su propio peso combinado con el de Herscherik. No muchos otros podrían haberlo conseguido con tanta facilidad como él.

No sé cómo funciona exactamente ese cable… pensó Oran. Pero es un ex-espía, después de todo. Seguro que es ligero de pies. Sin embargo, no se atrevió a decirlo en voz alta.

—El mundo está… girando… —El débil murmullo de Herscherik rompió el silencio. Ryoko siempre había tenido problemas de oído interno (por eso odiaba las montañas rusas) y Herscherik también. 

Kuro llamó a Oran, que se había quedado solo rodeado por los templarios. 

—Ponte al día, señor delincuente. 

—Iré en cuanto termine —le respondió el caballero al servicio de Herscherik, desenfundando su espada con una mano y haciéndoles señas con la otra.

Herscherik lo miró. 

—¡Oran! —Aunque sabía lo hábil que era su caballero, no pudo evitar preocuparse al ver que le superaba en número cincuenta a uno. 

Oran desechó esa preocupación con una radiante sonrisa. 

—Adelante, Hersche. Ahora mismo voy. —Oran no estaba nervioso, así que Herscherik le devolvió un asentimiento confiado.

Kuro abrió la puerta de golpe y salió corriendo.

Oran los observó salir y luego echó un vistazo a la sala. Ninguno de los templarios se movió. ¿Esperaban esto…? pensó Oran. No, lo habían planeado exactamente. Oran recordó lo que Herscherik le había dicho antes de salir del castillo.

Una vez que Kuro devolvió a Herscherik a su habitación, Cecily llevó a Violetta a cambiarse sus ropas sucias con el resto de los trillizos a cuestas. 

—Todavía no estoy seguro de lo que busca Hoenir, —había dicho Herscherik—. Pero si me persigue a mí, tengo un mal presentimiento. —Herscherik entonces espetó—: No considerará satisfechas sus exigencias a menos que vaya solo, pero ni mi padre ni mi hermano lo permitirían. Sin embargo, es posible que me dejen ir si ustedes dos vienen, aunque no les guste… Y no tengo más remedio que ir. 

Hoenir comprendía bien cómo actuarían Herscherik y su familia, y había previsto que los guardias reales llegarían al cabo de cierto tiempo. Le había quitado a Herscherik la posibilidad de elegir. Suponía que intentaría separarlos dentro de la catedral. 

—No quiero caer en su trampa… —Herscherik había murmurado—. Pero puede que no tengamos otra alternativa.

¿Dividirnos? Qué lo intenten. Yo los alcanzaré enseguida. Oran lucía una sonrisa impávida, dispuesto a atravesar cualquier trampa en la que se encontrara. Tanto él como Kuro habían salido de muchos apuros en el último año. Habían aprendido a confiar el uno en el otro en el combate. Oran sostenía su espada en una postura relajada, como si acabara de empezar su entrenamiento diario.

—¿Esperas luchar contra nosotros solo? —Uno de los templarios frunció el ceño. Tal y como había ordenado Hoenir, habían conseguido separar a uno de los hombres al servicio del príncipe. Pero incluso estando frente a un ejército de cincuenta templarios, el hombre parecía demasiado tranquilo. 

—Curioso, ¿eh? Yo también lo soy… —Oran soltó una carcajada como si estuviera hablando con un viejo amigo—. ¡Tengo curiosidad por saber cómo esperabas enfrentarme con nada más que los números de tu lado! 

En un instante, Oran se acercó al hombre y le dio una patada en su desprotegido abdomen. Tomado por sorpresa después de esperar la espada, el hombre fue golpeado contra el altar. Los templarios que estaban a su lado blandieron sus espadas contra Oran, quien se limitó a girar para evitar las cuchillas y a golpear sus brazos extendidos en represalia.

Inmediatamente, una flecha salió volando hacia Oran, pero él la sacó del aire con facilidad. Se defendió de todos los ataques rápidos de los templarios y derribó metódicamente a cada uno de ellos. En cuestión de minutos, Oran vio a una docena de templarios heridos que se arrastraban por el suelo, sin siquiera sudar. 

Durante la operación “La fortuna favorece a los audaces”, Oran había luchado contra bandidos, matones callejeros, mercenarios e incluso caballeros o soldados corruptos, y los había detenido a todos con vida. En lo que respecta a la experiencia de combate, estaba más curtido que los templarios, cuyas principales tareas eran el entrenamiento, la escolta y la caza de monstruos. No eran rivales para Oran, quien entrenaba todos los días, había visto muchos combates y podía derribarlos fácilmente sin ataques letales.

Esta batalla, sin embargo, no era como ninguna otra a la que Oran se hubiera enfrentado antes. A pesar de que la mayoría de los templarios que estaban en el suelo debían estar inconscientes o, al menos, demasiado agonizantes para mantenerse en pie, todos se levantaron. Eso debería haber sido imposible… pero entonces Oran vio un brillo de locura y euforia en sus ojos.

Reconoció ese brillo. Están usando esa droga… Oran pudo sentir que su propio corazón se congelaba. Esa era la droga que le había arrebatado a su prometida. No pudo evitar aborrecer su existencia, y su rencor hacia ella duraría toda su vida. Aunque la droga proporcionaba al usuario una sensación de euforia y éxtasis, estaba diseñada para reforzar la fuerza física del usuario y adormecer su sentido del miedo y el dolor, convirtiéndolo en un monstruo. 

—¿Por qué podría valer la pena usar eso? ¿Para qué podría valer la pena desperdiciar tu vida? —La silenciosa ira de Oran resonó en la Gran Catedral. Sólo hacía falta una dosis para convertir a alguien en un adicto hasta que muriera, lo que no tardaría mucho, ya que la potente droga fortalecía el cuerpo más allá de sus límites naturales. Incluso si la droga se hubiera desarrollado más, Oran no creía que el efecto secundario se hubiera erradicado nunca.

El templario que los saludó primero levantó su espada. 

—¡Para servir a Su Santidad en su búsqueda suprema!

—¡En el nombre de San Ferris! —replicó el resto de los templarios. Sus gritos pronto se convirtieron en un atronador coro que hizo temblar la Gran Catedral.

—Fanáticos… —escupió Oran. Luego, soltó una risita de autodesprecio—. Supongo que no tengo mucho espacio para hablar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el primer templario, interrumpiendo su éxtasis religioso.

Oran blandió su espada, y la sangre de su hoja marcó el prístino suelo de la Gran Catedral con una salpicadura carmesí. 

—Al igual que tú tienes una fe ciega en Hoenir y en tu dios, yo confío en mi maestro. —Aunque tanto los fanáticos como Oran tenían algo por lo que estaban dispuestos a arriesgar sus vidas, había una diferencia definitiva entre ellos—. Pero ahí es donde terminan las similitudes. Si mi maestro va por el camino equivocado, he jurado detenerlo, incluso si eso significa matarlo. —Eso era lo que más deseaba el maestro de Oran: impedir que siguiera el camino equivocado, aunque eso significara su muerte.

En cierto modo, Hersche está más loco que todos nosotros. Al fin y al cabo, mantenía a su lado a un caballero con órdenes específicas de matarlo. 

Con una risa, Oran levantó su espada. 

—Hoenir se equivoca —declaró Oran. 

Los templarios se enfurecieron. 

—¡Su Santidad nunca se ha equivocado ni se equivocará!

—A eso me refiero. Ya os ha condicionado para que no le cuestionen —replicó Oran en voz baja. 

A los hombres que servían a Hoenir ya les habían lavado el cerebro para que creyeran que su líder era intachable. Todos los seres humanos se esforzaban por tomar alguna decisión y se preocupaban de si tenían razón o no, salvo los extremadamente afortunados, los locos y los que habían renunciado a formar sus propios pensamientos. 

Herscherik siempre se preocupa de si lo que hace es correcto, o de si iría por el camino equivocado. Mientras que muchos podrían haberse detenido en su camino por esas preocupaciones, Herscherik siempre fue capaz de seguir adelante, aunque con gran esfuerzo. Es más, animaba a los que se habían detenido, dándoles una mano y el valor para seguir adelante.

—¿Has quitado alguna vez una vida, Oran? —le había preguntado un día Herscherik. 

Oran respondió que no. Había luchado con gente antes, pero nunca había matado a nadie. Nunca había necesitado hacerlo. 

Herscherik escuchó esta respuesta y continuó con determinación en sus ojos: —No tengo poder. Por eso necesito confiar en ustedes todo el tiempo. 

Cuando se trataba de combatir, Herscherik era más un estorbo que una ayuda. Sin embargo, Oran no veía nada malo en ello. Herscherik podía dejarles a él y al mayordomo cualquier batalla. Eran más que capaces de hacerlo. 

Herscherik había rebatido eso, diciendo: —Oran. Matar a alguien no termina cuando el acto está hecho. Aunque sea el peor criminal del mundo, le robas el resto de su vida, y cambias la vida de los que le rodean para bien o para mal… A partir de ese momento, llevas su vida y la venganza de sus allegados sobre tus hombros. Eso es lo que pienso.

De hecho, algunos de los caballeros o soldados más nuevos a veces dejaban el ejército después de cometer su primer asesinato, con la mente consumida por ello. Otros encontraban un placer enfermizo en quitar vidas. Oran se había preguntado si Herscherik estaba preocupado por su cordura, pero inmediatamente lo pensó mejor. Herscherik era lo suficientemente amable como para que no lo hubiera elegido como caballero si eso hubiera sido una preocupación. Oran llegó a la conclusión de que Herscherik estaba preocupado por aquellos a los que Oran podría matar.

—¿No quieres que mate a nadie? —había preguntado Oran.

Herscherik había negado con la cabeza. 

—No exactamente. No puedo decirte eso. ¿Cómo podría hacerlo, si ellos intentan matarte? —Herscherik miró a los ojos de Oran—. Si alguna vez matas a alguien, lo habrás hecho bajo mis órdenes. Será sobre mis hombros… Es presuntuoso, lo sé, pero es lo único que puedo hacer. Así que —añadió—, no te contengas. No tengas miedo de quitar una vida —había declarado Herscherik. 

Si cualquier otro le hubiera dicho eso, Oran podría haberse burlado de un discurso tan vacío. Pero sabiendo que Herscherik era siempre sincero, sus palabras tenían un peso increíble para Oran. 

—Mi señor es demasiado blando con sus hombres —murmuró Oran. 

¿Esperaba el principito que cualquier vástago de Aldis fuera educado con una filosofía tan idealista como aquella? Desde el día en que le dieron una espada por primera vez a una edad temprana, el padre de Oran siempre le había dicho que nunca tomara un arma a menos que también estuviera dispuesto a quitar una vida. Mientras empuñara una espada, siempre le había dicho su padre, llegaría un día en el que tendría que tomar esa decisión. 

Me convertí en caballero para alcanzar mi sueño… Para hacer realidad el sueño de Hersche. Oran miró fijamente a los templarios que se acercaban a él. 

—No voy a contenerme, nunca más. Ahora, es vida o muerte.

Con esas palabras, comenzó una masacre en la Gran Catedral. Oran se giró para decapitar a un templario que saltó para atacarle por la espalda. Otro, completamente imperturbable por la muerte de su camarada, lanzó su lanza contra Oran, pero éste la esquivó con la máxima eficacia antes de agarrar el arma, cortar el brazo del templario que la sujetaba y apuñalarlo en la garganta con su espada. Lanzó la lanza con el brazo aún unido a ella a la cara de un templario que le había estado apuntando con una flecha. Oran no pestañeó mientras la sangre de los templarios le salpicaba, descargando su espada sin piedad. 

Finalmente, los templarios apostados en el exterior se habían abalanzado al ver que sus compañeros estaban perdiendo la batalla contra un solo hombre, pero Oran acabó con todos ellos. Cuando acabó con la vida del último templario, su uniforme blanco, su bello rostro, e incluso su pelo del color del atardecer estaban completamente pintados de rojo… y ni una gota de él. 

Este suceso se contaría más tarde en un capítulo de la historia del Caballero del Crepúsculo, titulado “El Caballero del Crepúsculo vence a cien fanáticos”.

Un tiempo antes de la masacre, Kuro corrió por el largo pasillo, con su maestro en brazos. Había memorizado el trazado de todo el recinto de la Iglesia, incluida la Gran Catedral; como resultado, sabía a dónde conduciría el pasillo y tenía una idea de cómo podrían llegar eficazmente a su destino.

Echó una rápida mirada a su maestro, que se mantuvo callado con el ceño fruncido y preocupado. 

—¿Estás preocupado por ese cabeza de chorlito otra vez, Hersche? 

—¿Hm…? Oran ha dicho que está bien, así que estará bien. ¿Estás preocupado, Kuro? —Murmuró Herscherik a través de su mareo por su mayordomo, quien le había provocado un malestar estomacal y el ceño fruncido. 

—No. 

—Por supuesto… —Herscherik se rio. Incluso cuando discutían entre ellos, estaba claro que confiaban el uno en el otro, aunque nunca lo admitieran—. Por supuesto que estoy preocupado. Pero creo en él. Sé que tú también lo haces, Kuro.

Kuro frunció el ceño ante la observación. Siguió adelante con cautela hasta llegar a una puerta, donde bajó a su maestro antes de que el príncipe acabara haciendo su mejor imitación de uno de esas estatuas que tiran agua por la boca. 

Kuro abrió la puerta mientras buscaba alguna presencia más allá de ella. Una vez comprobado que no había nadie más, la atravesaron. La sala que había más allá era octogonal, y en cada esquina había una estatua de piedra de un dios. El techo, en forma de cúpula, representaba el Jardín de Arriba con hermosas vidrieras. El suelo, en cambio, era de piedra oscura y representaba la puerta de las tinieblas de abajo. Herscherik había reconocido estas representaciones porque le recordaban a un libro ilustrado que había leído al principio de sus estudios. 

Había una puerta que conducía al interior de la catedral, frente a la que acababan de atravesar.

—Este es el pasillo justo antes de la capilla… Que seguramente está más allá de esa otra puerta, pero ¡Hersche! —Kuro agarró a Herscherik, quien había estado observando con curiosidad la zona, y se alejó de un salto. Un fuerte tintineo resonó en la habitación. Herscherik miró por encima del hombro de Kuro y vio dos agujas del tamaño de la palma de su mano temblando en el suelo. Otra había atravesado el hombro derecho de Kuro.

—¡Kuro! —gritó Herscherik.

Kuro dejó a su maestro en el suelo y arrancó la aguja sin mucho cuidado. 

—Estoy bien. —Miró al otro lado de la habitación—. Sal, ahora.

No hubo respuesta. Tras un breve suspiro, Kuro lanzó la aguja a la sombra aparentemente desocupada de una estatua. La sombra parpadeó como la luz de una vela, y la aguja se desvió. De ella surgió un hombre alto y larguirucho, y Kuro se puso delante del príncipe de forma protectora. 

—Haces honor a tu reputación, Colmillo en la Sombra. El elemento sorpresa no fue suficiente, —recitó el hombre con una voz monótona y mecánica.

Herscherik observó detenidamente la figura desde la espalda de Kuro. Era un hombre inexpresivo, con ropas oscuras y una capucha que le cubría la cara, que le recordaba a Herscherik a los hombres que atacaron el orfanato. Tiene que ser el que yo vi.

Lo había visto cuando se sintió observado. Un momento después, los tres atacantes y el barón Armin habían caído al suelo. Cuando Herscherik miró hacia donde estaba, el hombre había desaparecido.

Herscherik sintió una indescriptible sensación de temor y tiró de la manga de Kuro. Kuro no perdió de vista al hombre y puso su mano sobre la cabeza de Herscherik.

—Vamos, Hersche. No tenemos mucho tiempo. 

—Pero… —Herscherik dudó, mirando el hombro de Kuro donde la aguja le había golpeado. Se esperaba que se separaran, pero le preocupaba cómo Kuro movía el brazo. 

—¿No confías en mí? —preguntó Kuro.

Aunque Herscherik no podía ver la cara de Kuro, su tono estaba lleno de perfecta confianza.

—¡Está bien…! —Herscherik corrió hacia la puerta del fondo de la habitación. Cargó hacia delante, la abrió de golpe y desapareció al otro lado.

Kuro y el atacante esperaron a que Herscherik saliera en silencio, sin apartar la vista el uno del otro.

—Tú eres el que Hersche vio en el orfanato. —El comentario de Kuro quedó sin respuesta—. Está bien. Yo tampoco lo admitiría. Me imagino lo vergonzoso que fue ser descubierto por un niño —se burló Kuro. 

—Sigue hablando —respondió el hombre con calma—. Sólo tienes hasta que el veneno haga efecto. 

Kuro sabía que la aguja estaba envenenada por la sensación de parálisis en su hombro derecho. Su mano dominante se estaba entumeciendo ahora, lo que sugería que el veneno se estaba extendiendo rápidamente por su cuerpo. 

—Puede que tengas razón… —En un instante, Kuro acortó la distancia entre el hombre y apuñaló el cuchillo de su mano izquierda hacia la cara del hombre. 

El atacante esquivó a duras penas el cuchillo, pero no pudo hacer lo mismo con la patada con la que Kuro siguió el golpe; éste se vio obligado a bloquearla con los brazos cruzados. Entonces, Kuro cambió el cuchillo por su mano derecha envenenada, y lo blandió en un intento de rebanar la garganta del hombre. El atacante dio un paso atrás en el último segundo para esquivar el ataque. Tras esta ráfaga de golpes, la capucha del hombre se había desgarrado, y la sangre goteaba de una línea roja en su frente. 

El atacante se limpió la sangre con el dorso de la mano, mirando fijamente a Kuro con unos ojos que por fin habían roto su máscara de no expresión. 

—¿Cómo puedes seguir moviéndote? —Sus ojos mostraban su incredulidad por el hecho de que cualquier humano pudiera mantenerse en pie mientras estaba afectado por el veneno de su elección. 

—Si quieres envenenarme hasta la muerte, tienes que alcanzar el estante superior. —Los cuchillos en las manos de Kuro desaparecieron como un truco de magia—. Este pega bastante fuerte, pero no lo suficiente —dijo Kuro, mientras el atacante lo miraba como si fuera una especie de abominación.

Kuro no sólo era lo suficientemente versado en venenos como para ver el intento de asesinato de Jeanne, sino que su cuerpo había sido diseñado para resistir la mayoría de los venenos, también. No fue algo que eligiera para sí mismo, pero ahora estaba agradecido por ello. Su inmunidad le estaba ayudando a proteger a Herscherik. 

—¿Por qué tú… o ese caballero, para el caso, sirven al príncipe más joven, quien no tiene nada?

Tal vez la curiosidad del hombre era natural. El séptimo y más joven príncipe no tenía partidarios, ni poder, ni ningún talento del que hablar. Era demasiado joven para asistir a la academia. A cualquier forastero le habría costado entender cómo un poderoso espía como Kuro, o un miembro de la famosa familia Aldis, el mejor linaje de caballeros del país, elegiría servirle.

—¿Nada? —Una luz peligrosa parpadeó en los profundos ojos rubí de Kuro—. Nunca he conocido a nadie que tenga tanto como Herscherik. 

La fuerza y el conocimiento no valen mucho. El poder significaba menos que el dinero para alguien como Kuro, quien había pasado gran parte de su vida en la clandestinidad.

—¿Qué buscas que tenga tu maestro? —preguntó Kuro a su atacante—. ¿Fuerza? ¿Inteligencia? ¿Fama? ¿Poder o dinero? Espero que no sea buena apariencia. 

A Kuro no le interesaban esas cualidades superficiales. Había visto todo tipo de personas a lo largo de su vida, desde los más altos de la élite hasta los más bajos de la escala. Había visto la oscuridad y la luz de este mundo, todas sus bellas cualidades, así como las feas. Había visto demasiado, había perdido la esperanza y se había rendido. 

Pero Herscherik era diferente a todos los que había encontrado. Un trabajador dedicado. Amable y testarudo. Sencillo pero sabio. Débil pero fuerte. Su maestro brillaba con todas sus cualidades paradójicas.

—Cualquiera que subestime a Herscherik sólo está revelando lo insignificante que es. En cierto modo, tu arzobispo tiene buen ojo para el talento —sonrió Kuro. Herscherik estaba al tanto del plan de Hoenir, aunque sospechaba que había algo más en marcha—. Si es lo suficientemente superficial como para que Hersche vea directamente sus planes, no tendrá ninguna oportunidad. 

—Por eso lo dejaste ir… 

Kuro sonrió. 

—No esperabas llegar a nuestro príncipe tan fácilmente, ¿verdad? —Kuro se puso en pie, relajado. Aunque los efectos del veneno se habían mitigado, el entumecimiento seguía invadiendo sus extremidades. 

El atacante levantó la mano y las sombras de las estatuas de los dioses parpadearon, revelando más hombres vestidos como el primero, que ahora los rodeaban.

Formaron un círculo fuera del alcance de Kuro.

—Tengo poco tiempo. Hagamos esto rápido. —Kuro movió ligeramente las manos. Se oyó un pitido y dos cabezas saltaron por los aires. Los otros atacantes abrieron los ojos conmocionados, reflejando la expresión de las cabezas cortadas de sus compañeros. Los cuerpos sin cabeza se desplomaron en el suelo, y el muñón de sus cuellos estalló en una fuente de sangre. 

—¿Qué… has hecho? —preguntó el primer hombre. Su objetivo no se había movido ni un solo paso, pero dos de sus hombres habían sido decapitados como por la guadaña invisible de la propia Muerte. 

—¿Qué sentido tiene responder? Simplemente vas a la ‘Oscuridad de Abajo’, como dice la Iglesia. —Kuro volvió a agitar los brazos.

—¡Atrás! —gritó el hombre por reflejo, y luego siguió su propio consejo. Sus hombres hicieron lo mismo, pero uno de ellos se tambaleó, dejando que la sangre brotara de su cuello antes de caer sin mediar palabra. Aunque su cabeza no estaba completamente desprendida, su cuello estaba medio cortado. 

—Ese veneno está empezando a hacer efecto… —Kuro se encogió de hombros y volvió a agitar las manos. Unas líneas rojas bailaron en el aire antes de contraerse en sus mangas. Pronto, los atacantes se dieron cuenta de que se trataba de cables empapados de sangre.

—¿Qué es esa cosa…? —El hombre gimió ante el arma completamente extraña, con la cara congelada por el miedo más que por ocultar sus emociones. No podía entender cómo un alambre apenas visible podía cortar partes del cuerpo, ni cómo se estaba manipulando sin un peso en el otro extremo. 

—¿Por qué debería responderte? —En un instante, Kuro sostuvo un cuchillo en cada mano. Había reducido su número con un ataque sorpresa, pero su cuerpo envenenado no estaba precisamente en plena forma. No es que tuviera intención de perder. Pero esto podría llevar más tiempo del que pensaba, se quejó Kuro en silencio, y saltó hacia el enemigo para derribarlo. 

Herscherik recuperó el aliento cuando se puso delante de la puerta. Después de correr hasta aquí, su respiración era pesada y le temblaban las rodillas. No, Herscherik reconoció el débil miedo que había en su interior. Las rodillas no sólo le temblaban por la carrera. Ahora estaba solo, sin los dos hombres que siempre le habían protegido. Las cosas habían ido, en su mayoría, como él esperaba. 

Sus hombres no parecían contentos cuando Herscherik había predicho este resultado. —No tenemos que caer en su trampa, —habían replicado. Aun así, Herscherik se mantuvo firme en su decisión. Si no caía en la trampa, Jeanne y Shiro morirían. Así como la fortuna favorecía a los audaces, no había recompensa sin riesgo. 

Creí que había pasado por muchas cosas, pero aquí estoy. Herscherik había estado en muchas situaciones peligrosas durante sus operaciones. Había estado a punto de ser secuestrado, asaltado o incluso asesinado. En todo momento, sus hombres a su servicio le habían protegido. 

Ahora, no estaban aquí. Herscherik se dio una palmada en los muslos para fortalecerse. La fuerte bofetada le había dejado las piernas y las palmas de las manos escocidas por un momento, pero al menos el temblor había cesado. ¡Arriba mujer…! O… ¡supongo que ahora es hombre! Herscherik abrió la puerta y se encontró con una explosión de luz. 

—¡Cuidado! —gritó una voz, mientras sentía que le tiraban del brazo hacia atrás. 

Se tambaleó ante el repentino movimiento, pero alguien le había agarrado por detrás, impidiendo que se cayera. Un coche se alejó mientras tocaba furiosamente el claxon. Un paraguas plegable estaba en medio del paso de peatones.

—¿Qué? —Su cerebro se congeló. Era la primera vez que la abrazaba un hombre ajeno a su familia. ¿Quién podría culparla por reaccionar de forma exagerada? 

La voz del hombre continuó desde arriba: —¿Quién va tan rápido cuando apenas puede ver la carretera? También deberías haber comprobado el semáforo… Espera, ¿eres… Hayakawa?

Ryoko tardó unos instantes en darse cuenta de que el hombre se dirigía a ella. 

—Um… —Levantó la vista para ver a un hombre alto con traje de negocios, con el pelo alborotado. Llevaba un traje y un abrigo bien confeccionados, pero sus anchos hombros y su espalda se habían mojado a causa de la lluvia, presumiblemente después de haber cogido a Ryoko en brazos. El hombre era tranquilo y apuesto, como alguien que aparecería en una revista como la quintaesencia del hombre que hace el trabajo. 

—¿No te acuerdas de mí? Vamos, fuimos juntos al instituto. —El hombre sonrió. 

Algo en su sonrisa refrescó la memoria de Ryoko. Reconoció algunas cosas de él. 

—¿Tú eres…? ¿Takanashi? 

—¡Bingo! —Takanashi sonrió alegremente—. Ha pasado mucho tiempo, Hayakawa. 

Ryoko pudo sentir cómo su corazón se aceleraba ante esa sonrisa. Captó, por el rabillo del ojo, que el torrencial aguacero se convertía en una ordinaria llovizna.


Shisai
¿Qué está pasando? ¿Volvió a su mundo? ¿Justo en el momento del accidente?

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